Y ahora, Watson, vamos a poner a prueba nuestra
suerte, como ya hemos hecho en ocasiones anteriores.
ARTHUR CONAN DOYLE, El último saludo de Sherlock
Holmes.
Terminó
de rezar, se santiguó y salió de la iglesia secándose el sudor de la frente.
Estaba siendo un verano horriblemente caluroso y a Rafael le sobraban
demasiados kilos. Se puso las gafas de sol y comenzó a caminar, eso le ayudaba
a pensar. Tenía entre manos un caso que le traía de cabeza y que estaba
tardando demasiado en resolver. Ejercía como detective asesor de la policía y
su fama le precedía allá donde fuera. Había ayudado a resolver casos
complicados, a falta de medios suficientes por parte de la policía y muchas
veces también por falta de interés, se recurría a él para que hiciera
averiguaciones que en la mayoría de los casos llevaban a desentrañar el
misterio. Y es que era un tipo listo y le gustaba lo que hacía. Se ganaba la
vida de forma honrada y así esperaba seguir haciéndolo mientras conservara su “don”.
Del
caso que tenía entre manos se había hecho eco la prensa, sobre todo a nivel
local, aunque también algún medio nacional se había interesado por el asunto.
De alguna forma alguien había comenzado a envenenar a clientes en los bares de
un barrio bastante opulento de la ciudad. Al principio muchas personas se
habían intoxicado y habían terminado en el hospital. Las primeras
investigaciones parecían indicar que se trataba de accidentes, algún producto
en mal estado de un distribuidor común era la opción que más se barajaba. Pero
a medida que los días pasaban y más personas terminaban en urgencias, la policía desechó esa
posibilidad. Todo se complicó cuando dos de ellas murieron por estos
envenenamientos, concretamente por cianuro ingerido en alguno de los alimentos
o bebidas de uno de los bares de ese barrio. Entonces sí la policía volcó todo
su arsenal en el caso, incluidos algunos detectives externos a los que se
recurría cuando había que encontrar rápido al delincuente. Y esto ocurría sobre
todo cuando la prensa acuciaba a ello.
Los
envenenamientos habían tenido lugar en siete bares diferentes, todos del mismo
barrio. Las persona envenenadas no habían tomado lo mismo y no había
coincidencia entre los clientes que acudían a los bares, ninguno de ellos había
sido visto en más de un bar a lo largo del día en el que tuvieron lugar los hechos.
Tampoco había coincidencia en los distribuidores, ya que el veneno había
aparecido en distintos productos: azúcar, tortilla, agua embotellada, cerveza,
té… Tampoco los camareros eran los mismos, ni guardaban relación aparente entre
ellos, más allá de conocerse de vista por el hecho de trabajar cerca.
El
caso estaba sacando de quicio a los residentes del barrio. Más de uno había
decidido irse de vacaciones hasta que todo se aclarase. Casi nadie acudía a los
bares y quien lo hacía tomaba mil y una precauciones, desconfiando incluso de
sus propios vecinos y amigos. Algunos bares habían sido cerrados por la policía
y otros permanecían estrechamente vigilados. No en vano el barrio era un barrio
rico, donde vivía gente influyente: algún cuñado de concejal, hermano del
subdirector de alguna entidad bancaria o
incluso un primo del alcalde.
Los
primeros síntomas de estos envenenamientos por cianuro eran mareos y
respiración rápida, después llegaban los vómitos, a continuación las
convulsiones, la pérdida de conciencia y por último el fallo respiratorio que
conducía a la muerte. Hasta el momento no había ningún sospechoso, nadie sabía
nada, nadie había visto nada fuera de lo normal. Todo el proceso por el que los
productos llegaban a los establecimientos era el de siempre, no había ningún
empleado nuevo, nada había cambiado. Lo único que se sabía tras cientos de
interrogatorios y pesquisas era que el veneno aparecía en los productos, ya
fueran bebidas o alimentos, siempre que estos no fueran elaborados en el propio
bar. Eso era lo único que se sabía a ciencia cierta.
Rafael
confiaba en su “don”. Sabía que en algún momento el chispazo de la inspiración
saltaría en su cerebro si conseguía reunir toda la información y propiciar las
condiciones adecuadas para pensar. Había comenzado por rezar, más por
superstición que por verdadera fe en Dios. La iglesia era un lugar fresco, que
activaba su mente abstrayéndose de cualquier otra distracción. Rezaba y pensaba
en el caso. Reunía pistas, matices. Sabedor de que la mayoría de los crímenes
se resolvían observando el conjunto, dando perspectiva al caso, alejándose de
él.
Por
el momento aquello no había dado resultado y se disponía a subir el segundo
escalón: la bebida. Éste casi nunca solía fallar. Mientras bebía, recostado en
su viejo sofá, anotaba toda clase de ideas absurdas acerca de los casos que
tenía entre manos. En muchas ocasiones una de esas ideas se había convertido en
la sombra del hilo suelto de una madeja que nadie encontraba.
