martes, 1 de enero de 2013

PÚGIL 88

     PÚGIL 88


Noté el sabor de la sangre en la boca, y mi corazón parecía haberse hecho con un piolet en su voluntad por escapar de mi pecho.


HUGH LAURIE, Una noche de perros.


Se quitó los anillos y besó el número ochenta y ocho tatuado en su dedo anular. Nunca le había gustado la forma alargada de los números, tan juntos en tan poco espacio. El tatuaje no quedó bien desde un principio, pero no se lo quería quitar. Se puso los guantes de entrenamiento después de guardar los anillos en su mochila, salió del vestuario y fue directo al saco de boxeo. 
Llevaba años entrenando en aquel gimnasio. Desde que empezó a boxear, cuando su hermano lo abrió. Ahora su hermano ya no estaba, o al menos ellos nunca sabían el lugar donde se escondía, tal vez estuviera en otro país o tal vez en un pueblo a veinte kilómetros de distancia. De vez en cuando les hacía llegar algún mensaje oculto siempre tras un comentario anónimo en el blog del gimnasio. Adrián se ponía furioso cuando recordaba el motivo de la huida de su hermano, lo había contado mil veces y siempre con la misma rabia. Un tipo, un negro, decía, chocó conmigo. Iba borracho y se puso chulito. A mi hermano se le calentó la sangre y le dio dos hostias. El negro cayó de espaldas y se golpeó la cabeza con un bordillo. Palmó el hijo de puta. No nos joden ya lo suficiente vivos, hasta muriéndose nos joden. Y ahí terminaba su historia. Lo que nunca llegó a contar fue la verdad, que fue a él a quien se le calentó la sangre y que su hermano le dijo que se fuera de allí cuando la gente empezó a llegar y a hacer preguntas.
Adrián golpeaba el saco con fiereza, así había conseguido hacerse un pequeño hueco en ese mundillo. A base de rabia. Había participado en la modalidad de boxeo olímpico amateur categoría élite, en setenta y dos kilos. Consiguió llegar a la final de su comunidad autónoma perdiendo a los puntos, en dos ocasiones. No entendía las derrotas, no es que no las supiera encajar, es que no había aprendido nunca lo que significaba perder. Cuando lo hacía, un velo cubría su mente, se encontraba como ausente un par de días y luego volvía a sus rutinas como si nada hubiera ocurrido. 
Fuera de su afición por el boxeo, Adrián trabajaba como auxiliar administrativo para una empresa familiar, no muy lejos de su barrio. Era “el chico para todo”, pero no le importaba. Cobraba su nómina puntualmente y no necesitaba la ayuda de nadie para sobrevivir. Tampoco la hubiera aceptado.
—¿Nos vemos esta noche? —preguntó otro boxeador que pasaba por delante de Adrián. 
Un ligero gesto de cabeza le hizo entender que sí, que allí estaría. Cuando empezaba con el saco, nada podía desconcentrarle: gancho izquierdo al cuerpo, gancho derecho al cuerpo; gancho izquierdo a la cabeza, gancho derecho a la cabeza; paso, descenso y pivoteo, paso descenso y pivoteo…


Era una buena noche para tomarse unas cervezas y ver el partido en el Centro Social. Jugaba la selección española de fútbol. Unas cervezas, buen ambiente entre colegas y unas pizzas. El Centro Social lo habían organizado entre todos los que pertenecían a él, apoyados por una estructura superior, que concurría como partido político a las elecciones municipales en algunas ciudades y también a las elecciones generales. Poco a poco iban creciendo y ellos se consideraban los cachorros de la organización. Chicos sanos y deportistas, amantes de su país y de su cultura.
El salón principal del centro estaba cubierto por los emblemas del partido, por alguna bandera de España y por fotos de sus miembros principales. En un lugar destacado estaba la foto de Adrián, cuando ganó su primer combate, hacía ya algunos años. Él no había dejado que colocaran sus subcampeonatos y nadie había intentado llevarle la contraria. 
El partido iba bien, España ganaba y Adrián estaba disfrutando. Justo cuando llegaba el descanso aparecieron Susana y un par de amigas. Adrián llevaba con Susana poco más de un año. Era una chica rubia de ojos azules, alta, con buen tipo. Nada más llegar se sentó sobre las rodillas de Adrián y le besó. Introdujo la lengua en su boca, sabía a alcohol. Comenzó a besarle el cuello, él se dejaba hacer. De repente le pareció buena idea esperar a que terminara la primera parte del partido para irse con Susana a casa, un rato. Poco a poco notó como se iba excitando mientras ella metía las manos por debajo de la camiseta y arañaba con sus uñas largas sus abdominales marcados.
—No sé qué me pasa que estoy empapada —susurró en su oído antes de mirarlo fijamente con sus ojos ebrios.
Justo después de ese momento pitaron un penalti a favor de España y el resto de los presentes comenzó a celebrarlo. Adrián sentía como su juicio se había nublado, en parte por el alcohol y en su mayoría por la actitud de Susana. Sin mediar palabra y aprovechando la distracción general fueron al cuarto de baño. Una vez en el interior atrancó la puerta despegó a Susana de su cuello y tirándola del pelo la obligó a arrodillarse. Se bajó los pantalones, los calzoncillos y le introdujo el miembro en la boca.
—Mírame —ordenó—.No dejes de mirarme hasta el final.
En el cuarto de baño, por ser un lugar que sólo utilizaban los socios, había colgada una bandera de la España preconstitucional. Adrián la miró mientras daba un trago largo a su cerveza. Notaba como su miembro llenaba, poco a poco, cada vez más, la boca de Susana. Cómo ella jugaba con la lengua sobre su prepucio, cómo movía la cabeza adelante y hacia atrás sin separarse nunca de él, cómo si fuera una lija suave. Su excitación cada vez era mayor hasta que ya no pudo resistirse. Tiró su cerveza al suelo, la cogió del flequillo y le puso la cabeza contra la pared, ella gritó de dolor. Alzó sus manos y la maniató, obligándola a seguir de cuclillas. Con la mano que le quedaba libre tapó su nariz y no paró de sacar y meter su miembro de la boca de Susana mientras a ella se le corría el rimel, salivaba sin parar  y comenzaba a respirar con dificultad.
—Mírame —repitió.
Justo cuando parecía que la chica no iba a soportar ni un segundo más esa situación Adrián eyaculó. La sacudida fue entonces más intensa y Susana hizo un sobreesfuerzo para librarse y echarse a un lado, a la vez que una fuerte arcada le venía a la boca, haciéndola vomitar. 
     Adrián se sentó en la taza del váter con los pantalones ya subidos mientras ella gimoteaba en el suelo. Pasaron unos segundos.
     —Eres un hijo de puta —dijo mientras se levantaba y salía tambaleándose del baño.
     Adrián permaneció exhausto por unos instantes. Se sentía muy mal consigo mismo siempre que en los últimos tiempos tenía cualquier tipo de encuentro sexual con una chica, sobre todo si era de ese tipo: ni por un instante había podido dejar de pensar en Bashira.
Cuando salió del cuarto de baño Susana ya no estaba, el árbitro pitó el inicio de la segunda parte y uno de sus colegas le enseñó una cerveza y le invitó a sentarse junto a él. 


