miércoles, 25 de diciembre de 2013

UN DÍA INOLVIDABLE

     Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.


AUGUSTO MONTERROSO, Movimiento perpetuo.


Todo estaba en orden y lo sabía. Pese a ello, decidió repasar la lista una vez más: cámara de fotos compacta, cámara de vídeo, dinero, lubricante, ropa de colegiala y preservativos; aunque no estaba del todo seguro de tener que utilizar esto último, todo dependía de los resultados de las pruebas. El resto del equipo lo llevaba el de producción, no sabía a quien le habían asignado todavía para esa escena.
Se subió al coche tras meter todo en el maletero y puso rumbo a la casa en las afueras de la ciudad. Ya había rodado allí una docena de veces y otras tantas en dos o tres casas más. Llevaba casi un año trabajando para esa productora de cine porno y parecían estar contentos con él, o por lo menos cada vez tenía más trabajo.
Mientras se dirigía a la casa abrió la ficha técnica de la escena. No le llevaba más que dos minutos leer el argumento y montarla en su cabeza. Esta vez no fue diferente: la película llevaba por título “Vecinitas 4”, con lo que sabía de sobra cómo se desarrollaría. Por lo que le dio tiempo a leer de semáforo en semáforo, unos vecinos llevaban una tarta de bienvenida al nuevo inquilino de la casa de al lado. El padre, la madre y su hija, de veinte años. Los padres se tienen que marchar porque les llama un familiar por teléfono, la abuela sale del hospital y van a recogerla, es su hija la que se queda a comer la tarta con el vecino. El resto, pura rutina. 
Se fijó que no especificaba si debía ser una escena de sexo duro por lo que supuso que lo dejaban a su elección. Mejor, prefería escenas más cuidadas, delicadas dentro de lo que se pudiera permitir. La película tenía cinco escenas de sexo más, dirigidas por otros directores, algunos de ellos de renombre dentro de la industria. Buena noticia para él. 
Era increíble, pensaba, la cantidad de dinero que podían mover esas películas y el poco tiempo que costaba rodarlas, sobre todo si el actor podía llevar a cabo su cometido sin mayores percances. En una hora u hora y media, tal vez dos, la escena quedaba rodada. El trabajo de montaje llevaba un par de horas más y todo listo.
Llegó a la casa sin casi darse cuenta, bajó del coche y saludó con la cabeza al resto del equipo: un cámara más y el de producción. Los conocía, pero no simpatizaba demasiado con ninguno de ellos. Se dio cuenta al ver a los actores que no se había parado a pensar en ellos. Con el chico ya había coincidido, trabajaba bien, tenía aguante y daba bien en cámara, no era feo y su cuerpo estaba trabajado en gimnasio.
—¿Es anal? —preguntó la actriz, aparentemente nerviosa, nada más que lo vio.
Hizo un gesto con la cabeza para decirle que no. Debía ser bastante nueva porque no la conocía. Además, eso ya debía saberlo ella antes de empezar. El anal se pagaba más que la penetración simple y presentaba el problema de tener que drogarse con Popper o alguna droga similar para relajar el ano, cosa que en ocasiones atontaba a algunas actrices hasta el punto de adormilarlas.
—¿Tenéis los resultados de las pruebas? —preguntó.
Se las enseñaron. Todo normal, ninguna enfermedad de transmisión sexual. Ninguno de los dos. 
—Sin preservativo entonces.
El chico sonrió. Siempre era más fácil sin preservativo. De todas formas no pareciera uno de los que usaran Viagra.
—¿Falta algo o alguien? —preguntó cuando todos estuvieron en el salón.
—Ha llegado ya mi mujer para hacer de madre, sólo faltaba ella —apuntó el de producción.
—Empezamos entonces.
Los actores se vistieron y comenzaron a acariciarse y a masturbarse un poco antes de empezar a rodar. Era necesaria una buena erección antes incluso de bajarse los calzoncillos. Un pene fláccido no gustaba a nadie delante de una cámara.
La chica se mostraba muy reticente al contacto físico, cuando se fijó bien era el chico el único que manoseaba el cuerpo, incluso el suyo propio, ya que ella continuaba con la ropa puesta sin haber tocado ni tan siquiera el vestido de colegiala para empezar a ponérselo. Acabó de montar las cámaras y comenzó a grabar, a veces le pedían material para las escenas de “detrás de la cámara” o “tomas falsas” si las había habido. Tenía confianza en que la chica entrara pronto en calor, el actor comenzaba a excitarse considerablemente, hasta tal punto que ella se había distanciado unos centímetros y ya no se dejaba acariciar. Se dirigió a ella con mucha tranquilidad.
—¿No es tu primera vez?
—…
—¿Lo es?
—Delante de una cámara sí. Y su pene me da miedo.
Se acercó hacia la bolsa que había traído y cogió el lubricante.
—No debes preocuparte por su tamaño. Esto —dijo, dejándoselo ver de cerca— hará que se deslice dentro de ti como si fuera un lápiz. Y cuando empieces a humedecerte ya no te hará falta.
Sumergido en la explicación no se dio cuenta del ruido que provenía de la calle. La puerta de la casa se abrió de golpe, cayendo dentro el cuerpo sin vida de la mujer del de producción, atravesada por una estaca.
—¡Moriréis todos bastardos! ¡Pecadores! —comenzó a gritar la chica, mientras mostraba una sonrisa enloquecida acentuada por el exceso de maquillaje.
El miembro erecto del chico fue seccionado por una espada segundos antes de que una estaca entrara por la parte de atrás de su cerebro y saliera a través de su ojo derecho. El de producción se ahogaba ya en su propia sangre y el cámara peleaba inútilmente contra tres de aquellos enloquecidos cuando el director reaccionó y salió corriendo empujando a la chica a un lado. Corrió e intento salir por la puerta de atrás, pero la encontró cerrada. Dio un repaso mental a la casa cerciorándose de que no había otra salida posible. Cuando terminó la chica ya se acercaba a él.
—¿Buscas esto? —preguntó, burlona, enseñándole las llaves.
—Qué estáis haciendo… —dijo, con los ojos abiertos de par en par al ver como traían colgando la cabeza del de producción separada de su cuerpo, como si fuera consciente por primera vez de lo que estaba ocurriendo.
—Somos los protectores de la castidad. Los únicos que sobrevivirán cuando llegue el final —explicó, el que parecía el jefe de todos ellos—. Has tenido suerte, o bueno, según se mire, tú le contarás al mundo entero por primera vez quiénes somos y por qué hacemos lo que hacemos. 
—Lo grabaremos todo con tu camarita —dijo ella con los ojos abiertos de par en par.
Todos rieron a carcajadas.
—Y no te preocupes —advirtió la chica, mostrándole un bate de béisbol—, antes de que te hayas desmayado ya te habrá entrado enterito.


sábado, 30 de noviembre de 2013

PERFECTO ASÍ

      —¡Chinaski! — me dijo después de un rato—, me voy contigo.
—Espera un momento —le dije—, estás con tu novio.
—Oh mierda —dijo— ¡No es nadie! ¡Me voy contigo!
Miré al chico. Tenía lágrimas en los ojos. Estaba temblando. Estaba enamorado el pobre.