Rafael
estaba en su sillón, borracho ya, apuntando ideas en una hoja de papel de
periódico. Las apuntaba para acordarse una vez que la borrachera hubiera
pasado. El alcohol le hacía bien, se desinhibía, le relajaba, despejaba su
mente. Se encontraba ya en la última fase, cuando comenzaba a adormecerse en un
mar de alcohol espeso, confortable. Allí no había nada que hacer, tan sólo
dejarse llevar.
Cuando
despertó ojeó ávido la hoja con sus apuntes. Sólo dos ideas parecían lo bastante
coherentes para poder salvarlas de la quema: “¿Quién se beneficia?” y “¿Por qué
en ese barrio? ¡Repercusión! ¡Más dinero! ¡Más seguridad!”. En la primera ya
había pensado y nadie parecía beneficiarse. La segunda era muy inexacta y a la
vez evidente como para reflexionar sobre ella sin caer en conclusiones
repetidas.
Salió
de casa despacio, sin ducharse, sin afeitarse. Como una lagartija gorda que ha
pasado una mala noche buscando entre sueños un lugar tranquilo sin encontrarlo.
Y es que el caso seguía sin resolverse y había pasado demasiado tiempo. Fue a
una tienda de licores y compró ron, lo metió en la bolsa de papel que le dieron
y se dirigió a la iglesia más cercana. Entró, no estaba sólo, dos ancianas
rezaban el rosario en primera fila, en los bancos paralelos en los que Rafael,
con extremada lentitud, se estaba sentando. Sacó la botella de ron y echó un
trago largo, si cada cosa por separado no daba resultado probaría con ambas a
la vez. Su vida iba en ello, su prestigio, su pan. Las mujeres al ver la
actitud de Rafael desaparecieron rápidamente, asustadas. Rafael comenzó a rezar
en susurros mientras se balanceaba en su asiento y en su fuero interno
comenzaba, de nuevo, a plantearse el
caso. Una de las mujeres susurró algo ininteligible para un Rafael que ya tenía
los ojos cerrados, dispuesto a entrar en su “trance”. Escuchó como algo caía al
suelo, no importaba. Tan sólo merecía la pena pensar en la solución. La
solución lo era todo, hasta que llegase el próximo problema y fuera la próxima
solución la única importante.
Siguió
bebiendo y balanceándose. De vez en cuando rezaba y también juraba. Pero nada
definitivo acudía a su mente. Decidió dejarlo y pasar por comisaría, allí
podría preguntar por nuevas pistas o entablar conversación con algún
subalterno, para ayudarse a pensar. Abrió los ojos y a sus pies vio un
periódico abierto en una página hacia la mitad, un titular en grande: “Nuevos
convenios con empresas de seguridad”. Aquí está, pensó. Inmediatamente releyó
la noticia, apuntó mentalmente el nombre de la empresa y se fue a su despacho,
una habitación de su casa, para revisar los papeles de la investigación. Algo
había. Había encontrado la cola del gato detrás del sillón.
Cuando
llegó a casa manoseó todo el material sobre el caso. Pasó páginas y descartó
folios, hasta que dio con lo que buscaba. Claro que sí. El dueño del primer bar
en el que se había producido el primer envenenamiento era cofinanciador de la
empresa de seguridad, junto con el exdueño de una de las empresas de
distribución de bebidas, en las que se había encontrado cianuro. No había un
gato detrás del sillón, era todo un lince y no tenía escapatoria.
Rafael
había cambiado de despacho, ahora ya no lo tenía en su casa. Había alquilado un
pequeño estudio en un bloque nuevo de edificios, muy céntrico y accesible. Y es
que hacía más de tres meses que su fama no paraba de ascender, al ser conocido
como el detective asesor que había resuelto el caso, que se lo había puesto en
bandeja a la policía. Él, como buen detective privado, había intentado huir de
cualquier nombramiento público, pero en esta ocasión y debido a la repercusión
del caso le había sido imposible. Basta decir que acababan de concederle las
llaves de la ciudad, gracias a su gran labor en defensa de los ciudadanos de
aquel municipio. No paraban de lloverle casos e incluso se permitía el lujo de
rechazar algunos. Era un detective de éxito que quería trabajar por cuenta
propia y sin compañeros, pese a que ofertas de colaboración no le habían
faltado.
Pero
a Rafael ahora no lo encontraríamos en su despacho si fuésemos en su busca.
Estaba inmiscuido en un nuevo caso y había vuelto a la iglesia para buscar
inspiración. Si quisiésemos entrar en la iglesia en este mismo instante, de lo
primero que nos percataríamos sería de que un hombre, con traje de guardia de
seguridad, salía andando de ella muy deprisa. Si entráramos y llamásemos a
Rafael, nadie contestaría, ni lo veríamos sentado, balanceándose en su “trance”.
Tendríamos que acercarnos un poco al altar para darnos cuenta de que Rafael,
tumbado en el suelo boca arriba, sin afeitar, borracho, respiraba con mucha
dificultad y no paraba de sangrar por varios orificios abiertos en su pecho. Y
es que Rafael estaba a punto de morir mientras vomitaba sangre a un cielo sin
Dios.