Terminó de ducharse y se vistió. Se despidió de los allí presentes con un gesto de cabeza y salió a la calle. Sin darse cuenta de que alguien se aproximaba giró a su derecha chocando frontalmente con una chica de raza negra que inmediatamente identificó: Bashira. Ella salió peor parada que él y estuvo a punto de tropezar y caer. 
—Perdón…—casi no dijo Adrián entre dientes.
La chica lo miró e inmediatamente lo reconoció. Para él era el chico del barrio que pertenecía a una organización en la que gran parte de sus miembros se dedicaban a pegar carteles xenófobos y a incordiar a algunos amigos suyos. Pese a no llevar más que unos meses en el barrio sabía quién era él. Había oído historias.
No quiso detenerse más de lo necesario, miró al frente y siguió su camino, no quiso dirigirle  la palabra, no le dio el gusto de mirar al suelo asustada. Ridículos comportamientos para unos; actos que pasan inadvertidos para otros; ella lo llamaba dignidad. Continuó su camino alejándose sin prisa. Cuando llegó  a la parada del autobús se percató de que él también estaba allí, justo detrás, la había estado siguiendo. Ahora sí sentía miedo. Nunca lo había visto en esa parada. Miró de refilón y se asustó más cuando comprobó que la miraba fijamente, con unos ojos más parecidos a los de un tiburón que a los de un ser humano. Se subió en el autobús que esperaba y al ver que él también se ponía a la cola se sentó, pese a que estaba medio vacío, junto a otra señora. Adrián, ahora recordaba su nombre, se sentó justo detrás.
El trayecto duraba veinticinco minutos hasta el pueblo al que ella se dirigía. Su novio vivía a allí y ella lo haría pronto. Los dos trabajaban sin contrato en un bar. Su novio en la cocina, de la que no salía nunca, y ella de camarera. Conoció al chico nada más llegar a la ciudad, cuando vio el anuncio en el que se buscaba camarera. Él también acababa de conseguir el trabajo, estaba recién llegado de otro país.
El autobús paró y ella bajó. También él. Se lamentó que fuera de noche y de que el pueblo estuviera tan mal iluminado. Las callejuelas que llevaban a la casa de su novio no le iban a dar ninguna seguridad, pero tal vez ese hombre lo único que buscara fuera asustarla. No debía dar muestras de ello. Aceleró el paso y comenzó a adentrarse en el pueblo. No había nadie por las calles excepto ella y Adrián. El miedo comenzó a invadir sus pasos, su corazón se aceleró y no pudo seguir caminando. Todo sucedió a gran velocidad: ahora corría y él también. No tardó en alcanzarla y ponerla contra la pared, de espaldas. Ella gritaba e intentaba defenderse pero era inútil, no tenía la suficiente fuerza y el miedo la amordazaba, como si él necesitase ayuda. De la oscuridad surgió rápida una figura, que ella, por conocerle, supo que era su novio. Empujó a Adrián y éste, sin ni tan siquiera mirarle le asestó varios golpes. Pasaron apenas unos segundos cuando Bashira se dio la vuelta y pudo ver la horrible escena. Todo había sucedido en la oscuridad. Adrián le golpeaba en la cara una y otra vez, montado a horcajadas sobre el cuerpo tendido en el suelo de su novio. El ensañamiento era absolutamente animal y la sangre brotaba incluso de los puños del púgil, que despellejaba su piel contra los pómulos del ya difunto novio de Bashira. Cuando Adrián volvió en sí, sus manos chorreaban sangre y un ruido agudo penetraba en sus oídos, eran los gritos horrorizados de la chica a su espalda. Una, dos, tres, cuatro, cinco luces se encendieron, más persianas se levantaron, y Adrián pudo reconocer que la persona con el cráneo aplastado era su propio hermano.





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