domingo, 28 de septiembre de 2014

ENTRADA ACLARATORIA IV



          Es bastante probable que durante los cuatro o cinco próximos meses, se reduzca mucho, o incluso desaparezca por completo, mi actividad en el blog.
            Durante este periodo de tiempo de inactividad viviré en otro país y no creo que pueda sacar tiempo para escribir y subir relatos. Espero volver cargado de experiencias que me sean útiles para continuar escribiendo a mi regreso.
           

   Gracias.          

lunes, 22 de septiembre de 2014

NI VERSOS NI LIBRES III

I

La bola de metal se disuelve en el agua como un azucarillo.
El ahora, giro a giro, aleja lo vivido; inconsciente de ser fábrica de pasados venideros.


II

Luce el sol entre los escombros.
El torbellino arrasa con todo sin transformar su esencia: los escombros no dejan de serlo, les dé uno el desorden que quiera.


III

Comenzó el irreductible repiqueteo de los tambores.
La sed y la posibilidad de agua; la lluvia y la proximidad de cobijo; el letargo y la oportunidad del viaje... Son uñas largas, nerviosas, que arañan el estómago por dentro.


lunes, 8 de septiembre de 2014

ESPERANDO A IRENE ADLER


     El sol parecía enfocado hacia sus ojos, como si alguien allá arriba, manipulara una lámpara de mesa para cegarle el camino. Cuando miraba en otra dirección miles de pequeños puntitos luminosos aparecían y desparecían impidiéndole la visión completa, entonces reaccionaba y pestañeaba pudiendo ver de forma más nítida el entorno. Pero irremediablemente debía mirar al frente para no chocarse y de nuevo el sol volvía a cegarle.
Entre una fase y otra de esta pelea en la que le iba a resultar imposible proclamarse ganador, al menos hasta que el sol abandonara el campo de batalla, sufrió el accidente que le postró en la cama y que me ha llevado a mí a escribir este texto. La mayoría de las frases grandilocuentes son suyas, los detalles que sostienen y dan coherencia a este entramado de palabras, míos. 
En el hospital estuvo cerca de una semana sin poder moverse y casi sin fuerzas para hablar. Yo que soy su nieto y lo conozco, sé que no solo fue por el accidente. Mi abuelo llevaba años sin coger el coche, terminó harto de él, trabajando como trabajaba de repartidor por los pueblos de la provincia. Cuarenta años de recorrer carreteras y casi sin un percance, nos decía siempre. Tuvo que sacar a mi padre y a mi tía adelante él solo, mi abuela murió en el parto de sus hijos, mellizos. Lo que significó a efectos prácticos tener que agarrarse con uñas y dientes a su trabajo, el único que conoció.
Hablé con él y le pregunté, cuando estábamos a solas, el motivo por el cual había cogido el coche, sospechando como sospechaba que ahí estaba el quid de la cuestión. No quiso contestarme, testarudo a sus recién estrenados ochenta años. Entonces le propuse un intercambio de secretos: yo le contaba uno y él otro. Tonterías, me espetó malhumorado. Pero le pudo la curiosidad. Y entonces le confesé mi intención de dedicarme a escribir, le conté que me habían publicado varios relatos y que estaba moviendo una novela por varias editoriales. Además de este blog, claro. Se le iluminó la cara, y tras hacerme jurar y perjurar que no se lo contaría a nadie, me explicó, a trompicones, la historia que le llevó a coger el coche aquel día. Y también comenzamos a escribir este relato. Por supuesto lo que le he presentado a él nada tiene que ver con esto que he colgado finalmente, pero él cree que sí y es lo importante.
Mi abuelo guardó el luto a mi abuela, hasta que conoció a «la mujer». Que no su mujer por aquella época, ya que era la de otro. Veraneaba con su marido siempre en España, y desde que conoció a mi abuelo no cambió de ciudad. Verano tras verano, año tras año. Mis padres no se enteraron de este romance, hasta que ya les resultó imposible sostenerlo por más tiempo. Él, perro fiel, le propuso algo serio, formal. Ella, luz sin sombras, no aceptó. Al verano siguiente a la propuesta no regresó. No pudo volver a disfrutar de su humor alocado e inteligente, de su compañía de gata independiente, ni del sexo huracanado al principio, destilado, lúcido con el paso de los años.
Cuando ya no la esperaba le llegó una carta, dos o tres veranos después del último que estuvieron juntos. No daba explicaciones ni perdía perdón. Trataba de hacerle entender sus necesidades y cómo éstas no coincidían con las suyas. Mentía, me dijo mi abuelo, le faltó valor para vivir una vida estable y tranquila. No lo pensó bien, me dijo. Al final de la carta escribió: «En el día de tu ochenta cumpleaños, si aún sigues pensando en mí, acércate a nuestro parque». Y eso iba hacer mi abuelo antes del desafortunado accidente. Y por eso publico este relato en el blog, mi abuelo tiene la secreta esperanza de que ella lo lea y le espere; su Irene Adler, como él la llamaba, pese a que su apellido fuera otro.


NOTA: Me veo obligado a reeditar este texto dos semanas después de publicado. Mi padre me obliga a adjuntar esta nota después de contarles todo lo ocurrido: «Por favor papá, vuelve a casa o al menos da señales de vida. Tu familia está preocupada por ti».
NOTA II: Esta la escribo solo yo, abuelo: saluda a Irene de mi parte.

domingo, 24 de agosto de 2014

ABRIENDO FUEGO

     

