viernes, 28 de septiembre de 2012

NO SON PUEBLO

     Olía a tierra, a sudor y a pobreza. La pobreza tiene un olor noble y honrado que se percibe desde la pobreza.


MARCOS ANA, Decidme como es un árbol: memoria de la prisión y la vida.


El presentador cerró su camerino y se dispuso a volver a casa. Avisó para que el chofer que la cadena privada de televisión ponía a disposición de sus figuras más importantes estuviera en la puerta, esperándole. Había sido un programa intenso y eso siempre daba audiencia. Desde hacía años se había especializado en programas de corazón aderezados con algún otro contenido de carácter más social, y la audiencia siempre le respondía. Cuanta más fricción, más audiencia. 
Una vez llegó a casa se duchó y se cambió de ropa. Se puso el batín que un modisto famoso le había regalado y avisó a la cocinera para que le hiciera algo bajo en calorías, últimamente había engordado. Se retiró a su estudio donde puso algo de música y encendió el ordenador. Se lo acababa de comprar, un capricho. Le gustaba que en cada habitación de la casa hubiera un aparato electrónico con el que entretenerse. Ya contaba con dos ordenadores, varias televisiones e incluso un minicine, con muy buen sonido. En su casa de campo no tenía nada de eso, aunque bien es cierto que iba poco, una vez cada dos meses aproximadamente. Y no se quedaba demasiado, tan sólo quería darle uso e invitar a algunos amigos de vez en cuando.
Abrió su Twitter y contestó a un par de tweets de amigos y no tan amigos, pero a todos debía responder, en ese mundillo casi nunca se sabía quien era quien. Mientras leía por encima lo que le habían escrito su cocinera particular le avisó de que todo estaba listo y de que ese iba para casa. Ni siquiera contestó. Un mensaje le dejó pensativo: “No eres pueblo”, decía.


El presentador de radio había quedado con los directivos de su cadena para comer. Por lo visto querían proponerle varias secciones nuevas y modificar el horario de emisión programa. Además de proponerle algún patrocinador nuevo, para que su espacio radiofónico tuviera más fuerza en las ondas.
Él era un buen comunicador, así le gustaba que le llamaran. Llevaba una década trabajando para el grupo empresarial que financiaba la radio y también varias cadenas de televisión y algún periódico de gran tirada. Aceptaba casi siempre ese tipo de cambios, sabía como funcionaba el mundillo y quería seguir presentando su programa.
Estaba ya sentado esperando a los directivos, siempre se retrasaban un poco, seguramente para demostrar quién mandaba, para que el que esperaba tuviera tiempo de pensar por qué y por quién estaba esperando. Era un restaurante caro, de más de cien euros el cubierto. Él se lo podía permitir sobradamente, pero por suerte esta vez pagaban los jefes, que no sólo se lo podían permitir si no que para ellos era algo habitual.
Llegaron con algo más de diez minutos de retraso y tras tocar algunos temas comunes, felicitarle por el share y por lo bien que hacía su trabajo, pidieron los platos que iban a comer y se enzarzaron en varias conversaciones animadas acerca de la actualidad. Se conocían desde hacía años por lo que llenaron la escasa hora que duró la comida de anécdotas acerca de distintas personalidades que habían conocido durante ese tiempo.
—Habrá que pedir los postres —propuso uno de los directivos cuando hubieron terminado el último plato.
Todos estuvieron de acuerdo en pedir la especialidad de la casa,      “Frrozen Haute Chocolate”. Una copia de un postre muy caro que estaba de moda en Nueva York, en este no había tanta mezcla de chocolates exóticos, pero por su precio, era muy probable que hubiera varios bastante poco comunes.
—Si quieres comenzamos a hablar de trabajo —propuso, aunque en realidad se hizo evidente que no era una proposición—. Como sabes las cosas están cambiando en la empresa y ahora debemos atender a peticiones de nuevos socios. Por eso hemos pensado en modificar varios programas de la cadena, cambiando horarios y presentadores. Lo venderemos como la “nueva revolución de las ondas”, o algo así. En realidad lo que buscamos es reducir la carga social y de crítica política a ciertas franjas horarias.
—Me parece una gran idea —comentó, complaciente.
—Estupendo, sí. El tema es que hemos pensado que tu programa encajaría mejor por la tarde, ya sabes: así podremos cambiar algunos colaboradores, menos extremistas en sus opiniones, y dar un toque más heterogéneo a algunas secciones. Dar cabida a opiniones variadas, modificar la línea, el discurso. No sé como lo ves…
—Ya sabéis que llevo mucho años en esto. Vosotros pagáis bien y a mí me gusta mi trabajo.
—Lo sabemos. Y nos encanta tu predisposición. Comenzaremos entonces a trabajar sobre ello en próximas reuniones. Pero mirad, ya viene el postre. Dejemos el trabajo a un lado para disfrutar de este manjar.
—Viene con una nota —observó el otro directivo, el que menos había entrado en conversación a lo largo da la comida.
El presentador cogió la nota y la leyó. La mueca de su cara se contrajo, extrañado.
—¿Qué pone? —preguntaron ambos a la vez, curiosos, sonrientes.
—No sois pueblo.


