lunes, 22 de agosto de 2011

LOS AÑOS AZULES

     De mi boca salía el Poema Veinte, pero en mi cerebro retumbaban los versos de Maiakovski: “detente, como el caballo que adivina el abismo en las pezuñas, sé sabio, detente”. Pero yo no quería ser ni caballo ni sabio, y el abismo era una invitación azul irresistible.

LUIS SEPÚLVEDA, La lámpara de Aladino

     El frío se hacía notar a primera hora de la mañana. El otoño estaba apunto de llegar y el verano parecía ir dejándole su espacio paulatinamente. En el aire se podía palpar el cambio, la próxima llegada de una estación más fría, más difícil. Caminar por la calle dejaba una sensación inquietante, como si los coches, los edificios, las alcantarillas; notaran que el buen tiempo se alejaba, que los próximos meses serían más oscuros. Toda la ciudad en sí intuía ya el cambio, la transformación a otra cosa, la entrada suave, pero contundente e irrevocable, a días más cortos, de menos luz. Se notaba en el aire.
     Como todas las mañanas desde hacía unos meses, Darío se levantaba y salía de casa a las ocho menos cuarto de la mañana. Se dirigía a su lugar de trabajo: cajero en unos grandes almacenes. Moreno, de estatura media, con el pelo corto, tenía el brillo en los ojos de quien conoce el otro lado de la vida, de quien ha visto más allá. De quien sabe lo que se está perdiendo. 
     Llevaba en la ciudad cuatro meses y había tenido la suerte, según le intentaban hacer ver los pocos amigos que le quedaban en ese lugar, de conseguir un trabajo para poder mantenerse. De nueve a cuatro atendía sin parar a cliente tras cliente. Pasaba los productos por el identificador del código de barras, el cliente pagaba y él le daba el cambio. A grandes rasgos era en eso en lo que empleaba todas las mañanas de lunes a sábado, por un mísero sueldo que casi no le permitía vivir. Las tardes las empleaba en buscar otro trabajo, él había estudiado filología alemana y de ello quería trabajar, si bien se empezaba a dar cuenta que en su ciudad natal era poco menos que imposible. Y es que la vuelta no había surtido los efectos que él había previsto. Por supuesto la familia y los pocos amigos que seguían en la ciudad le habían recibido con los brazos abiertos. Él había notado ese calor, los primeros días. Después todo aquello le había resultado inconstante, no le servía para afrontar el día a día. No podía comer o mantenerse, incluso no podía ser feliz a costa de esas personas. O ya no sabía serlo. 
     Se le hacía duro mirarse al espejo. Solía pasar los días leyendo libros escritos en alemán. De vez en cuando alguien conseguía que saliera de casa, un amigo, un familiar, pero cuando lo hacía era por poco tiempo y para constatar que el vacío que sentía seguía allí, donde lo había dejado meses atrás. Las sensaciones que antes henchían el hueco que ahora sentía, se habían quedado atrapadas cerca del Danubio, en unos ojos increíblemente azules de puro vivos.



