lunes, 18 de marzo de 2013

NI VERSOS NI LIBRES


            ¿De dónde hay que partir de nuevo?


        JUAN GELMAN, El emperrado corazón amora.


I

Ser felices porque sí,
porque las fotografías lo ordenan.
Caminar por una playa que nunca será nuestra.
Contar las orillas. Despertar.
No perseguir nada, como la noche, como el día.
Estar de pie o boca abajo.
La verdad ya no es exacta, dejó de existir. Como los vértices geodésicos, como la geografía, como la historia.
El cadáver sonriente de la verdad camina sujetando un espejo en el que sólo ella es reflejada. Está en todas partes: en las calles, en las casas, en las duchas.


II

El espacio entre los cuerpos ha desaparecido, caminamos hacinados.
El alma, ha sido desahuciada.
La batalla la perdemos hoy, aquí, a la vista de los ciegos, más preocupados por caminar que por encontrarse.
La simple olla, el simple asfalto, la simple lluvia, el simple estar, el simple amor; no dicen nada. No trascienden, son la suma en un todo sin importancia.
La eme se ha perdido, la a se ha suicidado, la erre murió de sobredosis, la o está siendo torturada en este mismo instante. Ya no están entre nosotros, hacinadas. No las entendemos y las escupimos sin más.


III

Somos porque debemos ser.
Ya no vive nadie en estos nidos vacíos.
La mediocridad inunda nuestro hábitat y nos da de mamar de una teta henchida de nada. Placebo que nos ata a esta compañía yerma.
Nadie se libra: ni sacerdotes, ni eruditos, ni amigos, ni yoes…
Contagiados sin cabeza conducen el día hacia la noche. Automáticamente.
Y los que podrían cambiarlo no lo hacen porque no saben que pueden; porque no quieren llenar los nidos vacíos; porque se desangraron intentando transformar el hábitat mediocre.
No hay exilio para esta patria perdida.




miércoles, 6 de marzo de 2013

EL GLADIADOR

     Es muy probable que le gusten las flores y los animales domésticos. Podría enviarle una rosa y dos docenas de dobermans.


     EDUARDO MENDOZA, Sin noticias de Gurb.