     «Es poeta, es terriblemente ingenioso. No sé cómo se le ocurren esas cosas…», intentaba explicar el chico sentado a su lado, mientras sus ojos nerviosos reflejaban la necesidad de expresar admiración.
     «El poeta», sentado a su izquierda, había compuesto una suerte de media sonrisa con la que quería transmitir un doble mensaje: que se avergonzaba de lo que el chico decía; y que desde luego el chico tenía toda la razón. Comenzó entonces a hablar sobre lugares comunes en relación a la poesía, su música (esto es suyo) y las diferencias y posibilidades frente a la prosa. Terminó por citar a cuatro poetas conocidos y a uno que solo debía conocer él, en un discurso previamente preparado, o bien aprendido de memoria de tanto repetirlo.
     Yo sabía quién era él. Carlos, el dueño de la librería donde estaba presentando el poemario «Todo para… ti», era mi amigo desde la infancia y me había confesado que su padre le había pedido un favor: que dejara a un escritor presentar un libro allí. En un principio no tuvo problema, pero siendo un profesional como era, decidió leer el manuscrito antes de la presentación (lo leímos juntos porque me llamó cuando terminó de leer las primeras perlas) y a punto estuvo de telefonear a su padre para negarle el favor. No pudo hacerlo, pues con el dinero y esfuerzo de su familia (y el suyo propio) había levantado la librería, negarle aquello sería alta traición. A cambio había decidido traicionar el buen nombre de la librería y vender su alma al diablo para dejar que un tipejo como ése presentara allí su libro (esta dramática idea es de mi amigo). 
     Habíamos estado indagando y resultaba que «el poeta» era hijo de un reputado médico de la ciudad, primo de una poetisa, hija de un prestigioso abogado. «Una puta mierda es lo que son», me había dicho para desahogarse. «Los putos pijos que tocan un instrumentos y ya son músicos, escriben cuatro palabras juntas y ya son escritores, garabatean cualquier estupidez en un papel y son artistas… Mientras que el resto de los mortales si hacemos eso mismo como mucho se traduce en una afición personal, o en un talento reconocido solamente en los círculos más cercanos. Pero casi nunca, salvo honradísimas excepciones, nos podemos considerar profesionales porque nuestra profesión es otra, y no nos deja tiempo para transformar esa afición en un trabajo, en un medio con el que ganarnos la vida. Hay quienes no tenemos derecho a llamarnos artistas porque papá no tiene los contactos pertinentes ni vivimos en la urbanización mental de todos estos chulos prepotentes, que llegan alto a base de construir ellos mismos los altares desde donde hablan al resto de la humanidad vertiendo sus opiniones como si fueran dogma de fe; que se complacen los unos a los otros y anuncian que se conocen entre ellos como si conocer a un cretino de su calaña debiera significar algo importante para el resto del universo. 
     Créeme, esto me va a hundir en la puta miseria moral. Me estoy asesinando a mí mismo».
    A estas alturas no resulta difícil adivinar la ira y la frustración que sentía mi amigo. Este discurso lo había soltado minutos antes de que el literato entrara por la puerta, sonriendo y con un becario de la editorial donde se había autopublicado el libro a su lado. Y es que mi amigo había llegado allí desde muy abajo, comiéndose la suela de los zapatos de tipos como ése durante el ascenso. Sabía lo que costaba levantar un negocio y también había conocido los sinsabores de llamar puerta por puerta a las editoriales recibiendo continuas negativas ante una buena propuesta. Hasta que alguna pequeña editorial le había planteado una tirada mínima con la que colmar su ego: esa oruga que todos tenemos y que de vez en cuando escarba de dentro para fuera (esta frase es de mi amigo también).
    Durante la presentación del libro Carlos se había dedicado a ordenar los estantes del fondo de la librería. «Sí, me habré condenado», me había dicho, «pero no pienso colaborar más de lo necesario en esta pantomima». Para eso, claro, ya estaba yo. Me había encargado de colocar las sillas (la librería nunca había estado tan llena), hacer las presentaciones oportunas, e ir preparando los aperitivos para después: queso y algo de vino, que el «el poeta» en persona había encargado para la ocasión.
    Cuando hube terminado de colocar me quedé prendado, sujeto sintiéndome levitar, amarrado, a la cara de una chica sentada en primera fila. Temí que pudiera ser la novia de «el poeta», con esa celosía que se siente cuando tienes cerca la promesa de algo que temes que ya sea de otro, pero lo descarté al decir él mismo que era una lástima que su chica (su musa, dijo) no hubiera podido estar presente para vivir aquellos momentos junto a él. Descubrí poco después que era su hermana.
    Al terminar de presentar el libro, tras recitar mejor de lo que estaban escritos algunos versos, me acerqué a ella con una copa de vino e inmediatamente nos pusimos a charlar. Yo embelesado y ella encantada de embelesarme sin el menor esfuerzo. A mí no me gustaba el vino, así que desentonaba un poco a su lado con la botella de agua, pero supongo que era una buena representación de quién tenía el poder en el aquel momento. Quién estaba entre sus semejantes y quién merodeaba torpemente entre seres condescendientes con personas como yo.
     Resultó ser una chica dulce, agradable al trato y con una conversación más allá de convencionalismos. Atractiva, pero sin alardear, y sin pretender resultar inteligente pareciendo estúpida. Mucho más de lo que cabía esperarme en aquellas circunstancias y siendo familia de quien era.
    Todo iba bien, hasta que de repente todo comenzó a ir mal (suele ser así). Vi, por el rabillo del ojo, como alguien caía al suelo llevándose una mesa por delante. A la vez, otra persona a mi derecha se tocaba el estómago y se apoyaba contra la pared. Fruncí el ceño sin llegar a entender nada, hasta que noté la mano de la hermana de «el poeta» apoyada sobre mi pecho. Demasiado pronto, pensé. Y así era, la chica cayó delante de mí, suave, de la única forma en la que una chica como ella podía caer: permitiendo que la gravedad hiciera su trabajo, pero habiendo pactado previamente una caída indolora y sin daños para su rostro.
     Miré a mi alrededor y al noventa por ciento de los asistentes les ocurría lo mismo, las copas de vino se estrellaban contra el suelo y la gente comenzaba a desmoronase de las formas más extrañas, cada uno a su estilo. Ahí fue cuando caí en la cuenta: las copas de vino. Un conjunto de ideas y hechos encadenados me llevaron a esa conclusión: supongo que ahora será mi turno, pero me encuentro bien, otro al suelo, sigo en perfecto estado, se han roto un montón de copas de vino, yo no tengo una copa de vino ergo el vino tiene algo malo… Busqué con la mirada a Carlos con el tiempo justo para ver cómo se llevaba a su padre de allí y lo montaba en el coche. Su padre también parecía afectado por lo que luego resultó ser una intoxicación alimentaria (causada por un potente laxante). Cruzamos una mirada fugaz y allí quedé con el entuerto. Alguien debió llamar a urgencias porque las ambulancias no tardaron en llegar. Nadie supo qué pudo ocurrir exactamente, nadie menos yo, que al dirigirme a la bandeja que tenía todavía algunas copas de vino vi un ejemplar del libro de mi amigo: «Abriendo fuego». 