     Darío terminó su carrera en el año que le correspondía. Como no tenía otra expectativa laboral y le gustaba lo que estudiaba, decidió hacer el doctorado fuera de España. Estuvo mirando becas y finalmente consiguió la que más le atraía: una beca bien dotada de cuatro años, en Viena. Allí había pasado los cinco últimos años de su vida, al este de Austria, sumergido, siempre que podía, en la piel clara de esa chica alemana a quien ya no podría olvidar jamás.
     Los primeros meses le habían resultado duros. Nunca antes había vivido solo y ahora se veía en esa situación, en un país en el que los horarios y las costumbres eran otros. También la ciudad era mucho más grande. En su llegada, un lunes por la noche, sintió como si la ciudad fuera un gran monstruo; dormido, apaciguado, que sin embargo le iba a devorar de todas formas, pues no le quedaba otra que vivir allí, sumergirse en sus calles y habitar entre su gente. El clima también había sido un problema. Los inviernos eran terriblemente fríos y durante el otoño y la primavera no paraba de llover. La temperatura media a lo largo del año no superaba los diez grados centígrados, sólo durante los veranos conseguía aclimatarse completamente.
     Todas estas dificultades iniciales se vieron compensadas una vez que empezó a trabajar y a ver como su trabajo, que tanto le gustaba, se transformaba a final de cada mes en dinero. Ese dinero le permitía vivir y viajar, ser independiente y disfrutar del día a día. De la vida al fin y al cabo. Su trabajo en la Universität Wien consistía en impartir clases de español unas horas a la semana y en desarrollar su tesis sobre Rilke, tarea que le llevó  más tiempo del que él tenía planeado, de ahí que su estancia en Viena se alargara un año más. Por suerte no le faltó trabajo nunca, pues una vez terminó su contrato con la Universidad, consiguió un puesto en un instituto como profesor de castellano.
     Ya llevaba unos meses en Austria y había conseguido hacerse con un grupo de amistades bastante completo y heterogéneo. No faltaban, por supuesto, compatriotas en su entorno, como le pasa a cualquier persona de nacionalidad española cuando se va  a vivir fuera de su país. De hecho fue con una chica española, gaditana, con la que tuvo su primera relación fuera de España. Pero eso pasó a ser una mera anécdota, un susurro en el oído cuando lo recordaba tiempo después. Esa relación que apenas duró unos meses, terminó poco antes de conocer a Berit. 
     Paseaba, una mañana de principios de Marzo, a orillas del Danubio. Hacía frío, mucho frío. Él llevaba guantes, bufanda y gorro. Iba completamente tapado, nada podía resaltar de su figura ni de su cara, excepto sus ojos, por otro lado bastante vulgares. En eso precisamente estaba pensando, cuando una chica, apoyada en una barandilla mirando al río, se volvió cuando él estaba pasando a su lado. Iba igual de tapada que él, salvo que su pelo largo, rizado, entre castaño y rubio, sobresalía por debajo del gorro. Bastó una mirada, el breve instante en que esos ojos azules se posaron sobre él, para distraerse y caminar perdido los siguientes veinte o treinta pasos, en “shock”, en blanco. ¿Qué le acababa de pasar?, pensó mientras paraba bruscamente. Giró repentinamente sobre sí mismo y buscó a la culpable de su desorientación. Ahora estaba abstraída, mirando el agua del río que quedaba debajo de su nariz pequeña. Graciosa. 
     Todavía Darío se preguntaba qué le había llevado a acercarse. Tal vez, el hecho de estar en un país extranjero y estar viviendo una buena vida a costa de su trabajo, de sus esfuerzos, le habían dado el valor necesario para, al menos, volver sobre sus pasos y no dejar escapar aquellos ojos azules, inteligentes, que momentos antes le habían cogido desprevenido, como si una piedra le hubiera golpeado en la cabeza mientras caminaba y hubiera continuado su paseo desorientado. Pero no sentía dolor, sólo emoción.
     Volvió caminando despacio y se apoyó cerca de ella, en la barandilla.
     —Me llamo Darío —dijo cuando ella lo miró.
     Se hizo un incómodo silencio, eterno para él. Los ojos de ella parecieron sonreír, junto con una mueca debajo de su bufanda.
     —Berit —contestó mientras le tendía la mano.
     —¿Y ahora qué se dice? —preguntó él, entre atorado y gracioso.
     —¿De dónde eres? —preguntó ella.
     Darío nunca supo si había sido una verdadera pregunta o una simple indicación de por dónde seguir la conversación.
     —De España.
     A ella se le iluminó la cara. Se bajó la bufanda para poder hablar mejor. En la sonrisa que ahora mostraba se podían ver con toda perfección unos hoyuelos donde podían caber toda la simpatía y toda la dulzura de Viena.  También todos los sueños de un hombre.
     —Yo estudio filología hispánica ¬—apuntó ella con entusiasmo, en un más que correcto castellano.
     Hizo falta poco más. La conversación fluyó sin tropiezos, sin problemas. Ese día Darío pudo observar como debajo de su abrigo había un cuerpo ligero, bien torneado. La gracia de sus movimientos le perturbó, su sonrisa, el tono de su voz, los saltitos que pegaba algunas veces sorprendida por una coincidencia, o por una broma. Él no se sintió torpe. Había silencios, incluso miradas más allá de lo oportuno para hacer tan sólo unas horas que se conocían. Pero todo era perfectamente normal. Él no era consciente de todo lo que tenía para ofrecer a una mujer hasta esos primeros instantes en que ella se lo hizo ver.
     Quedaron días después para ver un ciclo de cine en español, también algún otro día para tomar un café, incluso ella lo llevó a ver un pequeño pueblo cerca de Viena: Purkersdorf. 