CHARLES BUKOWSKI, Mujeres.


La vida es asunto de dos. Esa frase me espetó mientras se vestía. Tardó poco, las bragas y un vestido de verano, fresco, colorido. De los que te gustan puestos, aunque solamente puedas pensar en quitarlos. 
No me besó al marcharse. Su melena larga, castaña, todavía ondea en mi habitación y con ella se repite el sonido de la puerta al cerrarse. Ahí se va de nuevo, queda su fragancia cada vez. 
Me he quedado tumbado en la cama fumando un cigarro. Me gusta fumar en la cama, dormir en la cama, follar en la cama. Podría hasta cagar en la cama si el resultado de la operación no fuera tan molesto. Tan inhumanamente consecuente, coherente con el acto en sí. Tan descaradamente impasible.
Rumio aún las últimas miradas, los penúltimos gemidos. Su desnudez, aturdida ante la incertidumbre de saber si se correrá. En cuántos orgasmos se puede resumir una vida, me pregunta después, para finalizar el crimen que lleva perpetrando desde que la vi por vez primera.
Dormida duele menos. Aunque bien podría estar siempre despierta, nunca se sabe con ella. A veces en vez de dormida parece estar inconsciente, como si la única forma de no estar alerta fuera sufrir un accidente provocado por la  acción conjunta de la melotonina y la serotonina. Sin esa conjunción no sería posible dar cierto reposo a ese cerebro suyo, al que me dan ganas de follarme casi con tanta fuerza como al resto de ella. Si pudiera penetrarla el cerebro lo haría sin dudarlo. Pero sin correrme dentro, sin estropear absolutamente nada. Es perfecto, útil, tal y como está. Es algo bonito.
Puede que esta vida sea ciertamente algo para disfrutar entre dos. Es muy probable que vuelva a tener razón y temo, que a estas alturas, no me quede otra.



miércoles, 30 de octubre de 2013

EL ASCENSO

        Periodista
Sí, esta vez me ha convencido.

Loco

Hasta me he convencido a mí mismo.


DARÍO FO, Muerte accidental de un anarquista.



Si las noches fueran todas así, no encontraría en ninguna un motivo para sentirme aburrido, pensé, recuerdo, poco antes de que me partieran la nariz con una llave inglesa.

Hacía un calor terrible y no paraba de sudar, debía, además, tener la tensión por las nubes y no tan sólo por haber comido siempre con mucha sal, también influía que estaba muy nervioso, dadas las circunstancias. Sin embargo no todo eran malas noticias, mi compañero de faena ya había fallecido. Y esto era bueno porque, por un lado él no sufriría más, y por otro significaba que me necesitaban vivo para salir de allí. Pobre hombre.


El hombre de la llave inglesa volvió y me preguntó, ahora a mí, por la contraseña. Había escuchado los golpes en la habitación de al lado y cómo finalmente uno de ellos comentaba que mi compañero había muerto. Estando atado y amordazo todavía no había tenido tiempo de hablar, si lo hubiera podido hacer hubiera cantado como un ruiseñor. El golpe en la nariz fue, como dijo aquel mastodonte, para que me pensara bien lo que iba a decir cuando me quitasen la mordaza. 

Todavía tardaron un rato en volver, no sé en qué estarían pensando. El estúpido de mi compañero era nuevo en esto de la seguridad privada y estaba dispuesto a cumplir con su deber hasta la muerte por los escasos mil euros que cobraba. Yo no. Además no tenían otra salida, estábamos encerrados en aquella gran joyería, que era como una caja fuerte gigante. Los dueños habían decidido que preferían personas y cámaras de seguridad en vez de alarmas, al final la policía llegaba tarde y los ladrones siempre escapaban con parte del botín. Y volvían con el tiempo, que era lo peor. Yo había empezado en esto porque quería ser detective privado, pero me quedé en este nivel por ser mucho más estimulante. Más estimulante que estudiar, quiero decir.
Desde que vi que un coche a gran velocidad enfilaba el cristal de la joyería pensé que estábamos en problemas. Siempre tuve un sexto, tal vez séptimo sentido para saber cuando estaba en peligro. Mi compañero insistió en que uno de los dos diera aviso a la policía, por lo que pudiera pasar, tal y como dictaba el manual, pero decidí darles el beneficio de la duda: podía ser un accidente, sin más. Con la porra en la mano me acerqué al coche del que inmediatamente salieron los cinco tipos. Uno de ellos llevaba una pistola con silenciador y fue el que disparó a mi compañero. Una bala debe doler, pensé por cómo se retorcía en el suelo sujetándose la rodilla. A mí la porra se me cayó de las manos en seguida y no tuve más remedio que hacer lo que me decían, lamentándome de no haber tomado otras decisiones. Pero a veces hay que decidir en décimas de segundo, y no siempre se acierta. No podemos echarnos la culpa por todo.
La tienda debía tener un tercer sistema de seguridad, al margen de las cámaras y nosotros, pues en cuanto tocaron uno de los paneles donde estaban los anillos unas verjas bajaron del techo y encerraron allí a los ladrones, y a nosotros con ellos.
La policía debería estar al llegar y ellos cada estaban más nerviosos. Por fin vinieron tres de ellos.
     —Siete, cinco, tres, nueve, once —sollocé, despacio, sin dejarles decir ni 
mú nada más que me retiraron la mordaza—. Nomematéisporfavornooshevistolacara. ¡Cabrones! ¡Cabrones!
Aún ahora no recuerdo por qué les insulté, pero les hizo mucha gracia. Llorica, me llamaron. Y pichacorta. Ya ves, que machotes ellos.
Resulta que no les di bien el código. Me confundí en un número y la verja no se abrió. Me volvieron a preguntar, esta vez más tranquilos, porque yo estaba un poco nervioso. Balbuceé el mismo número y volvieron a marcarlo. Nada. Ahí se cabrearon un poquito. Volvieron a tirar de llave inglesa, pero la policía ya estaba entrando en la joyería, con gases lacrimógenos y demás armamento. La mayoría de los asaltantes murieron,  y yo perdí el conocimiento.