sábado, 2 de agosto de 2014

LA CLAVE ESTÁ EN EL PENE



     Lo mismo le daba en medio del mar que en mitad de un desierto; en una isla aún por descubrir que en medio del barrio más concurrido de una gran ciudad; a través de Internet o dando vueltas en la plaza del pueblo: buscaba a alguien con quien poder hablar. Necesitaba a alguien con quien entenderse, con quien sentirse multiplicado exponencialmente hasta tener la sensación de llegar a deshacerse en partículas. En su caso, partículas muy pequeñas o pocas partículas muy grandes: era enano.
    Acondroplasia, un metro con cuarenta y un centímetros de estatura: de los más altos entre las personas que padecían el mismo defecto genético. Y normalmente el más bajo en cualquier lugar. Enano, la palabra había crecido con él, pero de unos años a esa parte había desaparecido como desaparece una mujer desnuda entre cien mujeres desnudas. Más cerca de los cuarenta años que de los treinta y con más cuero cabelludo visible que pelo en su cabeza, había aprendido a ignorar las mofas de los indeseables o borrachos de turno con el mismo desprecio que las olas ignoran la orilla. Él ponía el límite en el que se detonaba su enfado y hacía muchos años que no se sentía realmente molesto.
     Y allí estaba, charlando con un grupo de amigos en el barrio con más ambiente de la ciudad. Cientos de personas, riadas de hombres y mujeres caminando por la calle, a su alrededor, junto a la terraza en la que estaban sentados durante esa agradable noche de verano. La conversación había variado de los previsibles lugares comunes o asuntos de trabajo de cada cual hasta anécdotas personales un tanto salidas de tono que el alcohol hacía surgir convenientemente cuando todos estaban ya un tanto ebrios. Todos menos él, que no bebía. A la mesa dos parejas y tres hombres adultos sin compromiso, o lo que la sociedad llamaba «solteros», con ese tono que variaba entre la piedad y la repugnancia al entender que «Algo raro le pasa» era la contestación a la pregunta «¿Por qué no tendrá novia?». En su caso particular: noventa y cinco por ciento de lo primero y cinco por ciento de lo segundo, aderezado con unos ojos tristes y unos labios ostensiblemente sacados hacia fuera cuando le preguntaban afirmando: «¿Soltero?». Lo que no sabían es que había mantenido varias relaciones duraderas y que dos de las tres habían terminado porque él así lo había querido. La tercera no terminaría nunca, siempre hay una que no termina; eso lo tenía asumido.
     Una de las parejas se disculpó arguyendo que debían madrugar al día siguiente. Una mentira que se hubiera creído si una de las veces que había ido al cuarto de baño no se hubiera fijado en las manos de ambos por debajo de la mesa: la de ella masajeando su miembro y la de él desparecida dentro de su falda. «Buenas noches», deseó sonriendo mientras los veía marchar agarrados por la cintura. 
     Así uno a uno se fueron retirando hasta que se quedó él solo, sobrio y con un zumo de piña aún por terminar. Se había guardado para sí un trozo de pastel de marihuana de elaboración propia con el THC necesario para que sus pensamientos fluyeran por cauces inexistentes en cualquier otro estado: como el agua encuentra caminos por los que siendo hielo nunca podría llegar a transitar.
     —¡Hola! —saludó animadamente una chica con un pene en la cabeza que se acababa de sentar a su lado.
     —Buenas noches —respondió sereno, mientras se metía un trocito de pastel en la boca esperando el discurrir de los acontecimientos.
    —Te he visto y he dicho… ¡Qué chico tan guapo! —dijo, claramente afectada por una ingesta de alcohol muy superior a la recomendable.
      —Muchas gracias, ¿de cena de empresa? —preguntó sonriendo y señalando el pene con lucecitas que la chica llevaba sobre la cabeza.
      —No, de despedida de… Ah… ¡Qué gracioso! —gritó en medio de una sonora carcajada.
     Vaya cuadro, dijo para sí mismo.
    En ese momento una amiga la llamó en la distancia y ella contestó que luego hablaban, que había encontrado a un amigo.
    —He dicho amigo —comenzó a confesarle en voz baja—, porque si saben que no te conozco no me hubieran dejado quedarme aquí contigo.
      —Por lo que a mí respecta ya somos amigos.
     Pasaron unos segundos en silencio, por lo que supuso que enseguida se marcharía. Miraba para todos los lados en un estado de embriaguez de manual. 
    Él decidió continuar con su pastel, poco a poco, calculando la edad de la chica: unos veinticinco años. 
     —¿Qué comes? —preguntó alargando mucho la ese final.
     —Pastel de marihuana.
     —¡Qué rico! Dame un poco —pidió poniendo ojos de gata triste.
     —Creo que ya llevas suficiente droga en el cuerpo.
     —No me he metido nada. 
     —Ya. Quieres que te cuente una cosa…
     —¡Sí por favor! —interrumpió, gritando de nuevo.
     —Toda esta gente que está a nuestro alrededor, solo vive aquí, en este mundo.
     —No te entiendo.
     —Solo saben estar entre estas cuatro paredes —quiso hacer énfasis en la frase y señaló a su alrededor—. Están encerrados en la realidad que pueden tocar. Se han acostumbrado tanto a la seguridad que les proporciona no sentir, si es que alguna vez llegaron a sentir algo, que incluso preferirían caminar sobre granito que sobre arena. Si pudieran pintarían el aire para saber a ciencia cierta que está ahí para ellos, incluso apuntalarían el cielo para asegurarse de que no se les caerá encima. 
     —Qué bien hablas…
   Guardó el pastel dispuesto a marcharse a casa, su audiencia esa noche no era todo lo ágil que él hubiera deseado.
     —Te diré otro secreto —dejó un espacio de tiempo para que lo que iba a decir a continuación surtiera más efecto—. Soy enano.
     La chica abrió mucho los ojos, sorprendida. Se levantó torpemente y retiró la mesa.
     —Ya te veía yo algo raro…
    Él sonrió seguro de que la despedida llegaría de un momento a otro. Sin embargo la chica se sentó sobre él y comenzó a besarle apasionadamente. Sentía su lengua ansiosa dentro de la boca y como con manos torpes intentaba desnudarle. Empezó a tener una fuerte erección. 
     —¿Vamos a casa? —preguntó aprovechando el momento.
   —Qué pasada —dijo ella justo antes de abrir los ojos mucho e inflar los carrillos con el vómito que instantes después le entraría a él por la boca manchando por completo su cara, pelo y camisa. El resto quedó en sus pantalones. 
    En un intento desesperado hizo lo que pudo para quitársela de encima pero no fue capaz, con lo que no solo cayó sobre él el resultado de la primera arcada sino que también el contenido de la segunda. Con todas sus fuerzas la tiró al suelo y comenzó a vomitar. En un acceso incontrolable de ira se dio la vuelta y una de sus arcadas la vertió sobre la chica, adrede, aunque solo acertó a salpicarle los tobillos. 
    Cuando todo hubo pasado y la chica se había alejado tambaleándose, algunos borrachos pasaron junto a él riéndose desproporcionadamente, mientras jaleaban: «¡Un enano vomitado, un enano vomitado!». El resto de las mesas se habían apartado ante el grotesco espectáculo y los camareros del bar salían apresurados con bayetas y fregonas. Esa noche, mientras regresaba a su casa, pegajoso y maloliente, aprendió una valiosa lección: buscar una mujer que nunca haya llevado un pene en la cabeza.