     Cuando se quiso dar cuenta, ya era tarde. No podía detenerse; la inercia, la vida le conducía hasta ella. En todos los rincones de Viena encontraba retazos de una conversación que habían mantenido, en todas las conversaciones encontraba el rastro de esa chica alegre, desenfadada, de mirada profunda, que hablaba un gracioso español, sobre todo, descubrió poco tiempo después, cuando se despertaba junto a ella en la cama. El primer “buenos días” siempre se lo decía ella, así fue siempre que estuvieron juntos. Ella despierta, mirándole a los ojos apoyada la mano en su pecho, despertándole despacio, con roces sutiles con la nariz en su mejilla. Él jamás podría olvidar aquel “buenos días” con que ella le devolvía a la vida mañana tras mañana.
     El sexo vino a las dos o tres semanas de conocerse, de forma natural y sin tapujos. Ambos sabían que iba a pasar y así lo querían. Mientras él tenía un físico normal, delgado, sin ningún defecto destacable; ella despertaba una dulzura salvaje cuanta menos ropa tenía encima. Las curvas de su pecho, el culo respingón, perfecto. Su forma de moverse, su calma, su violencia. Su desparpajo antes y después, terminaron de despertar en Darío sentimientos que jamás antes había experimentado. Una felicidad completa, un proyecto de vida que ya no entendía sin ella, sin su compañera.
     La relación tuvo años de completa armonía. Consiguieron encajar sus vidas, sus amigos, sus miedos y sus esperanzas. Con el tiempo, tras darse cuenta de que ambos pasaban semanas sin ir a su casa, decidieron vivir juntos. Por aquel entonces, ella había terminado filología hispánica y había decidido comenzar filología alemana, con la intención de quedarse en Viena más tiempo.
     La convivencia fue asombrosamente sencilla. A él le encantaba la sensación de estar en casa y saber que ella iba a llegar poco después, o viceversa: llegar a casa y verla, en pijama, ya de noche, recién duchada, tumbada en el sofá viendo algún programa con esa atención distraída que tanto le cautivaba, ese miran sin mirar, escuchar sin escuchar, salvo a él, salvo lo que ella consideraba importante. Tras esta primera etapa tuvieron algún problema, resuelto, finalmente, en la cama noche tras noche. La relación, a fin de cuentas, transcurría pos sus distintas etapas, con menos problemas de los habituales y como si ellos ya supieran el camino a seguir.
     Realmente el idilio, la juventud en su relación nunca terminó. No se agotaron sus ganas, ni se esfumaron sus sentimientos. La evolución de ambos fue al unísono, las ganas fueron parejas, lo que hacía que se multiplicaran exponencialmente, para bien, cada una de las etapas por las que pasaban.
     Pasaron los años, Darío se había acostumbrado a pensar en dos, a vivir para dos. Llevaba tiempo trabajando en el instituto, había terminado su tesis y un compañero le recomendó buscar empleo en un centro de enseñanza privado que él conocía. No tuvo problemas para entrar a trabajar gracias a ese contacto. Ella había terminado filología alemana y quería hacer la tesis, ya se plantearían cuando ella terminara qué hacer definitivamente con sus vidas. Berit siempre había querido vivir en España y más después de visitarla tantas veces como lo había hecho desde que estaba con Darío.
     Sin embargo, a esta altura de la relación ella había empezado a comportarse de forma extraña. Siempre había reservado su espacio, la zona en la que Darío no podía entrar, ni quería entrar. Le gustaba que ella tuviera ese halo enigmático, por otro lado tan natural y tan sutil. Hacía que la relación nunca hubiera caído en la monotonía. Pero ella no estaba pasando por su mejor momento, y él lo notaba. Se lo había preguntado, había intentado sacar la conversación de mil formas distintas, pero no había habido manera. Incluso le dio la sensación, cuando llegaba más tarde a casa de lo habitual, de que ella había estado llorando, tenía los ojos de un color azul cansado, angustiado. No siempre era así, pero cada vez era más habitual. Cuando era preguntada daba largas o directamente no le contestaba cambiando de tema. Habían tenido alguna discusión al respecto, pero tampoco ese era el camino mediante el cual obtener información.
     Una noche llegó a casa, cansado de corregir exámenes y se la encontró vacía. Berit se había llevado todas sus cosas y le había dejado una nota en la que nada aclaraba. Le decía que tenía un asunto que resolver, que no la esperara, que sentía mucho irse así pero que era lo mejor para los dos, aunque eso él ahora no pudiera entenderlo. Que le quería, que nunca dudara de ello, y que si algún día estaba en condiciones, volvería a verlo y a estar con él para siempre, si él quería. Darío se volvió loco, la buscó entre sus amigos, preguntó a sus familiares e incluso espió, durante semanas, los movimientos de su madre. Pero no descubrió nada. En su casa se negaban a contestarle, por respetar, decían, los deseos de Berit. Sus amigos aún sabían menos que él. Se había borrado del mapa. Lo único que pudo obtener de su madre, tras numerosas llamadas subidas de tono fruto de la desesperación de Darío, fue que ella no se encontraba en Austria, que se había ido fuera del país. Desde esa última llamada no le volvieron a coger el teléfono.
     Desesperado, obtuso, absolutamente desconcertado, fue descubriendo poco a poco que su vida en Viena había terminado. Al principio había guardado la esperanza de recibir una llamada, una carta, una visita; una explicación. Pero con el paso de los meses perdió toda esperanza. Terminó las clases, el curso académico y abandonó esa casa repleta de dolorosos recuerdos. Decidió, cabreado, que si ella había vuelto a empezar en otro lugar por un motivo que se le escapaba, él también podría hacerlo: volvería a España. Muchas eran las hipótesis que había elaborado para explicar su marcha. La única que le cuadraba era un problema médico, pero por ser la más dolorosa de todas, la descartaba una y otra vez, atribuyendo su marcha a las acciones que llevan a cabo esas personas especiales, que cuando se entregan por completo hacen de tu vida un sueño, pero cuando abandonan esa entrega, poco  a poco, destrozan hasta la última parte de uno mismo. Así era el juego. Cuando uno se embarca en una relación, con la pasión y las ganas con las que él lo había hecho, a eso se arriesga: a vivirlo todo y a perderlo todo.