Y aquí estoy ahora, escribiendo mis memorias. Me han dicho que escriba la verdad, que la editorial ya se encargará de hacer los retoques pertinentes. Cuando salí del hospital me condecoraron, estuve todo el tiempo que pude de baja psicológica y ahora me han ascendido a un puesto mucho más tranquilo, soy yo el que recibo los avisos de las joyerías en la centralita y organizo los operativos de seguridad además de iniciar los protocolos de actuación. Una de las lucecitas lleva encendida un buen rato, será que está estropeada. O algo.



      

domingo, 22 de septiembre de 2013

TÚ Y TÚ

      Y a todo lo que espero
     ya no le faltas tú.


BENJAMÍN PRADO, Marea humana.


—¡No se terminará hasta que yo lo diga! —gritó mientras la puerta se cerraba de golpe, en el piso de arriba.
Estaba apoyado en la barandilla de las escaleras, su rostro encolerizado, sus manos temblorosas y un sudor frío resbalando por su cara terminaban de completar la escena.


A veces las relaciones terminan. Para él siempre habían terminado, todas y cada una de ellas. La sensación de soledad tras una relación larga y completa, que sin saber muy bien cómo se ha ido a pique, era abrumadora. Y entonces buscaba el listín telefónico y de repente encontraba números de amigos que antes no estaban allí. Familiares a los que de repente le apetecía volver a ver e incluso se embarcaba en algún viaje corto para visitar a algún conocido y desconectar por un día, o un fin de semana. Para poder contarlo y ser escuchado una vez más. 


Lo cotidiano se vuelve un fangal. Siente como el día se engancha a su cuerpo y cada vez lo hace más pequeño, preparado para ver llegar la noche  y entonces no encontrar el menor rescoldo de consuelo ni escapatoria. El día pesa y cae sobre uno, inapelable, como una pluma cae en el suelo. Sinuosa pero decidida.


Pasan las semanas y se acostumbra a la mierda. No agacha la cabeza y se rinde, no es eso. Ya ni siquiera recuerda el día en que bajó los brazos. La ansiedad, los nervios, el insomnio, las ganas de escuchar cómo abre la puerta, las ganas de odiarla; sin que ninguna de las dos cosas lleguen a suceder realmente. Las borracheras coléricas, las peleas en el campo de fútbol, el mal carácter en el trabajo. Eso pasó. Tan sólo queda la parte del ser humano que sobrevive a todo. Las cenizas disimuladas en su recipiente original, que caminan bajo la lluvia o que duermen, entonces sí, dispersas en su cama vacía.


Pasan los meses. Algunas cosas le hacen gracia. Se vuelve a reconocer a sí mismo viendo las películas que antes no podía ver porque a ella no le gustaban. Todavía no pisa los bares que frecuentaba con ella ni ha vuelto a mirar las fotografías de sus viajes, las tiene guardadas en un cajón que bien podía suponer la puerta a otra dimensión donde sólo hay precipicios. 


El tiempo transcurrido se ha convertido en eternidad. Lo que antes creía muerto en él resucita inesperadamente. Las reacciones de su cuerpo: las ganas de reír; de masturbarse pensando en ella sin que signifique nada especial; de caminar con la cabeza alta para ver mejor lo que tenga que ser… le sugieren que algo ha quedado atrás. Que se está alejando sigilosamente pero a paso firme de su ya anterior existencia.


Su calendario personal ya no se rige desde el último final. El primer día es hoy . Y mañana. Y entonces tú.



sábado, 31 de agosto de 2013

LIBRE DE REMATE

          Es como si en cada hombre hubiera otro que estuviera más allá de la cordura y la locura, y que mirara los actos cuerdos y los locos de ese hombre con el mismo horror y el mismo asombro.


      WILLIAM FAULKNER, Mientras agonizo.


