sábado, 22 de octubre de 2011

CULPABLES

      "¿Soy a pesar de todo como los demás?” era una pregunta que solía hacerse cuando de pronto se despertaba por las noches. “¿Soy como el resto de la gente?"

      FRANCIS SCOTT FITZGERALD, Suave es la noche


No eran la pareja perfecta y lo sabían. Pero mientras encontraban algo mejor, se entretenían. Lo malo para ella, y para él, era que ese mientras tanto ya duraba demasiado y el final del camino había llegado ya, entre tímidas señales de aviso, entre brumas. Y la meta indeseable no era otra que el altar y el alcoholismo, para ambos por igual.
La pareja se había conocido a través de amigos de amigos, pero si le preguntabas a ellos, ni tan siquiera eso tenían claro. Se habían gustado, por supuesto, y ese regusto compartido había durado sus buenos seis o siete meses, y después, cada uno por su lado, sigilosos, habían trazado el mismo plan: aguantar hasta que apareciera algo mejor. Así tenían compañía, algo de sexo satisfactorio y sus familias y amigos, la sociedad en general, les aceptaban orgullosos. Y además, puesto que a nivel emocional la relación no había ido a más, dejarlo no supondría un problema.
En todo esto pensaban los dos plantados en el altar mientras el cura soltaba su retahíla, en lo que para ellos era esa meta a la que no habían querido llegar y desde la cual comenzaba una nueva carrera, cuesta abajo, directa al sumidero. La catedral era preciosa, ya podía serlo además, con todo lo que les había costado encontrar fecha. Los invitados debían vestir de etiqueta, y en la cara de los familiares más cercanos, abuelas, madres, tías de ambos, se reflejaba la satisfacción de casarla a ella y de que él, por fin, sentara la cabeza oficialmente. Las abuelas lloraban, las madres también. Las primas criticaban mentalmente a la novia y algunas tenían fantasías con el novio, al igual que los amigos de éste, que si bien no envidiaban la situación de su amigo, sí fantaseaban con la novia, pese a no ser especialmente atractiva. Y es que en eso también eran una pareja convencional, sin querer serlo: ni guapos ni feos ni altos ni bajos. Tal vez él tuviera menos pelo del que debería y ella un trasero ligeramente más grande de lo que la mayoría encontraban atractivo, pero los dos tenían un pase.
Jesús, Jesusito, como era conocido por todos, tenía un nudo en la garganta. Pese a no ser especialmente inteligente, tenía una carrera que había sacado con mucho esfuerzo a base de agotar convocatorias, se daba cuenta de que el abismo estaba allí mismo, justo en el “sí quiero”. Y no por el matrimonio en sí, si no por casarse con quien no quería. Recordaba, mientras el cura continuaba con su homilía, las dos aventuras que había tenido durante su noviazgo. Una con una camarera, en un fin de semana loco, que no había ido a más. La otra con una compañera de carrera, con la que había cortado por lo sano, sin estar muy convencido, hacía unas pocas semanas. Tampoco sentía nada especial por ella, pero la novedad cuando el tedio te rodea, pensaba, era un espléndido despertar.
Ella, Asunción, por un lado estaba satisfecha. Había contentado a su familia y se estaba casando con un hombre bueno. Además los dos tenían trabajo, por lo que el dinero no les iba a faltar. Por otro lado estaba fatalmente hundida, destrozada. Sentía un vacío interior asfixiante cada vez que pensaba en ese italiano que conoció en un viaje y que tantas satisfacciones le había proporcionado, o en el portugués que conoció cuando estuvo de erasmus, o en el marroquí que vendía hachís en el barrio de al lado, o en el charcutero de toda la vida, al que todavía veía en la trastienda…
—Sí, quiero… —dijo ella.
—Sí, quiero… —dijo él.
Felizmente condenados se dieron la vuelta en el altar cuando el cura terminó su sermón. Los familiares más cercanos se acercaron a felicitarles, mientras que los amigos les esperaban fuera para tirarles arroz a manos llenas. De ahí, todos se trasladaron al lugar de la comida, excepto los novios, que se fueron a hacer las fotos de rigor en un parque cercano, emblemático en aquella ciudad. 
Mientras que la boda había pasado como una exhalación entre recuerdos, las fotos se hicieron eternas, ninguno de los dos tenía demasiadas ganas de tocar al otro, y el fotógrafo, un gran profesional, no paraba de repetir fotos hasta dar con la que más se aproximaba a la que quería. Cuando por fin llegaron al lugar de la comida, de los más caros de entre los que habían podido elegir, recibieron el aplauso sincero de tías, abuelas y madres; y el falso, receloso y displicente, del resto de los invitados, de los cuales la mayoría sólo esperaban poder comer y beber en paz después de lo que les habían dado a los novios como espiga. Además, ya se estaban relamiendo al pensar en su propia boda los que aún no se habían casado y en el dinero que se iban a llevar. 
La comida pasó entre brindis y “vivan los novios”, regalos inesperados, la visita mesa por mesa de la pareja y el baile nupcial, abierto convenientemente por los recién casados, que se habían estado tomando clases un mes entero. Y no mucho después todo terminó. Sin que la fiesta hubiera acabado los novios desaparecieron en un coche preparado para llevarles directamente al aeropuerto. Las maletas ya estaban hechas y Brasil les esperaba.


     Catorce horas después y muchos miles de kilómetros llegaron a su hotel, en Río de Janeiro. Durante el viaje apenas habían hablado más allá de un par de conversaciones insustanciales acerca de detalles de la boda e invitados, pensando, cada uno por su lado, que con eso tranquilizarían a su cónyuge y no dejarían ver lo que realmente pasaba por sus cabezas: un agotamiento aplastante, abrumador.
Se instalaron en el hotel, comieron y echaron una larga siesta para reponer fuerzas. Al despertar se miraron, sabiendo lo que la etiqueta de las relaciones maritales les obligaba a hacer en ese momento. Ninguno de los dos quería, por lo que ella, más ágil, propuso una ducha y un paseo y después una buena cena. Bajaron ataviados con sus mejores galas, y después del paseo y unas cuantas fotos que inmediatamente subieron a las distintas redes sociales de las que formaban parte, se fueron a ver, mientras cenaban al aire libre, el espectáculo que el hotel preparaba todas las noches para sus hospedados. 
Cenaron, y ninguno de los dos, desde que pidieron la primera caipiriña, dejaron de beber. Eso les animó, rieron e incluso se tocaron y se miraron con cierto deseo. Fueron notando, poco a poco, como su lengua se trababa al hablar, un ligero mareo y un sentimiento parecido a la felicidad, que incluso, en alguna milésima de segundo, les hizo sentirse reconfortados de la decisión tomada. Continuaron bebiendo sin parar, bailaron, cayeron al suelo y se besaron. Se sacaron más fotos que también colgaron en Internet. Y con esas sensaciones subieron al hotel dispuestos a exprimir hasta la última gota de aquella primera noche de casados. Sin embargo, cuando se estaban desnudando, cada por su lado pero bien dispuestos, ella sintió como se revolvía súbitamente, vomitando sobre la cama todo lo que había ingerido aquella noche. Él, que hasta ese momento gozaba de una erección bastante notable, sintió como la libido le disminuía de golpe y como también sentía la necesidad de visitar el cuarto de baño. Mientras él vomitaba, ella dio como bien pudo la vuelta al colchón y cambió las sábanas. Cuando Jesús salió del baño, peor de lo que había entrado, ambos se miraron y sin decir una palabra se tumbaron frente a frente, dedicándose una última mirada de quienes se saben condenados para siempre.



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