     Darío salió de casa como siempre, a las nueve menos cuarto. Era lunes y la semana le recibía con lluvia y viento. Y con frío. Pese a que el tiempo en Viena era mucho más extremo en esa época, ya sentía frío en otoño y en España. Menudo invierno me espera, pensó. El camino al trabajo no era excesivamente largo y podía ir protegido bajo los tejados, se había dejado el paraguas en casa y cuando estuvo abajo ya no le apeteció volver a subir. Llegó al centro comercial, saludó de forma protocolaria a todos los compañeros, mantuvo breves conversaciones sobre los incidentes del fin de semana y se colocó en su caja. La mañana pasaba lenta, como todas las mañanas de los lunes. Más gente de la habitual para ser un día de entre semana, pero claro, los domingos cerraban y la gente debía volver a llenar su nevera; los que podían al menos.
     A la vuelta del descanso, a media mañana podían descansar quince minutos, tiempo que aprovechaba para ir al servicio y para tomar el aire; tras una larga cola de clientes, durante la cual apenas había levantado la cabeza de la cinta mecánica y de la caja, se dio cuenta de que un cliente estaba allí de pie y no había comprado nada.
     —Buenos días —dijo una chica delgada, de pelo corto, rizado, con dos hoyuelos anunciando una sonrisa. Y con unos ojos extraordinariamente azules de puro vivos.