Agustín salió a la calle cuando más llovía. La ciudad en verano resultaba insoportable, el calor abrasaba las aceras, derretía los árboles; aplacaba el espíritu y las ganas.  La tormenta había llegado justo a tiempo, no sólo porque el ambiente resultara irrespirable, asfixiante, sino porque Agustín había decidido poner en práctica, en juego, la última de sus reflexiones. Mientras veía como el resto de la gente se resguardaba bajo los soportales o abría sus paraguas, él caminaba con cierta parsimonia y una gran sonrisa en la boca dejando que la lluvia le empapara el cuerpo.
Siempre había sido una persona tímida, introvertida, incluso huraña. Seguramente este último término era el más usado por quienes lo conocían. Aunque también tenía sus épocas en las que sentía cierta predisposición a relacionarse con los demás. Sin duda vivía en una de esas épocas desde hacía unos días. 
No sabría decir cuándo había empezado a sentir de esa manera, pero desde que en su habitación llegó a la conclusión, mediante sesudas cavilaciones, de que la mayoría de los actos, tal vez todos, no tenían consecuencias, su vida estaba resultando mucho más fácil. Y estaba viviendo un ejemplo allí mismo, bajo la lluvia: sí, se estaba mojando, tal vez, aunque no necesariamente, pudiera acatarrarse, pero el acto en sí, el hecho de mojarse cuando llueve, de hacerlo adrede, no tenía más consecuencia que ésa. Podía sentir, tanto con este acto como con cualquier otro, que estaba rompiendo una barrera, que abría camino donde otros no veían posibilidad alguna. 
No sólo fue en esta ocasión cuando rompió esa “cuarta pared”. El día anterior había pasado por una pastelería y había robado una magdalena del mostrador. Le dio un mordisco delante de la dependienta y salió corriendo… Nada más ocurrió. Escuchó gritar a la dependienta pero no miró atrás. Cuando le apeteció, paró y terminó de comerse la magdalena: le supo mejor que ninguna otra que hubiera comido en su vida. A continuación, para compensar ese acto que desde un punto de vista moral, ético, podría censurarse, entró en otro establecimiento y dejó en el mostrador dos euros. Y se fue. El dependiente era asiático, por lo que dedujo que era posible que se hubiera metido en un “todo a cien”. Cuando salió, sin correr, escuchó una voz que pronto cesó. Y tampoco pasó nada. 
    La vida le parecía, viviéndola de ese modo, transparente, cristalina. Todos esos actos limpiaban su mente, barrían el polvo y activaban sus neuronas. 
     Cuando dejó de llover  compró un paraguas. Entró empapado a la tienda y pidió uno, el más feo. Blanco con grandes lunares rojos. Mango amarillo chillón. El dependiente le miró extrañado  mientras le cobraba. Agustín no sabía si por el color del paraguas, porque ya había dejado de llover o porque estaba empapado.
     —Es por si saliera el sol. Me gusta mi piel blanca —le espetó al dependiente con una sonrisa de oreja a oreja. 
     El sol había salido tímidamente así que caminó entre la gente con el paraguas abierto. Sonreía al verse como le veían los demás. Y a la vez sentía cierta pena hacia el resto del mundo. Tan siniestros, todos iguales.
     —¡Agustín! —escuchó como alguien le llamaba unos metros por detrás de él.
     Se paró, seguía sonriendo.
     —¿Éste es? —preguntó el policía.
     —Sí  —contestó otro, el que la había llamado, de bata blanca—. Vaya susto nos has dado.
     —Estoy muy bien.
     —Ya lo sé Agustín, pero ahora debes volver a la residencia. Recuerda tu enfermedad, lo hemos hablado muchas veces. Estás en fase de euforia, te acaban de cambiar la medicación, el litio, y no deben haber acertado. Tienes que intentar darte cuenta de tus cambios, y consultar si tienes dudas.

martes, 20 de agosto de 2013

MANADA DE HAIKUS IV

           
                Los alrededores de la vida.


            JOSÉ LUIS CUERDA, Si amaestras una cabra, llevas mucho adelantado.


            Pasa la vida.
            De su significado,
            no tengo idea. 


¿Qué es trascendente?
Nada tiene permiso,
en estos tiempos.


            Indescifrable:
            esta vida en colores,
            para el daltónico.


La tregua, andamios.
La borra del café,
vivir adrede.


            Días perdidos:
            vendo los que me queden,
            compro emociones.


Herida abierta.
Tu voz, tu risa azul:
tirita puesta.


            La noche llena,
            por las calles sin sueño,
            de luz tus ojos.


Vive la vida,
porque no hay, esperándote,
ninguna más.


            Hueles a lluvia.
            Te dejas hacer. Tiemblas.
            Sabes a sal.


Lo ignoro todo.
Del futuro del que hablan,
no tengo avisos.


            La noche trae,
            a la memoria pájaros.
           ¿Morir?, no saben.

jueves, 25 de julio de 2013

OTRA PIEZA MÁS EN EL PUZZLE

         Ella, por su parte, se echó a temblar así que me vio.


NORMAN MAILER, Los tipos duros no bailan.



Con el cuchillo entre los dientes hurgaba en el estómago abierto de la mujer, que tendida en el suelo, escupía sangre cada vez con menos fuerza. Fue sacando parte de los intestinos, realmente poco o nada sabía de las entrañas del cuerpo humano, por lo que iba extrayendo material orgánico sin saber muy bien qué era. La sangre que emanaba la boca de aquel cuerpo ensangrentado se había transformado en apenas unos hilillos rojizos que caían por la comisura de los labios. Hacía ya unos minutos que había perdido la vida, pero por dentro aún estaba caliente.

Hubo órganos que no consiguió extraer, por mucho que intentó tirar de ellos. Tampoco tenía la necesidad de sacarlos todos, podía perfectamente abrirlos dentro del cuerpo con el mismo cuchillo que había utilizado para destrozarla. Pese a no llevar más que unos minutos buscando, estaba empezando a impacientarse, pues la sangre llegaba peligrosamente al umbral de la puerta y pronto saldría al pasillo a la vista de cualquier vecino. Excitada como estaba no pensó en poner algún paño en la puerta, además, no era su casa, no sabría donde encontrar uno.
Cansada y asqueada se oía a sí misma jadear cada vez más, con las manos hundidas en aquel cuerpo caliente, chorreante, eviscerado; que guardaba en algún recoveco lo que ella necesitaba. El calor asfixiante del verano convertía aquellos angustiosos momentos en una odisea de sudor y mal olor. La temperatura se hacía insoportable por momentos y las ganas de beber agua se mezclaban con las ganas de vomitar. 
Su teléfono móvil comenzó a sonar. Con las manos empapadas en sangre abrió la tapa.
—No es un buen momento —dijo—. Estoy en plena faena. 
—¿Ya está abierta? —preguntó la voz metálica que la había guiado durante los últimos días.
—Sí —contestó mientras seguía hurgando con la mano que tenía libre.
—Se me olvidó decirte que esta es un poco especial. La pieza no está en su interior… o al menos no tan adentro.
—Ya me lo podías haber dicho antes.
—Forma parte del divertimento.
Hubo unos segundos de silencio. No quiso colgar por si necesitaba oír algo más.
—En el telediario eres sospechosa. Hay ya un gran revuelo. Se están descubriendo los asesinatos, tu nombre comienza a sonar con fuerza…
—No necesito que me cuentes eso ahora.
—Sé que no lo necesitas, pero quiero contártelo. Es parte del divertimento también.
—¿Cómo conseguís introducir las piezas en los cuerpos?
—Eso lo sabrás a su debido tiempo, o tal vez no. No depende de mí.
—¿De quién depende entonces? ¿Hay más psicópatas como tú?
—Si no hubieras hecho lo que no debías…
—¿Todo esto por aceptar dos mil euros al mes durante un año? 
—Como concejala no deberías aceptar sobornos… Pensé que estarías aprendiendo la lección con esta experiencia, es el décimo asesinato que cometes en dos días.
Mientras hablaba intentó dar la vuelta al cadáver sujetándolo por las muñecas. Notó un pequeño bulto. Ahí estaba.
—¡La encontré!
Cogió el cuchillo dejando el móvil en el suelo. Introdujo el cuchillo ensangrentado en la muñeca, clavándolo sin ningún pudor y destrozando también aquella parte del cuerpo, que pronto se convirtió en un amasijo de tendones desgarrados chorreantes de sangre. Pese a ello tuvo que escarbar para coger la pieza entera.
—¡La tengo! —gritó, satisfecha—. Es un seis.
—Ya tienes los diez números de la cuenta corriente.
—Las cuentas corrientes tienen veinte y una tarjeta para poder sacar el dinero y huir del país. Como prometiste.
—Te voy a confesar algunas cosas de las que no pensaba hablarte. La primera es que pese a ser el primer experimento que hacemos, ha salido muy bien. Tu elección no fue al azar, pero no pensaba que fueras capaz de llevar a cabo los asesinatos. Pensé que te entregarías o intentarías huir.
—Conocía bien a algunas de estas personas, tampoco eran trigo limpio. La mayoría verdaderos hijos de puta. O hijas de puta.
—En eso tienes razón. También eran corruptos, cada uno en su ámbito. 
—¿Qué había hecho esta? —preguntó, en tono despectivo.
—Había engañado a muchas buenas personas para que invirtieran su dinero. 
—Ya… ¿Que sois unos Robin Hoods sádicos?
—No nos hemos puesto nombre. Pero ése no es malo.
—Tengo un poco de prisa, ¿dónde están los otros diez números y le tarjeta?
—¿Tienes papel y bolígrafo?
Miró a su alrededor y no vio con que apuntar. La voz metálica comenzó a dictar los números y sabía que no los repetiría. Así  que utilizó la sangre como tinta, su dedo como pluma y el suelo como papel en blanco.
—¿Los tienes?
—Los tengo —sonrió, satisfecha.
Hubo unos segundos de silencio.
—¿Y la tarjeta?
—Antes, debes hacer algo por mí.
—¡Otra vez no! Me prometiste…
—Ya sé lo que te prometí. Es parte del divertimento prometer y no cumplir, ¿o no?
—…
—Tranquila, no cometerás más asesinatos. Aunque tampoco parece que te haya costado demasiado… Una última prueba y te diré dónde está la tarjeta.
—¿Cuál es?
—Quiero que cojas la pieza del puzzle y la introduzcas en tu vagina. Alguien la requerirá en unos días…
              