martes, 22 de julio de 2014

LOS DUEÑOS DE LA CASA



     —¡Chema! ¿Estás aquí? —preguntó el empleado de la sucursal bancaria  mientras entraba por la puerta.
     Le molestaba perder el tiempo en buscar a un chico que lo más probable era que se hubiera perdido, o se hubiera ido para casa, o cualquier otro compañero le hubiera mandado a un recado del que él no se hubiera enterado. «Putos becarios», pensó. 
    Dio una vuelta por la casa después de subir las persianas. Todas las habitaciones desprendían un fuerte olor, no sabía identificar a qué exactamente. Echó un vistazo para ver si había algún rastro del chico al que ya había llamado un par de veces al móvil sin obtener respuesta. Encontró manchas en el suelo, parcialmente tapadas con alfombras, y lo que parecían restos de heces por la pared del salón. Si el banco quería vender la casa debería invertir en remodelarla, pintarla, y sobre todo en eliminar ese horrible olor. Al entrar había visto a un canario muerto, pero no podía ser solo eso lo que entraba con tanta fuerza por sus fosas nasales, ni tan poco las cuatro plantas podridas. Pensó en que sería mejor llamar al banco e informarles de que no encontraba al chico y de que había que hacer algo con esa casa inmediatamente.
     Cuando sacó el teléfono móvil para hacer la llamada le sorprendió el timbre de la puerta. «Aquí está», pensó. Abrió dispuesto a echarle una buena bronca, pero delante de él aparecieron cuatro ancianos con sus ropas manchadas de lo que parecía ser sangre.
     —¿Están ustedes bien? —preguntó extrañado.
   Los cuatro parecían estar en perfecto estado, o así querían atestiguarlo mediante unas enormes sonrisas de oreja a oreja.
   —Buenos días joven —saludó el anciano que sujetaba una boina en la mano derecha—. ¿Sería una grosería preguntarle quién es y qué hace aquí?



