lunes, 26 de marzo de 2012

PROBLEMA RESUELTO

Y ahora, Watson, vamos a poner a prueba nuestra suerte, como ya hemos hecho en ocasiones anteriores.

ARTHUR CONAN DOYLE, El último saludo de Sherlock Holmes.


Terminó de rezar, se santiguó y salió de la iglesia secándose el sudor de la frente. Estaba siendo un verano horriblemente caluroso y a Rafael le sobraban demasiados kilos. Se puso las gafas de sol y comenzó a caminar, eso le ayudaba a pensar. Tenía entre manos un caso que le traía de cabeza y que estaba tardando demasiado en resolver. Ejercía como detective asesor de la policía y su fama le precedía allá donde fuera. Había ayudado a resolver casos complicados, a falta de medios suficientes por parte de la policía y muchas veces también por falta de interés, se recurría a él para que hiciera averiguaciones que en la mayoría de los casos llevaban a desentrañar el misterio. Y es que era un tipo listo y le gustaba lo que hacía. Se ganaba la vida de forma honrada y así esperaba seguir haciéndolo mientras conservara su “don”.
Del caso que tenía entre manos se había hecho eco la prensa, sobre todo a nivel local, aunque también algún medio nacional se había interesado por el asunto. De alguna forma alguien había comenzado a envenenar a clientes en los bares de un barrio bastante opulento de la ciudad. Al principio muchas personas se habían intoxicado y habían terminado en el hospital. Las primeras investigaciones parecían indicar que se trataba de accidentes, algún producto en mal estado de un distribuidor común era la opción que más se barajaba. Pero a medida que los días pasaban y más personas terminaban en  urgencias, la policía desechó esa posibilidad. Todo se complicó cuando dos de ellas murieron por estos envenenamientos, concretamente por cianuro ingerido en alguno de los alimentos o bebidas de uno de los bares de ese barrio. Entonces sí la policía volcó todo su arsenal en el caso, incluidos algunos detectives externos a los que se recurría cuando había que encontrar rápido al delincuente. Y esto ocurría sobre todo cuando la prensa acuciaba a ello.
Los envenenamientos habían tenido lugar en siete bares diferentes, todos del mismo barrio. Las persona envenenadas no habían tomado lo mismo y no había coincidencia entre los clientes que acudían a los bares, ninguno de ellos había sido visto en más de un bar a lo largo del día en el que tuvieron lugar los hechos. Tampoco había coincidencia en los distribuidores, ya que el veneno había aparecido en distintos productos: azúcar, tortilla, agua embotellada, cerveza, té… Tampoco los camareros eran los mismos, ni guardaban relación aparente entre ellos, más allá de conocerse de vista por el hecho de trabajar cerca.
El caso estaba sacando de quicio a los residentes del barrio. Más de uno había decidido irse de vacaciones hasta que todo se aclarase. Casi nadie acudía a los bares y quien lo hacía tomaba mil y una precauciones, desconfiando incluso de sus propios vecinos y amigos. Algunos bares habían sido cerrados por la policía y otros permanecían estrechamente vigilados. No en vano el barrio era un barrio rico, donde vivía gente influyente: algún cuñado de concejal, hermano del subdirector de alguna entidad bancaria o  incluso un primo del alcalde.
Los primeros síntomas de estos envenenamientos por cianuro eran mareos y respiración rápida, después llegaban los vómitos, a continuación las convulsiones, la pérdida de conciencia y por último el fallo respiratorio que conducía a la muerte. Hasta el momento no había ningún sospechoso, nadie sabía nada, nadie había visto nada fuera de lo normal. Todo el proceso por el que los productos llegaban a los establecimientos era el de siempre, no había ningún empleado nuevo, nada había cambiado. Lo único que se sabía tras cientos de interrogatorios y pesquisas era que el veneno aparecía en los productos, ya fueran bebidas o alimentos, siempre que estos no fueran elaborados en el propio bar. Eso era lo único que se sabía a ciencia cierta.
Rafael confiaba en su “don”. Sabía que en algún momento el chispazo de la inspiración saltaría en su cerebro si conseguía reunir toda la información y propiciar las condiciones adecuadas para pensar. Había comenzado por rezar, más por superstición que por verdadera fe en Dios. La iglesia era un lugar fresco, que activaba su mente abstrayéndose de cualquier otra distracción. Rezaba y pensaba en el caso. Reunía pistas, matices. Sabedor de que la mayoría de los crímenes se resolvían observando el conjunto, dando perspectiva al caso, alejándose de él.
Por el momento aquello no había dado resultado y se disponía a subir el segundo escalón: la bebida. Éste casi nunca solía fallar. Mientras bebía, recostado en su viejo sofá, anotaba toda clase de ideas absurdas acerca de los casos que tenía entre manos. En muchas ocasiones una de esas ideas se había convertido en la sombra del hilo suelto de una madeja que nadie encontraba.
Rafael estaba en su sillón, borracho ya, apuntando ideas en una hoja de papel de periódico. Las apuntaba para acordarse una vez que la borrachera hubiera pasado. El alcohol le hacía bien, se desinhibía, le relajaba, despejaba su mente. Se encontraba ya en la última fase, cuando comenzaba a adormecerse en un mar de alcohol espeso, confortable. Allí no había nada que hacer, tan sólo dejarse llevar.
Cuando despertó ojeó ávido la hoja con sus apuntes. Sólo dos ideas parecían lo bastante coherentes para poder salvarlas de la quema: “¿Quién se beneficia?” y “¿Por qué en ese barrio? ¡Repercusión! ¡Más dinero! ¡Más seguridad!”. En la primera ya había pensado y nadie parecía beneficiarse. La segunda era muy inexacta y a la vez evidente como para reflexionar sobre ella sin caer en conclusiones repetidas.
Salió de casa despacio, sin ducharse, sin afeitarse. Como una lagartija gorda que ha pasado una mala noche buscando entre sueños un lugar tranquilo sin encontrarlo. Y es que el caso seguía sin resolverse y había pasado demasiado tiempo. Fue a una tienda de licores y compró ron, lo metió en la bolsa de papel que le dieron y se dirigió a la iglesia más cercana. Entró, no estaba sólo, dos ancianas rezaban el rosario en primera fila, en los bancos paralelos en los que Rafael, con extremada lentitud, se estaba sentando. Sacó la botella de ron y echó un trago largo, si cada cosa por separado no daba resultado probaría con ambas a la vez. Su vida iba en ello, su prestigio, su pan. Las mujeres al ver la actitud de Rafael desaparecieron rápidamente, asustadas. Rafael comenzó a rezar en susurros mientras se balanceaba en su asiento y en su fuero interno comenzaba, de nuevo,  a plantearse el caso. Una de las mujeres susurró algo ininteligible para un Rafael que ya tenía los ojos cerrados, dispuesto a entrar en su “trance”. Escuchó como algo caía al suelo, no importaba. Tan sólo merecía la pena pensar en la solución. La solución lo era todo, hasta que llegase el próximo problema y fuera la próxima solución la única importante.
Siguió bebiendo y balanceándose. De vez en cuando rezaba y también juraba. Pero nada definitivo acudía a su mente. Decidió dejarlo y pasar por comisaría, allí podría preguntar por nuevas pistas o entablar conversación con algún subalterno, para ayudarse a pensar. Abrió los ojos y a sus pies vio un periódico abierto en una página hacia la mitad, un titular en grande: “Nuevos convenios con empresas de seguridad”. Aquí está, pensó. Inmediatamente releyó la noticia, apuntó mentalmente el nombre de la empresa y se fue a su despacho, una habitación de su casa, para revisar los papeles de la investigación. Algo había. Había encontrado la cola del gato detrás del sillón.
Cuando llegó a casa manoseó todo el material sobre el caso. Pasó páginas y descartó folios, hasta que dio con lo que buscaba. Claro que sí. El dueño del primer bar en el que se había producido el primer envenenamiento era cofinanciador de la empresa de seguridad, junto con el exdueño de una de las empresas de distribución de bebidas, en las que se había encontrado cianuro. No había un gato detrás del sillón, era todo un lince y no tenía escapatoria.