domingo, 30 de junio de 2013

ENTRADA ACLARATORIA III

        En la anterior entrada aclaratoria comentaba estar sumergido en el intento de escribir una novela. Sigo en ello. El proyecto va despacio como no podía ser de otra manera, pero avanza. Y tengo ganas de continuar con el intento.
Todos los relatos que he publicado desde la anterior entrada aclaratoria eran relatos que estaban guardados en un cajón, escritos hace años. Los he modificado y corregido para que estuvieran a mi gusto. Todos excepto “Ni versos ni libres”, que no es un relato y tampoco algo que estuviera guardado en un cajón. Es el único escrito en la actualidad.
De ahora en adelante volveré a publicar relatos nuevos, escritos por mí justo antes de publicarlos. Creo que podré compaginar ambos proyectos. Intentaré también continuar leyendo los blogs que sigo y los que se puedan ir sumando durante este tiempo.



Gracias.

domingo, 9 de junio de 2013

VENDO UN VACÍO

          Y ahora, pasados cinco años, me causa el dolor y el remordimiento de lo que quedó sin respuesta.


          PATRICK MODIANO, Barrio Perdido


Vendo un vacío que no soy capaz de llenar con nada. No sé de qué está hecho, pero es inabarcable.
No sé llenarlo, por eso lo vendo. Si supiera, me lo quedaría. He pensado que alguien, tal vez, pueda darle algún tipo de utilidad. O llenarlo. Pero repito que a mí me ha sido imposible. ¿El precio? Seguro que llegamos a un acuerdo.
Pero cuidado, que este vacío es especial. No se llena con amigos, ni con distracciones. No se llena con sexo. No desaparece si duermes o si sales a tomar una cerveza. No se esfuma si piensas en él, tampoco si intentas olvidarlo. Leyendo, imposible. Siempre está ahí, sin complejos. Sin pedir perdón.
         Por eso, quien crea tener una vida completa, rebosante, y piense que puede hacerse cargo de este vacío llenándolo poco a poco, para así sentirse bien, aún más completo; yo se lo vendo. El único temor que me aflige, si finalmente alguien lo quiere y decide comprarlo, es la contestación a la siguiente pregunta: ¿qué quedará de mí cuando el vacío sea de otro?         

jueves, 9 de mayo de 2013

REENCUENTRO

Sus ojos de eucaliptus roban sombra,
su cuerpo de campana galopa y golpea.


PABLO NERUDA, Residencia en la tierra.


—No puedo pensar en otra cosa.
—¿En qué?
—No puedo evitar pensar que la boca que me habla, que esos labios que  se mueven, que esos dientes tan blancos han chupado mi polla.
—¿Y qué?
—Que me da morbo.
—¿Te excita?
—No exactamente. Me da morbo.
—¿Qué diferencia hay?
—No lo sé. Pero ahora no estoy excitado, simplemente pensar, hablar de ello contigo, me da morbo.
—¿Te corriste en mi cara?
—¿No te acuerdas?
—¿Por qué debería? ¿Te acuerdas tú de todos los polvos que has echado?
—No. No me acuerdo de todos. Pero de ti sí me acuerdo.
—¿De cuando follamos?
—Sí… de eso y de todo lo demás.
—¿Todo lo demás?
—Sí, ya sabes…
—¿De qué?
—No me mires así, sabes perfectamente de lo que hablo: las sensaciones, las caricias, los sonidos.
—¿Los mimos? ¿El “después”?
—Sí, llámalo como quieras. Pero no ha pasado tanto tiempo como para que lo hayas olvidado.
—¿Hiere eso tu orgullo de macho? ¿Cuánto hace que no nos vemos?
—Tres años. 
—¿Y desde la última vez que follamos?
—Lo mismo.
—¿A cuántas tías te has tirado desde entonces?
—No lo sé... diez, once, doce…
—¿Alguna especial?
—No… ¿Te imaginas lo que debe sentir alguien que haya subido al Himalaya?  ¿Alguien que haya coronado el Everest? Esa sensación de que ha hecho algo especial, el vacío al pensar que por su propio pie jamás podrá subir más alto. La certeza de que no hay montaña en la faz de la tierra que supere esa cima…Yo… llevo tres años bajando esa montaña… 
—Sí.
—¿Sí qué?
—Te corriste en mi cara.
                  

domingo, 7 de abril de 2013

ADIÓS TREN

     Entonces extraje la libreta y empecé a escribir esto, para leérselo a ella cuando estuviéramos otra vez en casa, para leérmelo a mí cuando estuviéramos otra vez en casa. Otra vez en casa. Qué bien sonaba. Y sin embargo parecía lejano, tan lejano como la primera mujer cuando uno tiene once años, como el reumatismo cuando uno tiene veinte, como la muerte cuando sólo era ayer.