     Las plantas se habían secado y el canario yacía muerto en la jaula. El polvo, invisible diseminado, se había hecho presente en las cubiertas de los libros, en los espejos, en la televisión, y sobre todo en las lámparas. La casa olía a cerrado más de lo que se hubiera imaginado que pudiera llegar a oler.
     Cuando terminó de subir la última persiana, sintió como si la luz que atravesaba las ventanas hiriera el interior de la casa, dañándola tan solo por penetrar en cada una de las estancias. Como si él estuviera insultándola por  dejar paso a la claridad. El polvo que quedaba suspendido en el aire, a la vista de cualquiera, pareciera una forma de protesta: un grito silencioso imposible de ignorar.
   El banco para el que trabajaba era ahora propietario de la vivienda. No había recibido apenas información sobre lo que había ocurrido, siendo como era, becario, y por tanto el último en enterarse de cualquier acontecimiento. «Coge estas llaves y hecha un vistazo a esta casa, anda», le había dicho un compañero mientras salía a tomarse un café, dejándole la dirección apuntada en una hoja de papel.
   ¿Qué querían que hiciera?, pensaba mientras paseaba de una estancia a otra. Además de plantas muertas y el canario igualmente muerto, había poco que destacar. La decoración parecía anticuada, de otra época. Las personas que la habitaron antes de abandonarla debían haber sido muy mayores. Dos habitaciones, una con una cama individual y la otra con una cama de matrimonio, considerablemente más grande. Un cuarto de baño pequeño y una cocina de tamaño medio. El salón quedaba al fondo, frente a la puerta de entrada, después de dar siete u ocho pasos por el estrecho pasillo. Era un  piso como otro cualquiera, sin nada a destacar.
     Olía a cerrado y también un poco a pis. Y a abandono. Los armarios del salón, donde se encontraba, estaban repletos de fotografías. En ellas dos ancianos posaban con más personas, familiares presumiblemente. «A mi madre le encantaría este piso», pensó. «Y a mi novia. Todo sería pintar la habitación pequeña de otro color dependiendo de si es niño o niña, cuando lo sepamos. Está en una buena zona y seguro que ahora está regalado». 
     Un ruido hizo que la nube de pensamientos se desvaneciera. No conseguía identificarlo, durante los primeros segundos se sintió realmente incómodo. Después sonó con más insistencia y se dio cuenta, al reconocer que el sonido llegaba del fondo del pasillo, que alguien estaba llamando al timbre de la puerta. Tal vez su compañero, para echar un vistazo al piso. Abrió sin pensárselo dos veces: cuatro ancianos con cuatro sonrisas desdentadas aparecieron delante de sus ojos. Uno de ellos llevaba una boina en la mano, ninguno decía nada y todos mantenían la sonrisa congelada. Dos hombres y dos mujeres que le observaban desde unos cuantos centímetros más abajo, encogidos por el inevitable paso de los años. Le dio tiempo a percatarse de que desprendían un fuerte olor y que las ropas que llevaban estaban manchadas, hubiera jurado que de varias sustancias distintas.
   —Buenos días joven —saludó el anciano de la boina, un tanto nervioso—. ¿Sería una grosería preguntarle quién es y qué hace aquí?
     Los otros tres ni se habían inmutado, le observaban con las mismas sonrisas y los ojos cada vez más abiertos, mientras el que había hablado, el que estaba situado más cerca de la puerta, recuperó la sonrisa conforme terminó de hacer la pregunta.
     —Me manda el banco para echar un vistazo, ¿quiénes son ustedes?
     El anciano se volvió para mirar a los otros tres y de repente las sonrisas desaparecieron, cogió impulso lentamente con su brazo derecho y le golpeó con la boina. A punto estuvo el becario de echarse a reír, pero pronto se dio cuenta de que su vista se nublaba.Palpó su frente y se miró la mano, para comprobar que una gota de sangre comenzaba a caer por su entrecejo. Volvió a mirar al anciano que ya estaba cogiendo impulso de nuevo, con el tiempo justo para comprobar que la boina había desaparecido y que lo que se acercaba a su cara para dejarle inconsciente era una piedra.
    Cuando despertó recordó rápidamente lo que había ocurrido, le ayudó mucho ver a los cuatro ancianos frente a él, con las mismas sonrisas en sus bocas sin apenas dientes. Se dio cuenta que tenía las manos atadas a la espalda, a lo que adivinó era parte de una farola o algo similar. Estaba sentado en un taburete apoyada la cabeza contra la pared, sus pies estaban fuertemente atados a las patas del taburete. Dedujo que debía llevar tiempo así, pues un charco de sangre se había formado junto a sus pies. La miró asustado.
     —Sí, es toda tuya —dijo el único anciano que había hablado hasta ese momento—. Pero tranquilo, no morirás a causa de esa herida.
     —¿Qué quieren? ¿Quiénes son? —preguntó todavía conmocionado, le dolía la cabeza y sentía la boca pastosa, seca; le costaba hablar.
     Los ancianos se miraron. 
     —Has tenido mala suerte. Te ha llamado al móvil un compañero del banco y te ha dejado un mensaje. Solo eres un becario, culpable como los demás, pero en menor medida.
     —¿De qué están hablando? 
     —¿No puedes adivinar qué hacemos aquí? ¿Por qué estamos haciendo esto?
     —Vivían en esta casa…, el banco les echó —aventuró.
     —Muy bien, muy bien… Haberlo adivinado tan rápido te hace un poquito más culpable. 
     —¿Qué van a hacer conmigo?
    Los ancianos volvieron a mirarse, no parecían tener dudas acerca del siguiente paso. Como única contestación a su pregunta el anciano sacó una cuchara.
     —¿Para qué es eso? ¿Qué pretenden?
    —Una cuchara es el mejor instrumento de tortura, la dejaremos aquí para que la veas bien. Imagina qué de usos puede llegar a tener…
    Dejaron la cuchara apoyada en sus piernas y volvieron a sonreír de nuevo. Entró en colapso, su corazón latía con una fuerza desmedida, comenzó a orinarse encima.
     —¿Quiere un pañal? —preguntó una de las mujeres, la que parecía más mayor. 
     —¡Voy a ser padre! ¡Me voy a casar! ¡No pueden hacerme esto! ¡No soy culpable!
    —¿Padre? —preguntó el otro anciano—. Nosotros somos abuelos. Y las dos parejas estamos muy cerca de las bodas de oro. 
    Se quedó atónito cuando vio como el anciano que le había enseñado la cuchara la cogía de entre sus piernas y la calentaba con un mechero.
    —Ah —añadió mientras la estaba calentando—. Todos somos culpables.