sábado, 6 de agosto de 2011

UNA SERPIENTE EN EL CAMINO

      Dónde se creerá que está este cenutrio.

ARTURO PÉREZ REVERTE, No me cogeréis vivo

La serpiente no se movía. Desde que se había acomodado en el asiento delantero del coche bajo la perpleja mirada de Óscar, el conductor, se había quedado quieta, enroscada en sí misma. ¿Podría estar dormida? ¿Las serpientes dormían? ¿Las serpientes dormían la siesta? 
     Eran las cuatro de la tarde de un caluroso día de verano en plena sierra y Óscar se había quedado dormido en el asiento del conductor después de un baño en el río y una comida copiosa. Se había despertado y sin bajarse del coche había comenzado a descender la montaña, despacito. Disfrutando del paisaje. Todo iba bien hasta que aquel animal le rozó la pierna, pasó reptando de un asiento a otro y tras una breve pausa, subió al asiento y se acomodó en él. Desde aquel preciso instante a Óscar le pasaron cientos de ideas por la cabeza. Algo había leído sobre la zona en una página en Internet. Resultaba que  estaba plagada de víboras, aunque también de culebras comunes. Imposible saber de que tipo era aquélla. Poniéndose en lo peor, comenzó a pensar en soluciones, pero ninguna le parecía buena. Apenas podía apartar la mirada del camino, serpenteante y estrecho, y tenía miedo de parar, no fuera a poner nervioso a aquel animal. Por lo que no le quedaba otra que aguantar toda la bajada y entonces sí, abrir lentamente la puerta del coche y salir. Y esperar a que el animal saliera. O llamar a la Guardia Civil. Si era una víbora su vida corría peligro. Si no lo era su dignidad era la que estaba en juego.
     Seguía bajando, despacio, procurando no coger baches, no hacer ruido. La serpiente estaba inmóvil, o eso parecía cuando él la miraba. Pues si su mente no le estaba jugando una mala pasada, la serpiente parecía cada vez más cerca y más peligrosa. A veces no podía dejar de mirarla. Tan era así, que en uno de esos vistazos estuvo a punto de perder el control del coche y despeñarse por el barranco. Por suerte para él la serpiente apenas pareció inmutarse.
    La bajada era larga y Óscar no paraba de pensar en lo imbécil que había sido. Me voy a la montaña, le había dicho a un amigo. En unos días he quedado con una chica para hacer esa ruta y quiero aparentar que ya la he hecho antes varias veces. Seré gilipollas, pensaba. 
     El calor en el coche se hacía asfixiante por momentos. No por las horas o la estación del año. Tampoco por la presencia del reptil. Las ventanillas estaban subidas. La siesta se la había echado con las puertas del coche abiertas y ahora tenía miedo de que la brisa que pudiera entrar por la ventanilla despertara al animal.
     –Puto bicho de mierda –dijo en voz alta, enrabietado.
  Como si la serpiente se diera por aludida, comenzó a desenroscarse. Los ojos de Óscar se salían de sus órbitas, no se lo podía creer. Se movía.
     –Perdona, perdona –susurró.
    El animal reptó hasta el asiento trasero. Óscar ya no podía verla. Sólo la oía moverse, podía aparecer por cualquier lado. Sopesó la idea de saltar del coche, abrir la puerta y salir, tirando antes, si podía, del freno de mano. Pero inmediatamente le vinieron a la cabeza los reproches de sus amigos, el ridículo de la historia contada tomando unas cañas, en una terraza. La oportunidad perdida de llevar a aquella chica y camelarla mientras le contaba historias en medio de aquel extraordinario paraje.
     Se estaba meando. Ya antes de comenzar la bajada, pero los nervios habían hecho que esa sensación aflorase. Mierda, pensaba. Tenía los nervios de punta, ya no la oía, pero sabía que estaba allí, en algún lugar. Si todo salía bien prometía no volver hacer nada malo: para empezar no llevaría a aquella chica a la sierra, no mientras tuviera novia formal; tampoco permitiría que su padre le adjudicase más contratos de construcción a su empresa, sólo por ser el hijo del alcalde; ni volvería a meterse mierda cara por la nariz cada vez que saliera de fiesta los fines de semana; ni iría a misa los domingos sólo por dar buena imagen, para quedarse dormido mientras tanto; y sobre todo dejaría de masturbarse pensando en aquella concejala tan guapa de Los Verdes, enemigos acérrimos del partido de su padre. Tampoco, claro, después de hacerlo, saludaría como había hecho en más de una ocasión, sin lavarse primero las manos, a los invitados que entraban en su casa; y sobre todo, sobre todo, sobre todo, no admitiría más regalos caros, como el coche que llevaba entre las manos, si el objetivo de ello era blanquear dinero. 
     En eso estaba pensando cuando un siseo sonó junto a su oído derecho y algo le rozó la oreja. Se puso pálido, como si la serpiente hubiera adivinado que todas esas promesas mentales eran pura pantomima. La serpiente comenzó a enroscarse en su cuello. Notó, mientras esto sucedía, que su entrepierna se calentaba. Se estaba meando. La única buena noticia es que la bajada estaba terminando, una curva más y podría salir del coche, si la serpiente se lo permitía.