—La sociedad tiene que levantarse ante esta situación. Es normal que la gente se queje, si yo lo entiendo…
   Apagó la televisión. Estaba haciendo ejercicio y sabía que la entrevista que le habían hecho en televisión se emitiría a esa hora. Pensó que sería bueno verse para aprender qué hacía mal, pero en seguida se arrepintió, el vestido que llevaba ese día no le quedaba nada bien. Había tenido que ponérselo porque la discográfica debía un favor al modisto que lo había diseñado, pero a ella no le gustó desde un principio. Estaba cansada de ponerse lo que le decían, en la película que estaba rodando también le imponían el vestuario. Se consolaba pensando en los regalos que recibía a cambio de favores como aquellos. 
La entrevista la habían grabado dos días atrás y tuvo que preparársela. Su asesor de imagen no sólo se encargaba de aconsejarla en lo referente a moda, también la orientaba respecto a la imagen personal que debía vender, o como a él le gustaba decir: la marca que la gente debía comprar. Así que estuvieron debatiendo sobre conectar con la gente de a pie y sobre la sensibilidad hacia las personas que no llegaban a fin de mes, que eran desahuciadas, el tercer mundo… Los mensajes que debía transmitir eran claros y concisos y no enredarse de más en esos temas. No le fue excesivamente difícil. Además había participado en varias galas benéficas en defensa de los animales, con lo que el aura de persona solidaria estaba más que consolidada. Y ella lo era, claro que lo era. 
Cuando terminó de hacer sus estiramientos, tal y como su entrenador personal le había recomendado, se duchó y bajó al garaje para coger su coche. Un Porsche Panamera rojo, que únicamente usaba para ocasiones especiales. Y aquella merecía la pena: la habían invitado a una fiesta en una chalet de las afueras, el chalet pertenecía a un gran empresario. Se comentaba que andaba buscando una imagen joven y refrescante, fuerte, agresiva, con personalidad; para una nueva gama de productos cosméticos. Y nada mejor que ese coche para hacerse notar. El coche y el vestido, que además de ser rojo, tenía la tela suficiente como para insinuar a la perfección lo que escondía debajo. Un cuerpo perfecto para cualquier anuncio. 
Se montó en el coche y pulsó el botón para que la puerta de su garaje particular se abriera. Justo en ese momento le llegó un sms al móvil. Tan sólo decía: “No eres pueblo”.