Rafael había cambiado de despacho, ahora ya no lo tenía en su casa. Había alquilado un pequeño estudio en un bloque nuevo de edificios, muy céntrico y accesible. Y es que hacía más de tres meses que su fama no paraba de ascender, al ser conocido como el detective asesor que había resuelto el caso, que se lo había puesto en bandeja a la policía. Él, como buen detective privado, había intentado huir de cualquier nombramiento público, pero en esta ocasión y debido a la repercusión del caso le había sido imposible. Basta decir que acababan de concederle las llaves de la ciudad, gracias a su gran labor en defensa de los ciudadanos de aquel municipio. No paraban de lloverle casos e incluso se permitía el lujo de rechazar algunos. Era un detective de éxito que quería trabajar por cuenta propia y sin compañeros, pese a que ofertas de colaboración no le habían faltado.
Pero a Rafael ahora no lo encontraríamos en su despacho si fuésemos en su busca. Estaba inmiscuido en un nuevo caso y había vuelto a la iglesia para buscar inspiración. Si quisiésemos entrar en la iglesia en este mismo instante, de lo primero que nos percataríamos sería de que un hombre, con traje de guardia de seguridad, salía andando de ella muy deprisa. Si entráramos y llamásemos a Rafael, nadie contestaría, ni lo veríamos sentado, balanceándose en su “trance”. Tendríamos que acercarnos un poco al altar para darnos cuenta de que Rafael, tumbado en el suelo boca arriba, sin afeitar, borracho, respiraba con mucha dificultad y no paraba de sangrar por varios orificios abiertos en su pecho. Y es que Rafael estaba a punto de morir mientras vomitaba sangre a un cielo sin Dios.


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