     MARIO BENEDETTI, La sirena viuda.


     De repente entras en mi cuarto, sin llamar.
     —Lo siento.
     —A veces dices cosas que duelen —digo tumbado desde la cama—. Ya pasará, no te preocupes.


     —Cagón, ¿a que estás cagando? —preguntas desde el otro lado de la puerta.
     —¡SÍ! —respondo  molesto.
     —¡Lo sabía! —te oigo decir mientras te marchas.


     Tu voz se va apagando. Tu garganta se quiebra. Estamos en la cocina, por la mañana. Te abrazo en silencio.
     —Gracias  —susurras.


     Me preguntas por cualquier tema sin importancia. Los dos estamos tumbados en un sofá: tú en el pequeño, yo en el grande. Cuando te estoy respondiendo me interrumpes cambiando bruscamente el objeto de la conversación. “Contestar rápido y con monosílabos la próxima vez”, apunto mentalmente.


     Te acabas de arreglar. Te despides de mí y de nuestro compañero de piso. Llevas un vestido negro sin escote encima de unas medias negras.  Te queda demasiado bien. Noto como salivo mientras te das la vuelta y te marchas. Noto que lo has notado.


     Has discutido con él. Con aquel humorista famoso con el que quedabas tan a menudo, te ha levantado la voz y prácticamente te ha echado de su coche. Jamás lo volverás a ver. 


     Discutes con nuestro compañero de piso. Yo no tomo partido. Eso te irrita. Acabas metiéndote en tu cuarto dando un portazo. Tenías razón en todo. Él no entiende nada.


     Mandas un mensaje por el móvil.
     —Le he enviado un mensaje a un antiguo ligue, le he preguntado si está libre esta noche.
     —Qué bien —contesto distraído.
     —¿Estás depilada?, me acaba de contestar.
     —Joder…
     —Sí, es un poco bruto, pero tiene una polla… Me voy.
     Yo también fornico esa noche. Del nombre de la chica ni tan siquiera me acuerdo. Sí recuerdo que se enfadó conmigo porque a la noche siguiente estaba con otra.


     Me levanto con mucha resaca. Tú ya estás tirada en el sofá grande. Te duele la cabeza. Me siento en el sofá pequeño. De repente te incorporas despacio y coges un paquete de pañuelos de la mesa. Por un momento, mientras abres el paquete coges un pañuelo y lo cierras, veo tus tetas. Estás muy inclinada y casi nunca llevas ropa interior debajo del pijama. Me gusta lo que veo.


     Te has comprado ropa. Me la estás enseñando. Yo estoy enfermo, tengo algo de fiebre. Estoy sentado en el sillón mientras me hablas con ese acento tan meloso y característico de las gallegas. 
      —¿Tanto te importa lo que piensen de ti los demás?
     —¡No! Yo no me compro la ropa por lo que piensen los demás cuando me ven. Yo me la compro para mí.
     Me has convencido aunque no te lo digo. Cuando terminas y te doy mi veredicto, te acercas y me das un beso en la mejilla, dándome las gracias. Después me preparas una infusión que me despeja la tos y me repone casi al cien por cien.


     Te vuelves a quejar. Siempre andas diciendo que la gata que vive con nosotros recibe más mimos que tú. Y tienes razón. La gata es de nuestro compañero de piso. Él la quiere mucho. Nosotros también.


     Nos tumbamos en los sofás a ver una película de Woody Allen. Nos reímos.  Tú te ríes más. Me gusta cuando ríes. 


     Te fumas un porro. Estamos cuatro en casa: los tres que vivimos en ella y una amiga común. Jugamos un rato. Me muerdes la nariz y me colocas una flor en el pelo. Nos hacemos fotos. Te colocas un pañuelo cubriéndote la cara: sólo se ven tus ojos, tan azules.


     Salgo a tomar algo y termino en casa con una chica medio virgen pero con muchas ganas. Nos caemos de la cama varias veces. Rompemos el flexo que estaba en la mesilla. Por la mañana le pido que se marche, tengo mucha resaca y no quiero fornicar otra vez. Esa misma noche tú te besas con tres chicos pero no fornicas con ninguno.


     Estoy enamorado de otra. Se lo digo. Ella tiene novio pero aún así sucede. Con el tiempo me hará daño. Al final la echaré de mi vida y ella ni siquiera sabrá por qué, o no lo querrá saber.


     Tú empiezas a salir con dos chicos. Uno es de Madrid, el otro vive en Santiago. A ti te gusta más el de Madrid. 


     Salimos a tomar algo tú y yo. Ya no mantenemos relación con nuestro compañero de piso. Me cuentas por qué terminaste con el chico de Madrid a pesar de que tenía una polla enorme que no te entraba en la boca. Yo te cuento que no sé muy bien qué hacer con lo que siento. Estoy perdido y lo sabes. Me escuchas. Me cuidas.


     Llegamos a casa después de tomar algo con unos amigos comunes. Me siento en la silla que hay en tu cuarto mientras tú recoges la ropa y ordenas unos libros. 
     —Tú eres un tío genial —me animas—, tienes que darte cuenta.
     —Tú también.
     Nos damos un abrazo. Me voy a mi cuarto aunque me quedo con ganas de más. De mucho más.


     Llegas al piso un poco borracha, has ido a la comunión de tu primo. No llevas las gafas. Me enseñas tus ojos azules. Yo estoy en mi cuarto terminando un trabajo. Llevas una camiseta de tirantes blanca, muy ajustada. Unos pantalones vaqueros muy ceñidos, que marcan perfectamente ese culo al que yo llamo cariñosamente “culo pollo”. A ti te gusta que lo llame así. Y a mí me gustas tú.