Terminó de peinarse y fue a por su coche. Un Hyundai Sedán, nuevecito, regalo del club. Según había firmado en su contrato debía llevarlo a entrenar todos lo días durante unos meses. Simplemente por las imágenes que pudieran salir en los medios de comunicación, incluso si algún periodista despistado, o contratado por la empresa, nombraba la marca. Eso era publicidad impagable y más si jugaba en el equipo en el que él jugaba. 
Cuando llegó a la urbanización donde vivía, pasó la tarjeta por el lector y saludó al guardia de seguridad de la garita. Aparcó el coche, saludó al portero y entró en su casa. La casa tenía doscientos metros cuadrados, tres cuartos de baño, cuatro dormitorios, dos cocinas, dos salas de estar y una sala de juegos. Aparte de un gimnasio privado que estaba situado en otro edifico adyacente. No era una gran casa, pero tampoco pasaba demasiado tiempo en ella. Tenía varias en otras ciudades así como un yate privado. Eso él, su familia hacía mucho que no vivía en el barrio donde creció, estaban todos más que acomodados y por supuesto ninguno, al menos de la familia cercana, trabajaba desde hacía años. Él se sentía orgulloso de lo que había conseguido, tras mucho esfuerzo físico y a base de talento. Ganaba mucho más dinero del que sabía contar, y no porque fuera analfabeto, sino porque las cuentas se le iban de las manos. Tenía un asesor que se encargaba de que su dinero se mantuviera a buen recaudo y de que pagara la menor cantidad posible de impuestos, mediante distintas artimañas administrativas, legales por otro lado.
Se sentó delante de la televisión con la comida que su asistenta, asesorada por el nutricionista del club, le había preparado. Esa tarde la tenía libre, por lo que había decidido quedar con unos amigos en su casa y hacer una cena. En el telediario justamente sacaban imágenes suyas, era un programa del corazón, en el que se le relacionaba con dos modelos distintas. Sonrió, desde luego con una de ellas sí había mantenido una relación de unos meses, pero a la otra apenas la conocía. 
De repente el color de su televisión cambió a negro y unas palabras de color blanco cobraron forma. “No eres pueblo”, decían.


El diputado votó y salió del parlamento. No quiso esperar al resultado, ya sabía de antemano cuál iba a ser. El partido de la derecha dominaba el hemiciclo con mayoría absoluta y rara vez cedían ante una enmienda propuesta por la oposición. Además, tenía una comida familiar a las afueras de Madrid y no quería llegar tarde.
Cogió el coche de su mujer, siempre que iba al Parlamento llevaba el coche más viejo, las cosas se estaban poniendo complicadas y no quería servir de diana para los medios de comunicación. Los otros dos coches apenas los utilizaba. Por otro lado sabía de sobra que esta legislatura posiblemente fuera la última. Las bases del partido llamaban con fuerza a la puerta, y aunque él no era de los más veteranos, durante sus años de militancia no había conseguido sumar los suficientes apoyos como para asegurarse una larga carrera política al más alto nivel. Estaba más fuera que dentro y lo sabía. Para su tranquilidad, y la de su familia, los problemas económicos nunca habían sido asunto de discusión en las sobremesas. Ganaba suficiente dinero como para mantener a su mujer y a sus dos hijos, pero encima su esposa trabaja en la empresa de un buen amigo de la familia, empresa en la que esperaba colocarse él tras poner fin a su periplo político. Dos casas y tres coches, uno de ellos para su hijo el mayor, eran el balance de una vida dedicada a la política. Eso, y una cuenta corriente para vivir más que bien el resto de su vida.
Sobre todo esto iba pensando mientras circulaba tranquilamente por la autovía. Sabía lo confortable que era su vida, la suerte que tenía de poder vivir así. Una mujer cauta y comedida y dos hijos, uno de ellos estudiando ya en la universidad privada más prestigiosa de Madrid. 
Ensimismado en su vida, no se dio cuenta que el móvil le estaba sonando. Miró el número de teléfono pensando que sería su mujer, pero resultó ser un número que él tenía identificado como el del presidente del gobierno. Nervioso, confuso, el presidente  nunca le había llamado, debía ser cosa de gran importancia, tosió, dejó que sonara dos veces más y descolgó con el manos libres. 
—¿Si? —preguntó, todo lo sereno que fue capaz.
—No eres pueblo. Y nunca lo serás —contestó una voz metálica.



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