martes, 1 de julio de 2014

CENIZA


     Mira la hoguera como si la estuviera haciendo arder. En sus ojos, muy abiertos, parece grabado el reflejo del fuego, encendido gracias al sacrificio de unos cuantos muebles viejos. Sus manos entrelazadas alrededor de las rodillas dobladas y la barbilla apoyada en ellas, pueden hacer creer a cualquier observador despistado que se encuentra en una actitud relajada. Sin embargo, al detenerte un poco más, si prestas la suficiente atención a su rictus, puedes deducir fácilmente que se halla concentrada, ensimismada adrede en la pira improvisada.
     No es la noche de San Juan, pero eso el fuego ni lo sabe, ni lo respeta; ajeno a cualquier ceremonia que no sea destruir lo que toca. Yo soy como el fuego, lo fui en nuestra relación. Quemé hasta el último puente que tendiste y ya no puedo regresar a ningún lugar que no seas tú. 
      Por eso te sigo, o te persigo; ya no me excuso. Por ese motivo llamo a tu casa y cuelgo, pese a que tu madre, con la que volviste después de nuestro último desencuentro, sabe perfectamente quién soy y me insulta antes de que me dé tiempo a colgar el teléfono. Pegué a ese novio tuyo por la misma razón, aunque todavía hoy nadie sepa por qué un encapuchado le partió las piernas. Yo sé que tú sospechas porque la policía me hizo algunas preguntas, pero esa noche estaba trabajando, lejos del lugar donde a tu novio le golpearon pensando en hacerte daño solo a ti. Como confirmó mi compañero, también vigilante de seguridad, al que podría engañar un niño y desvalijar lo que quiera que esté vigilando: me encontraba de guardia con él, y no, no me perdió de vista en toda la noche. Tampoco quiso confesar que se había quedado dormido por obra y gracia del somnífero que metí en su botella de agua. 
    Estoy frente a ti, pero no me has visto aún. Delante de mí hay dos personas de pie, te observo sentado, mirando entre las piernas de una de ellas. Creo que intuyes que he sido yo quien ha quemado los muebles que ahora arden entre nosotros, estropeando el rastrillo que teníais preparado desde la asociación del barrio. Debía hacerte salir de tu guarida y ahora estás a la intemperie esperando el cuchillo que atravesará tu frágil garganta.
     Te voy a matar porque no quiero hacerte sufrir. Odio el impulso que me lleva a tu casa de noche, aborrezco el ansia de volver a correrme dentro de ti mientras te agarro el cuello con las dos manos, cada vez más fuerte. Después de poner fin a tu vida me suicidaré, no sin antes detenerme a observar tu cuerpo inerte, y tal vez reposar a tu lado unos minutos, abrazados, como antes. Como nos iremos al más allá. Lo haré en tu misma calle, en tu portal. Justo cuando creas sentirte a salvo, dejaré que te cerciores de que soy yo el que decide si vives o mueres, para que tus ojos asustados averigüen quién acaba con tu vida infringiéndote el último dolor que podrás llegar a sentir.



     Adiós al rastrillo solidario. Mañana solo quedarán cenizas. Rabia es la palabra que crepita en el fuego. 
     Todo comenzó como una distracción después de una muy mala etapa. Pero cada vez fui encontrando más apoyo en esta asociación de barrio que hace unos meses ni tan siquiera sabía que existía. Este era mi primer proyecto: primero la idea, después el proceso de plasmarlo en papel, presupuestarlo, llevarlo al Ayuntamiento, rellenar la solicitud con los permisos, darle difusión, notas de prensa a los medios de comunicación… Todo el trabajo se quema delante de mí. 
     Los compañeros me han dado su pésame y me han dicho que habrá más oportunidades. Las habrá, supongo. «El poli», mi primo, me ha dicho que lo investigarán. «El poli» no es policía ni es mi primo, es un quinqui del barrio que trapichea con todo lo que se puede vender y comprar, pero somos amigos de la infancia y me aprecia. 
      La hoguera se vacía y no quiero ser la última en retirarme. Hace calor pese a que ya está avanzado el atardecer. Me he despido de los vecinos con una mueca y me doy cuenta que no soy capaz de levantar la mirada del suelo mientras camino hacia mi portal a paso lento. Mis padres me esperan en casa para darme un abrazo de consuelo. Otro más.
     No creo que lleguen a dármelo, al menos hoy no. Noto el acero de la culata entre el pantalón y mi cadera. No sabe que lo he visto y tampoco que sé lo que se propone. Quiero que me vea empuñando el arma, que sepa que la bala llegará a su estómago antes de que sea capaz de acuchillarme. Cuando caiga al suelo dejaré que se desangre despacio mientras se muere sabiendo que soy yo la que permanezco en pie después de todo.


sábado, 14 de junio de 2014

EL OTRO CAMINO



     Se quitó el cinturón, bajó, cerró la puerta y decidió que no quería volverse para observar como el coche se alejaba. Antes de abrir el portal de su casa escuchó el ruido del motor apagándose en la distancia, y ahí fue cuando se arrepintió y quiso darse la vuelta para hacer un último gesto, para verla mientras la sentía cerca por última vez. Pero no lo hizo, porque sabía que el coche ya no estaba a su espalda, y aquel momento habría pasado para siempre si giraba sobre sí mismo para encontrarse con el vacío de la avenida a esas horas de la noche. 
Permaneció mirando los barrotes de la puerta, no quería mover un músculo para no dejar pasar el momento: si no avanzaba no podría dejarlo atrás; si no se daba la vuelta sería como si el coche aún estuviera allí. 