     Alfonso apenas llegaba a medir un metro setenta. Su peso, tal y como había anunciado el narrador del combate, no alcanzaba los sesenta kilogramos. Nada que ver con el oso peludo que tenía delante, que medía cerca de los dos metros y pesaba más de cien kilos. 
     —¡Mantente alejado de él! ¡Mantente alejado de él! ¡Baila Alfonsín, baila!   —indicaba su entrenador desde una esquina del cuadrilátero.
     Hacía pocos segundos que la campana que daba inicio al combate había sonado: “Clin – clin”, y el miedo había paralizado absolutamente el endeble cuerpo del púgil. Sin embargo, el oso se acercaba raudo con la intención de asestar el golpe de gracia a su dudoso rival e irse a cenar con alguna de las chicas que le esperaban a la salida del evento. 
     Fue durante esos instantes cuando Alfonso recordó los motivos que le habían conducido hasta esa situación. Como si estuvieran pasando traileres de diferentes películas, comenzó por recordar como su novia, que guardaba cierto parecido físico con su rival de esa noche, le había convencido para ir al gimnasio a ponerse en forma. Él tuvo sus reservas, el aspecto físico, sobre todo el suyo, nunca le había importado demasiado. Con el tiempo descubriría que la verdadera intención de su chica era quedarse sola en casa para beneficiarse a un primo lejano.
     Recordaba a la perfección la tabla de ejercicios que su preparador físico había elaborado para él: correr durante una hora, hacer cientos de abdominales, miles de flexiones... Pero sobre todo, lo que no había olvidado, era lo difícil que le resultaba llegar andando a su casa tras salir de una de esas sesiones de preparación. Sentir la llamada de la gravedad a cada paso, los mareos, las nauseas. Y es que Alfonso nunca había sido buen deportista. Ni buen estudiante. Ni buen amante. Pocas cosas podía enumerar que hiciera medianamente bien. En su trabajo, reponedor de unos grandes almacenes a jornada completa, siempre le encargaban las tareas más sencillas, pues más de una vez había tirado estanterías al suelo por intentar colocar algún producto en las repisas más elevadas. Por suerte  nunca nadie había resultado herido, aparte de él. No le habían despedido porque su tío era el encargado y apreciaba a su sobrino tal y como era: mal hecho.
     El día en que todo el asunto comenzó, él estaba pegándose con el saco. Daba un enérgico puñetazo con la diestra, luego con su mano izquierda; lo que normalmente sucedía a continuación era que el saco se iba hacia él y le tiraba al suelo. Fue allí tumbado, bajo el saco, cuando comenzó a escuchar un murmullo y a continuación un estruendoso aplauso. Se levantó no sin trabajo con la intención de dirigirse al lugar donde estaba congregado todo el gimnasio. Pero él, bajito y enjuto, no conseguía ver nada ni hacerse un hueco entre el sudor de tanto armario empotrado. Intentaba preguntar a los allí presentes pero todos le hacían caso omiso. La mayoría ni se habían percatado de su presencia. Más tarde se enteró, que quien había acudido ese día al gimnasio era un antiguo boxeador que en sus días de gloria había conseguido ganar unos cuantos torneos. Tan sólo dos días más tarde el gerente del gimnasio le llamó a su despacho. A la inesperada reunión, a la que Alfonso acudió en pantalones cortos y camiseta de tirantes, habían acudido el afamado exboxeador con un nuevo talento que presumía de haber encontrado en los suburbios del barrio chino de la ciudad; precisamente el oso que tenía delante mientras recordaba todo esto. Querían que se subiera al cuadrilátero para pelear con la bestia que estaba sentada a su derecha. Alfonso balbuceó una frase ininteligible e intentó huir, pero un par de gorilas que acudían regularmente al gimnasio plantados justo a la salida del despacho le cerraron el paso justo cuando abrió la puerta. Rebotó contra ellos y cayó de nuevo en la silla, quedando la cabeza donde suelen ir los pies. 
     Le ayudaron a colocarse y le sugirieron que no hiciera más el imbécil puesto que no tenía elección. Él lo sabía. No era la persona más inteligente que había en aquel despacho, de hecho siempre que había más de tres personas en una habitación, nunca era el más inteligente; pero conocía de sobra los trapicheos que aquella pandilla de mafiosos solía traerse entre manos: combates amañados, drogas, blanqueo de dinero… decidió sentarse a escuchar.
     El trato parecía sencillo: una pelea, no hacía falta que se dejara ganar, de hecho le propusieron que empleara todas sus fuerzas y que entrenara todo lo que pudiera para que el combate resultara medianamente creíble. Fueron sinceros con él, necesitaban ganar dinero y querían apostar. Debía perder por K.O. en el primer minuto, pero de eso ya se encargaría Baloo. ¿Qué obtenía él a cambio?, parte de los beneficios, una aparte muy pequeña. Lo justo para arreglarse la boca después del golpe que le dejaría inconsciente. Ante aquella encerrona no le quedó otro remedio que aceptar el trato. 
     Durante las siguientes semanas no sólo entrenó muy duro, si no que empezó a ir a la iglesia y a rezar por las noches. Eso le hacía sentirse más seguro.
     Cuando terminó de recordar toda la situación, el puñetazo de Chewaka estaba a escasos centímetros de su cara. Alfonso decidido a poner todo de su parte, intentó esquivarlo y lo consiguió. Parecía que todas las horas de entrenamiento y todo el dinero dejado en el cepillo de la iglesia habían dado sus frutos. Ya habían transcurrido veinte segundos de combate y todavía seguía en pie. Su entrenador, su propio tío, ajeno a toda la negociación que su sobrino había mantenido: perder el combate durante el primer minuto a cambio de una nueva dentadura, le animaba con toda su alma.
     El oso panda continuaba con su asedio, pero Alfonso bailaba sobre el cuadrilátero y su oponente, torpe, no le daba alcance. El gerente del gimnasio y el representante del Yeti comenzaban a impacientarse. Ya habían transcurrido cuarenta segundos y Alfonso cada vez parecía más escurridizo. Cincuenta y  Jabba el Hutt  aún no lo había rozado. 
     Alfonso estaba pletórico, empezó a creer que podría ganar ese combate, que estaba al alcance de su mano. Pero lo que realmente estaba al alcance de su cara era el puño cerrado de su contrincante. Alfonso cayó a la lona y perdió el conocimiento. 


     Se despertó horas después en una cama de hospital sin ningún diente en la boca. Su tío estaba decepcionado, pues su sobrino apenas había aguantado en pie. Al lado de su tío estaba el gerente del gimnasio con mala cara. Su tío salió de la habitación para que pudieran hablar a solas, y justo cuando Alfonso iba a darle las gracias por su preocupación, por esperar allí a que se despertara, el gerente lo cogió por los pelos, lo tiró de la cama y le propinó una patada en el estómago. 
     —¡Imbécil! ¡Nos has hecho perder mucho dinero! Mira que caer tres segundos por encima del minuto... Ahora, escúchame bien  —le dijo asiéndole por el cuello—, nos lo vas a pagar todo, absolutamente todo.


         

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