miércoles, 5 de febrero de 2014

LA BOLSA Y LA VIDA

      Todo el mundo duda ante el dinero.


WILLY URIBE, Nanga.


El humo del cigarro detiene la escena como si de una fotografía se tratase. La oscuridad herida únicamente por la tenue luz que despide la lámpara que cuelga varios metros sobre nuestras cabezas torna la imagen a sepia. Mi atención se centra en los ojos azules que me atraen desde el otro lado de la mesa, de mi café al cenicero y del cenicero a su copa; como un abismo, provocándome, animándome a dar el salto que termine con mi vida.
A mi derecha, a varios metros de distancia, se escucha el ruido que producen las bolas de billar al empujarse unas a otras, pero ni una sola palabra. Únicamente un estallido y sus consecuencias. Detrás de los ojos azules que lo absorben todo, el camarero se afana en limpiar algo que no soy capaz de distinguir pese a que sobre la barra del bar cae más luz que sobre el resto de las mesas esparcidas por el local, vacías a esa hora de la tarde.
—¿Y bien? —me pregunta, para acortar el tiempo que me estaba tomando como si fuera oxígeno. 
A la izquierda de la mesa está la pared en la que no he reparado desde que me senté, pero adivino por el rabillo del ojo un cuadro grande al que he ignorado de forma desoladora. Detrás de mí puedo adivinar la existencia de más mesas como aquella, cada una en su compartimento independiente aisladas del resto. Además, claro, del puñal que aquella mujer ha clavado en mi espalda tras pronunciar, despacio y sin apenas mover los labios, las cuatro palabras que están desangrando mi vida: “Ahora estoy con él”.
Cuando llegué al bar ya estaba sentada en la mesa, bebía entonces de la copa que no ha vuelto a probar, mientras que el café que había pedido para mí humeaba esperando mi lengua ahora quemada por impaciente. Me senté frente a ella con una sonrisa en la cara que borré de inmediato al comprobar su gesto serio, su ceño recto, sus ojos helados. Quien roba a un ladrón tiene mil años de perdón y entre los dos juntábamos dos milenios con todos sus días para ser perdonados; supongo que este es el primer pecado del que será absuelta.
—No puedes dejarme vivo —dije, confirmando en voz alta lo que ambos sabíamos sobradamente: como quien grita que se ahoga, o que se corre.
Entonces dibujé el movimiento en mi cabeza: levantar el codo derecho, sacar la navaja de su funda e insertarlo en aquella garganta que apenas unas horas antes emitía gemidos sofocados por mi hombro mientras la penetraba con toda la violencia de la que era capaz, nunca suficiente para ella. Pero entonces sus ojos helados descienden lentamente y durante un segundo se quedan fijos en el café, después vuelven a coger altura y me miran pidiendo perdón. Intuyo, porque no puedo verlas, lágrimas en sus ojos justo antes de darme cuenta de que he sido envenenado y de que ya estoy muerto.


* Publicado, con algunas modificaciones, en Revista Almiar en Octubre de 2014

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