Ese fue el instante en el que la vida decidió abrir dos caminos ante sus ojos. Con una claridad meridiana, se vio metiendo las llaves y abriendo la puerta, repitiendo el gesto unos instantes después para entrar en su piso del primero ce. Se vio lavándose la cara y desvistiéndose en el salón para no despertar a su mujer, de la que se había separado emocionalmente hacía más tiempo del que él mismo era capaz de reconocerse. Y es que Julia había triunfado donde él solo había obtenido frustraciones: los guiones que ella escribía gozaban de mucho prestigio entre el gremio, mientras que los suyos apenas habían dado para un par de colaboraciones en dos series de televisión menores y gracias siempre a la mediación de su mujer. No únicamente por este motivo la relación ya no funcionaba, fue consciente, menos veces de las que intuía que había ocurrido, de que Julia le había sido infiel con un par de compañeros de trabajo y con algún actor. Por qué ella no le había dejado le resultó un misterio, hasta que unos meses atrás, en la cama, Julia le abrazó como si les uniera cualquier afinidad distinta a la del matrimonio y le susurró al oído que le tenía mucho cariño. No pudo evitar sentirse como una moscota, un perro fiel que esperaba la caricia de su ama moviendo el rabo. Esa noche dos lágrimas resbalaron por su mejilla minutos antes de quedarse dormido.
Si había entrado en el portal la noche anterior, a la mañana siguiente continuaría con su rutina de entre semana: levantarse tarde, desayunar, ojear los periódicos por Internet y dedicar un par de horas a su trabajo, si es que tenía algún quehacer. Cerca de las dos llamaría a Julia para preguntarle si volvería a casa para comer, casi siempre espera un «no», con lo que se prepararía para sí mismo algún plato que no le llevara excesivo trabajo. Por la tarde leería un poco, se sumergeria un par de horas en la novela que estaba escribiendo y después se dedicaría a hacer varios recados. Fue haciendo uno de esos recados donde conoció a la mujer que le había dejado la noche anterior en el portal: unos meses atrás había decidido que era hora de tirar la vieja cafetera y comprar una nueva, la casualidad quiso que se encontrase con ella y que además pretendieran comprar el mismo producto. Para más inri solo quedaba ésa en la tienda. Una cosa llevó a la otra y quedaron en su casa para tomar un café y probar la cafetera que finalmente le había cedido haciéndose pasar por un caballero, como le dijo en algún momento de la conversación para arrancarle una sonrisa. Ahí comenzó una relación que venía durando cerca de medio año, hasta que ella le dio un ultimátum para que dejara a su mujer y él no supo que contestar pese a que se escuchó decir en voz alta que no lo haría. Minutos después de esta conversación se encontraría de pie, junto a su portal, sin saber qué camino tomar.
Si en vez entrar en el portal se hubiera dado la vuelta, habría comprobado que el coche ya no estaba y que efectivamente se encontraba solo en la larga avenida. Se habría sentado en un banco con el teléfono en la mano, donde habría escrito varias veces un mensaje para borrarlo a continuación. Dando muestras de flaqueza, de una cobardía que lo había invadido no sabía en qué momento, pero que era impensable diez años atrás, antes de llegar a los treinta, cuando el miedo era una palabra sobre la que se podía saltar y la cobardía un delito contra uno mismo. Cuando no podía imaginar una situación ante la que no sentirse valiente y capaz.
No se la merecía, en eso pensaba compulsivamente sin ser capaz de razonar más allá, perdonándose a sí mismo a la vez que se ponía la disculpa que horas después, cansado de estar sentado en aquel banco, le haría subir a casa y acostarse con su mujer, que le haría levantarse al día siguiente para comer solo, escribir su novela y dedicarse a hacer varios recados.


Continuaba parado frente al portal, hasta que la última imagen del segundo camino que podía tomar su vida dejó de crepitar en su cerebro. Miró al suelo y decidido giró sobre sí mismo, como quien elige el suicidio por ser la opción más valiente pese a saberse muerto de cualquier forma. El coche no estaba parado frente al portal y el silencio de la noche inundaba la calle desierta. Pero se resistió a moverse, como si unos segundos más peleando en una quimera pudieran cambiarlo todo. Escuchó entonces como la puerta de un coche se cerraba a unos metros a su derecha, y como ella aparecía, con lágrimas en los ojos, esperando ya el beso que anunciaban los pasos apresurados que estaba dando para encontrarse de nuevo entre sus brazos.



martes, 27 de mayo de 2014

LA MUJER DEL RESTO DE MI VIDA

     