     Es junio, la noche de San Juan. Vamos a una hoguera. Al principio solos tú y yo, luego se nos une más gente. Al final nos vamos a un bar a jugar al ajedrez. Noto, aunque no me lo reconozco a mi mismo, que te empiezo a gustar. 


     —¿Tú te liarías conmigo? —me preguntas en mi cuarto.
     —Somos compañeros de piso.
     —Ya estamos con las cobardías: dentro de poco lo vamos a dejar de ser.
     —Sí —te miro—. Me liaría contigo.
     —Pues el otro día cuando te dije que estaba mimosa…
     —Dormimos juntos.
     —Ya… pero no sólo quería eso —Y te vas.


     Vamos a la playa. Tú te quedas sólo con la braga del bikini. Yo no puedo dejar de mirarte. Hay más gente, pero apenas reparo en los demás. Salivo al imaginarte encima de mí.


     Vamos en tu coche, me estás ayudando con unos recados. Noto que estamos atravesando una línea. Estamos rompiendo las fronteras que separan a dos personas. Esa noche cenamos en un parque a la luz de las velas. 


     Estamos tumbados en mi cama, faltan dos días para que me vaya. Es de noche, llevamos hablando un rato. Mucho rato.
     —Quítame ya la ropa  —me dices cansada de la conversación.
     Lo hago. Meto la mano por debajo de tu camiseta escotada. Te desnudo, me desnudas; te chupo, me chupas; te penetro. Noto como te excitas, como te mojas. Te corres. Tus ojos azules dejan espacio al blanco y te chupas un dedo. Me corro y te beso la nariz.
     —Muérdeme el culo hasta que me quede dormida —me pides.
     Lo hago encantado.


     Nos pasamos todo el día tirados en la cama. Hablando, acariciándonos. Quieres hacer el amor otra vez. Yo no lo consigo, pero te masturbo hasta que te vuelves a correr, tú me enseñas cómo debo hacerlo. Te ha gustado y repites. 


     Es nuestra última noche juntos. Estamos de fiesta en un bar. Tú te metes en el baño y yo voy detrás. Nos besamos. Me tocas. Te toco. Salimos de allí antes de que sea tarde.
     —Me encontraba mal y ha entrado para ver qué tal estaba —te disculpas ante nuestros amigos.


     Ya no estoy contigo. Llevo un mes en mi ciudad. Hablamos por teléfono, por Internet. Pero ya nada es lo mismo. Cuando conectamos me siento frustrado. Y cuando no, me mosqueo. Tú te cansas de eso. 


     Discutimos. Tú tenías razón. Se nos pasa, volvemos  a conectar. Me vuelvo a frustrar.


     Te propongo una escapada, los dos juntos. Tú me dices que no. Te digo que no estoy cabreado, pero lo estoy.


     Han pasado varios meses. Te llamo por el día de tu cumpleaños dos veces. No respondes. 


     Me envías un mail pidiéndome disculpas por no cogerme el teléfono. Ya es tarde. He decidido sacarte de mi vida para siempre, estoy harto de todo, no debo seguir así. No quiero saber nada de ti, aunque con el tiempo me arrepentiré. 


     Adiós tren.
  

                  

lunes, 18 de marzo de 2013

NI VERSOS NI LIBRES


            ¿De dónde hay que partir de nuevo?


        JUAN GELMAN, El emperrado corazón amora.


I

Ser felices porque sí,
porque las fotografías lo ordenan.
Caminar por una playa que nunca será nuestra.
Contar las orillas. Despertar.
No perseguir nada, como la noche, como el día.
Estar de pie o boca abajo.
La verdad ya no es exacta, dejó de existir. Como los vértices geodésicos, como la geografía, como la historia.
El cadáver sonriente de la verdad camina sujetando un espejo en el que sólo ella es reflejada. Está en todas partes: en las calles, en las casas, en las duchas.


II

El espacio entre los cuerpos ha desaparecido, caminamos hacinados.
El alma, ha sido desahuciada.
La batalla la perdemos hoy, aquí, a la vista de los ciegos, más preocupados por caminar que por encontrarse.
La simple olla, el simple asfalto, la simple lluvia, el simple estar, el simple amor; no dicen nada. No trascienden, son la suma en un todo sin importancia.
La eme se ha perdido, la a se ha suicidado, la erre murió de sobredosis, la o está siendo torturada en este mismo instante. Ya no están entre nosotros, hacinadas. No las entendemos y las escupimos sin más.


III

Somos porque debemos ser.
Ya no vive nadie en estos nidos vacíos.
La mediocridad inunda nuestro hábitat y nos da de mamar de una teta henchida de nada. Placebo que nos ata a esta compañía yerma.
Nadie se libra: ni sacerdotes, ni eruditos, ni amigos, ni yoes…
Contagiados sin cabeza conducen el día hacia la noche. Automáticamente.
Y los que podrían cambiarlo no lo hacen porque no saben que pueden; porque no quieren llenar los nidos vacíos; porque se desangraron intentando transformar el hábitat mediocre.
No hay exilio para esta patria perdida.




miércoles, 6 de marzo de 2013

EL GLADIADOR

     Es muy probable que le gusten las flores y los animales domésticos. Podría enviarle una rosa y dos docenas de dobermans.


     EDUARDO MENDOZA, Sin noticias de Gurb.