  Cada vez estaba más nervioso, deseaba terminar su particular infierno. No podía asimilar como la vida se le había complicado en cuestión de minutos, él que siempre había vivido cómodo, bien atendido. Esperaba poder reírse de aquello en unas horas. O en unos días. 
   Detuvo el coche lentamente y lo apartó del camino. Ya estaba, la bajada había terminado. Pero la serpiente seguía anudada a su garganta. No apretaba, tan sólo estaba sujeta a él. A Óscar se le ocurrió intentar alcanzar el móvil, que con el trajín se había caído junto al cambio de marchas. Pero qué cojones podía hacer con él, reflexionaba. ¿Llamar a la policía? Ridículo ¿A algún familiar o amigo? Antes de estropear su imagen prefería permanecer allí sentado, si él no molestaba al animal, el animal tampoco tenía por qué morderle.
    No era creyente, al menos no más que la mayoría, ¿pero sería aquello un castigo divino? Normalmente no lo pensaría de ese modo, todo ese rollo de Dios le parecía una pantomima destinada para amedrentar a incultos o para entretener a señoras de clase alta, como su madre. Pero si el azar o el Señor le habían obsequiado con una posición ventajosa en la vida, ¿por qué no pagar un peaje? 
   Los minutos pasaban, eternos. El reptil no se movía. Necesitaba hacer algo. Su entrepierna estaba húmeda y le empezaban a doler mucho los músculos del cuello, forzado como estaba a mantener aquella postura. Se le ocurrió rezar, en voz baja. Tenía miedo, y salvo que la serpiente pudiera hablar, esa conversación con el Dios en el que apenas creía no iba a salir de ese coche. Su dignidad, su imagen, estaban a salvo. ¿Qué pensarían sus empleados si lo viesen? ¿Y su novia? ¿Sus amigos políticos, empresarios como él?
     –Señor, apiádate de mí…
     No podía seguir. Cuando se escuchó en voz alta, le pareció una idea ridícula. La razón luchaba contra el miedo. ¿De qué servía rezar?
      La serpiente apretó más y siseó en su oreja, amenazante.
     –Dios… –gimoteaba–. Perdóname. No soy buena persona, lo sé. A veces soy un hijo de puta, no creas que no me doy cuenta. Me importan una mierda los demás, sólo quiero pasármelo bien… No he dado un palo al agua en mi vida, no me gusta trabajar… sólo salir de copas, ligarme a chicas o intentarlo, comprarme cosas caras… No me gusta pensar en todo esto, me siento… Por eso nunca estoy sin hacer nada, no quiero pararme y mirarme en el espejo, no me gusto y sé que a ti tampoco, pero puedo cambiar, Señor…
     La serpiente aflojó su nudo. Poco a poco, se desenroscó del todo y pasó al asiento del copiloto, bastante alejada de Óscar, tranquila. Él no lo pensó dos veces, abrió la puerta y saltó del coche. Rodó y rodó hasta que consideró que estaba fuera de su alcance. 
     Se quedó mirando el coche atento, sentado, cubierto por su propio meado y sudor y por el polvo del camino. La serpiente no tardó ni un minuto en salir. Reptó fuera del coche y se escondió en la maleza. 
   Inmediatamente entró en el coche y cerró las puertas. Todavía con miedo se dio la vuelta y registró el vehículo por dentro. Nada. Cogió la bolsa con ropa de repuesto que por suerte había dejado en el asiento de atrás y se cambió. Estar limpio le reconfortó. Cerró unos instantes los ojos mientras giraba la llave de contacto, suspiró, bajó la ventanilla y enfiló el camino a casa. 
     –¡Jódete hija de puta! ¡Jódete! ¡Aún sigo vivo! ¡Que te den por el culo! –se podía escuchar mientras el coche se alejaba.



     Tres días después Óscar volvía a bajar con el coche por el mismo camino. Esta vez le acompañaba una chica rubia, no excesivamente guapa, pero con un bonito cuerpo. Las uñas pintadas, pantalones cortos, botas altas y una blusa desabrochada que se estaba terminando de abotonar. Y es que después de comer, sin otro postre a mano, habían decidido disfrutar el uno del otro, tras un bonito día de campo. Ella era conocida de la hermana de su mujer, Óscar no lo sabía muy bien y le daba lo mismo.
     Justo antes de una de las curvas más pronunciadas de la bajada, mientras Óscar contaba todo lo que había leído en Internet acerca de la zona como si lo supiera por haberlo experimentado en sus propias carnes, una serpiente se estrelló contra el cristal delantero del coche, haciéndole dar una volantazo, sacando el vehículo del camino. Sin que Óscar pudiera evitarlo, el coche se precipitó por el barranco, unos setenta metros de caída, para terminar estrellándose contra unas rocas en el fondo: no hubo supervivientes.



LICENCIA

Licencia de Creative Commons
Cunetas secundarias by Cunetas secundarias is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 3.0 Unported License.
Creado a partir de la obra en cunetassecundarias.blogspot.com.