     El sonido producía dolor en los oídos, no solo por su volumen también por la propia música en sí. No sé cómo se llama ese tipo de música y sospecho que tampoco lo sabe el que la pone, o la pincha, como dicen ahora. Las luces cambiaban de color, se movían, se apagaban pasaban junto a mis ojos y me cegaban. No veía NADA. Llegué a pensar que estaba al borde de un ataque epiléptico, incluso que tal vez era eso lo que pretendieran, quizá fuera una moda pasajera. La gente diría al día siguiente: ¡me dio el ataque tío, fue increíble! 
Todos los allí aglutinados, porque estábamos tan juntos que podría haber dejado a alguna chica embarazada, tenían al menos la mitad de años que yo. O incluso menos de la mitad. Podría haber tenido NIETOS en ese lugar. Nietos epilépticos. Y sordos. 
     Tal vez la situación ya resultaba desagradable, no hacían falta más alicientes. Pero los había, vaya que si los había: mantenía una erección interminable, como si sufriera de priapismo. A aquellas alturas comenzaba a dolerme, pero las setas que había comido habían provocado el efecto balsámico de hacer que mantuviera conversaciones con mi pene. Todo hombre debería tener la oportunidad de hablar aunque solo fuera una vez en la vida con su pene. Tampoco se podía decir que mantuviéramos una conversación, lo que en realidad ocurría era que lo escuchaba de fondo y tan solo le contestaba cuando estaba harto de su perorata. Lo único malo de hablar con tu pene es darte cuenta de que no es muy inteligente.
     Caminaba con mucho cuidado, nada más entrar había pedido en la barra un botellín de cerveza, por si alguien notaba un bulto que al menos pensara que le había dado con aquello, y no con AQUELLO OTRO. Jamás pensé que llegaría a vivir nada parecido, todo empezó con la despedida de soltero de un chico del pueblo a la que yo no estaba ni tan siquiera invitado. Aparecí por el bar como aparecía todas las noches, después de asearme un poco tras horas trabajando en el majuelo. Enseguida me animaron, me invitaron y quisieron que fuera con ellos a la ciudad, entendían que para celebrarlo bien había que salir del pueblo. No sé en que momento me echaron la Viagra y las setas en la comida, pero llegando a la ciudad a uno de ellos se le escapó y todos salieron corriendo dejándome allí solo. Gritaron que nos veríamos a última hora en el…, no sabría repetir el nombre del bar y nadie me supo indicar. Lo más parecido, me dijo un chaval, es el que está a la vuelta de la esquina. 
     Recuerdo que entré pensando en sentarme y dejar pasar la noche, pero aquel sitio no daba lugar a ello. Supuse que si la gente se sentaba se dormirían y se irían para casa; supuse que si la gente se escuchaba se hartarían de oír tonterías y se irían para casa; supuse que si la gente no era hipnotizada por todas esas luces se darían cuenta de donde están y se marcharían para casa. Y eso era malo para el negocio.
     —Supongo, supongo, supongo… —repetía mi pene desde allí abajo. 
     En ocasiones lo hacía: escogía una palabra que le hiciera gracia y no paraba de repetirla.
     —Calla de una puta vez.
    —¿Qué? —me preguntó una mujer algo más joven que yo a la que no había prestado la más mínima atención, entre otros motivos porque era incapaz de fijar la vista en algún lugar concreto.
     —Depende…, ¿qué has escuchado?
     —¡No te he entendido!
     —¿Ahora o antes?
     —¡Antes!
     Sonreí aliviado.
     —¡Que me estoy mareando con estas putas luces!
     —¡Yo también! ¡Agobian bastante! ¿Salimos fuera?
     —¡Claro! 
     Procuré distanciarme mientras salíamos, cuando llegué fuera me esperaba en la puerta encendiendo un cigarro. Yo coloqué la chaqueta de la mejor manera que pude para que no notase el bulto.
     —¡A por ella! ¡A por ella! ¡A por ella! —gritaba mi pene.
     Le di un pequeño golpe, pero me dolió a mí más que a él. 
     —¿Cómo has venido a parar a este bar?
     —Vengo mucho, soy cliente VIP.
     Sonrió. Tuve la sensación de haber encontrado un camino a alguna parte.
     —¿Y tú?
     —Una despedida de soltera de una sobrina.
     —¿No me digas?
     Ahora sonreímos los dos. 
    Era una mujer mayor, superaba los cuarenta. Me gustó enseguida porque su forma de vestir no reflejaba la necesidad de acostarse con alguien esa misma noche. Era morena con media melena. Ojos bonitos. Pesaría lo mismo que yo, pero lo disimulaba bien con unos pantalones de lino negros que le quedaban bastante holgados. Medía unos centímetros menos que yo. Habría que explicar que yo no estoy gordo y no llego al metro ochenta por nueve centímetros. Al metro noventa no llego por diecinueve centímetros y así sucesivamente. 
     —¿Nos sentamos en aquel banco y me cuentas a qué has venido esta noche a la ciudad?
     —¿Eso lo dices porque has visto mi antena de extraterrestre?
     —Perdona. Pero no he visto a nadie vestido como tú en toda la noche.
   —Sí, mis superiores solo me pasaron fotografías de hace más de veinte años antes de salir «Puebblut62».
     Volvió a reírse, y me pareció cierto todo lo que pensaba cuando era joven sobre el amor.
     Nos sentamos en el banco mientras ella mandaba un mensaje a su sobrina para que se lo pasara bien. «Estoy cansada», me informó que le escribía. «No puedo seguir vuestro ritmo. Pasarlo muy bien».
     —¿Y bien? ¿Qué haces aquí a estas horas?
   —Pues aunque te pueda parecer mentira: también estoy de despedida. Pero a mí me han dejado colgado. Si no te hubiera encontrado no hubiera tardado mucho en buscar un taxi e irme para casa, supongo…
     —¿Supones?
     —Se me acaba de ocurrir la idea. Será por la setas.
     —¿Setas?
     —Sí, lo chicos con los que he venido me la han jugado.
     —Vaya…, ¿qué se siente?
     —Hablo con mi pene.
     Primero me miró seria, entre sorprendida y asustada. 
     —En serio —dije temiendo que pensara que era un pervertido—. ¿Crees que me inventaría algo así?
     Y soltó una carcajada que llamó la atención de un grupo de chavales que estaban a unos cien metros de nosotros. Al darse cuenta se llevó las dos manos a la cara para taparse boca y nariz mientras seguía riéndose. Recordé que me volvían loco las mujeres que hacían ese gesto.
     —¿Qué te dice? —preguntó cuando terminó de reír.
     —No pienso decírtelo.
     Volvió a reírse de nuevo. Le lloraban los ojos, se los secó con un dedo y el rimel se le corrió un poco. 
     —Menudo panorama…, ¿y no piensas aprovechar la empalmada que llevas?
     Ahí me corté. Soy de natural tímido y he sido educado en la decencia. No supe responder.
     —Perdona, no quería hacerte sentir incómodo.
    A continuación me lanzó una de esas miradas entre el «me gustas pero no me fío» y el «no quiero dormir sola y sé que tú tampoco».Cuando pareció decidirse y mientras yo le murmuraba a mi pene que se callase, pues estaba en plena arenga,  se levantó, cogió mi mano y me indicó el camino hasta su casa.
   No hablamos demasiado por el camino, yo estaba realmente sofocado y no tardamos mucho en quitarnos la ropa una vez nos sentamos en el sofá; pero cuando intenté introducirme en ella mi pene había fallecido y me resultaba imposible volver a henchirlo de sangre.
     Fue de esta forma como conocí a la mujer del resto de mi vida. Aquella noche dormimos juntos y a la mañana siguiente nos levantamos tarde y nos desayunamos el uno al otro: yo felizmente recuperado, ella felizmente satisfecha, y mi pene felizmente vivo y mudo.

lunes, 19 de mayo de 2014

MANADA DE HAIKUS V


Supuran vísceras
las palabras heridas
en tu garganta.



Llega el pasado,
ha traído presente:
faltas, futuro.



Cambio de tercio:
no existen Dios ni heridas,
solo hay camino.


Caduca el mundo:
toda la luz que nace
encuentra párpados.


Pido perdón
si la herida venció
a la caricia.


Perder el tren,
ese salto no dado:
yermo pasado.



El sol inmóvil,
mi corazón en sístole:
no pasas, tiempo.


Enciende hogueras,
quememos el pasado:
todo será humo.


Sumas y restas,
vienes pero te vas.
Y yo al revés.


Los días limpios:
bucear en el tiempo,
vivir rincones.


Vientos del norte
farfullan al oído
tus palabras.



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