     Alfonso apenas llegaba a medir un metro setenta. Su peso, tal y como había anunciado el narrador del combate, no alcanzaba los sesenta kilogramos. Nada que ver con el oso peludo que tenía delante, que medía cerca de los dos metros y pesaba más de cien kilos. 
     —¡Mantente alejado de él! ¡Mantente alejado de él! ¡Baila Alfonsín, baila!   —indicaba su entrenador desde una esquina del cuadrilátero.
     Hacía pocos segundos que la campana que daba inicio al combate había sonado: “Clin – clin”, y el miedo había paralizado absolutamente el endeble cuerpo del púgil. Sin embargo, el oso se acercaba raudo con la intención de asestar el golpe de gracia a su dudoso rival e irse a cenar con alguna de las chicas que le esperaban a la salida del evento. 
     Fue durante esos instantes cuando Alfonso recordó los motivos que le habían conducido hasta esa situación. Como si estuvieran pasando traileres de diferentes películas, comenzó por recordar como su novia, que guardaba cierto parecido físico con su rival de esa noche, le había convencido para ir al gimnasio a ponerse en forma. Él tuvo sus reservas, el aspecto físico, sobre todo el suyo, nunca le había importado demasiado. Con el tiempo descubriría que la verdadera intención de su chica era quedarse sola en casa para beneficiarse a un primo lejano.
     Recordaba a la perfección la tabla de ejercicios que su preparador físico había elaborado para él: correr durante una hora, hacer cientos de abdominales, miles de flexiones... Pero sobre todo, lo que no había olvidado, era lo difícil que le resultaba llegar andando a su casa tras salir de una de esas sesiones de preparación. Sentir la llamada de la gravedad a cada paso, los mareos, las nauseas. Y es que Alfonso nunca había sido buen deportista. Ni buen estudiante. Ni buen amante. Pocas cosas podía enumerar que hiciera medianamente bien. En su trabajo, reponedor de unos grandes almacenes a jornada completa, siempre le encargaban las tareas más sencillas, pues más de una vez había tirado estanterías al suelo por intentar colocar algún producto en las repisas más elevadas. Por suerte  nunca nadie había resultado herido, aparte de él. No le habían despedido porque su tío era el encargado y apreciaba a su sobrino tal y como era: mal hecho.
     El día en que todo el asunto comenzó, él estaba pegándose con el saco. Daba un enérgico puñetazo con la diestra, luego con su mano izquierda; lo que normalmente sucedía a continuación era que el saco se iba hacia él y le tiraba al suelo. Fue allí tumbado, bajo el saco, cuando comenzó a escuchar un murmullo y a continuación un estruendoso aplauso. Se levantó no sin trabajo con la intención de dirigirse al lugar donde estaba congregado todo el gimnasio. Pero él, bajito y enjuto, no conseguía ver nada ni hacerse un hueco entre el sudor de tanto armario empotrado. Intentaba preguntar a los allí presentes pero todos le hacían caso omiso. La mayoría ni se habían percatado de su presencia. Más tarde se enteró, que quien había acudido ese día al gimnasio era un antiguo boxeador que en sus días de gloria había conseguido ganar unos cuantos torneos. Tan sólo dos días más tarde el gerente del gimnasio le llamó a su despacho. A la inesperada reunión, a la que Alfonso acudió en pantalones cortos y camiseta de tirantes, habían acudido el afamado exboxeador con un nuevo talento que presumía de haber encontrado en los suburbios del barrio chino de la ciudad; precisamente el oso que tenía delante mientras recordaba todo esto. Querían que se subiera al cuadrilátero para pelear con la bestia que estaba sentada a su derecha. Alfonso balbuceó una frase ininteligible e intentó huir, pero un par de gorilas que acudían regularmente al gimnasio plantados justo a la salida del despacho le cerraron el paso justo cuando abrió la puerta. Rebotó contra ellos y cayó de nuevo en la silla, quedando la cabeza donde suelen ir los pies. 
     Le ayudaron a colocarse y le sugirieron que no hiciera más el imbécil puesto que no tenía elección. Él lo sabía. No era la persona más inteligente que había en aquel despacho, de hecho siempre que había más de tres personas en una habitación, nunca era el más inteligente; pero conocía de sobra los trapicheos que aquella pandilla de mafiosos solía traerse entre manos: combates amañados, drogas, blanqueo de dinero… decidió sentarse a escuchar.
     El trato parecía sencillo: una pelea, no hacía falta que se dejara ganar, de hecho le propusieron que empleara todas sus fuerzas y que entrenara todo lo que pudiera para que el combate resultara medianamente creíble. Fueron sinceros con él, necesitaban ganar dinero y querían apostar. Debía perder por K.O. en el primer minuto, pero de eso ya se encargaría Baloo. ¿Qué obtenía él a cambio?, parte de los beneficios, una aparte muy pequeña. Lo justo para arreglarse la boca después del golpe que le dejaría inconsciente. Ante aquella encerrona no le quedó otro remedio que aceptar el trato. 
     Durante las siguientes semanas no sólo entrenó muy duro, si no que empezó a ir a la iglesia y a rezar por las noches. Eso le hacía sentirse más seguro.
     Cuando terminó de recordar toda la situación, el puñetazo de Chewaka estaba a escasos centímetros de su cara. Alfonso decidido a poner todo de su parte, intentó esquivarlo y lo consiguió. Parecía que todas las horas de entrenamiento y todo el dinero dejado en el cepillo de la iglesia habían dado sus frutos. Ya habían transcurrido veinte segundos de combate y todavía seguía en pie. Su entrenador, su propio tío, ajeno a toda la negociación que su sobrino había mantenido: perder el combate durante el primer minuto a cambio de una nueva dentadura, le animaba con toda su alma.
     El oso panda continuaba con su asedio, pero Alfonso bailaba sobre el cuadrilátero y su oponente, torpe, no le daba alcance. El gerente del gimnasio y el representante del Yeti comenzaban a impacientarse. Ya habían transcurrido cuarenta segundos y Alfonso cada vez parecía más escurridizo. Cincuenta y  Jabba el Hutt  aún no lo había rozado. 
     Alfonso estaba pletórico, empezó a creer que podría ganar ese combate, que estaba al alcance de su mano. Pero lo que realmente estaba al alcance de su cara era el puño cerrado de su contrincante. Alfonso cayó a la lona y perdió el conocimiento. 


     Se despertó horas después en una cama de hospital sin ningún diente en la boca. Su tío estaba decepcionado, pues su sobrino apenas había aguantado en pie. Al lado de su tío estaba el gerente del gimnasio con mala cara. Su tío salió de la habitación para que pudieran hablar a solas, y justo cuando Alfonso iba a darle las gracias por su preocupación, por esperar allí a que se despertara, el gerente lo cogió por los pelos, lo tiró de la cama y le propinó una patada en el estómago. 
     —¡Imbécil! ¡Nos has hecho perder mucho dinero! Mira que caer tres segundos por encima del minuto... Ahora, escúchame bien  —le dijo asiéndole por el cuello—, nos lo vas a pagar todo, absolutamente todo.


         

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