sábado, 14 de junio de 2014

EL OTRO CAMINO



     Se quitó el cinturón, bajó, cerró la puerta y decidió que no quería volverse para observar como el coche se alejaba. Antes de abrir el portal de su casa escuchó el ruido del motor apagándose en la distancia, y ahí fue cuando se arrepintió y quiso darse la vuelta para hacer un último gesto, para verla mientras la sentía cerca por última vez. Pero no lo hizo, porque sabía que el coche ya no estaba a su espalda, y aquel momento habría pasado para siempre si giraba sobre sí mismo para encontrarse con el vacío de la avenida a esas horas de la noche. 
Permaneció mirando los barrotes de la puerta, no quería mover un músculo para no dejar pasar el momento: si no avanzaba no podría dejarlo atrás; si no se daba la vuelta sería como si el coche aún estuviera allí. 

Ese fue el instante en el que la vida decidió abrir dos caminos ante sus ojos. Con una claridad meridiana, se vio metiendo las llaves y abriendo la puerta, repitiendo el gesto unos instantes después para entrar en su piso del primero ce. Se vio lavándose la cara y desvistiéndose en el salón para no despertar a su mujer, de la que se había separado emocionalmente hacía más tiempo del que él mismo era capaz de reconocerse. Y es que Julia había triunfado donde él solo había obtenido frustraciones: los guiones que ella escribía gozaban de mucho prestigio entre el gremio, mientras que los suyos apenas habían dado para un par de colaboraciones en dos series de televisión menores y gracias siempre a la mediación de su mujer. No únicamente por este motivo la relación ya no funcionaba, fue consciente, menos veces de las que intuía que había ocurrido, de que Julia le había sido infiel con un par de compañeros de trabajo y con algún actor. Por qué ella no le había dejado le resultó un misterio, hasta que unos meses atrás, en la cama, Julia le abrazó como si les uniera cualquier afinidad distinta a la del matrimonio y le susurró al oído que le tenía mucho cariño. No pudo evitar sentirse como una moscota, un perro fiel que esperaba la caricia de su ama moviendo el rabo. Esa noche dos lágrimas resbalaron por su mejilla minutos antes de quedarse dormido.
Si había entrado en el portal la noche anterior, a la mañana siguiente continuaría con su rutina de entre semana: levantarse tarde, desayunar, ojear los periódicos por Internet y dedicar un par de horas a su trabajo, si es que tenía algún quehacer. Cerca de las dos llamaría a Julia para preguntarle si volvería a casa para comer, casi siempre espera un «no», con lo que se prepararía para sí mismo algún plato que no le llevara excesivo trabajo. Por la tarde leería un poco, se sumergeria un par de horas en la novela que estaba escribiendo y después se dedicaría a hacer varios recados. Fue haciendo uno de esos recados donde conoció a la mujer que le había dejado la noche anterior en el portal: unos meses atrás había decidido que era hora de tirar la vieja cafetera y comprar una nueva, la casualidad quiso que se encontrase con ella y que además pretendieran comprar el mismo producto. Para más inri solo quedaba ésa en la tienda. Una cosa llevó a la otra y quedaron en su casa para tomar un café y probar la cafetera que finalmente le había cedido haciéndose pasar por un caballero, como le dijo en algún momento de la conversación para arrancarle una sonrisa. Ahí comenzó una relación que venía durando cerca de medio año, hasta que ella le dio un ultimátum para que dejara a su mujer y él no supo que contestar pese a que se escuchó decir en voz alta que no lo haría. Minutos después de esta conversación se encontraría de pie, junto a su portal, sin saber qué camino tomar.
Si en vez entrar en el portal se hubiera dado la vuelta, habría comprobado que el coche ya no estaba y que efectivamente se encontraba solo en la larga avenida. Se habría sentado en un banco con el teléfono en la mano, donde habría escrito varias veces un mensaje para borrarlo a continuación. Dando muestras de flaqueza, de una cobardía que lo había invadido no sabía en qué momento, pero que era impensable diez años atrás, antes de llegar a los treinta, cuando el miedo era una palabra sobre la que se podía saltar y la cobardía un delito contra uno mismo. Cuando no podía imaginar una situación ante la que no sentirse valiente y capaz.
No se la merecía, en eso pensaba compulsivamente sin ser capaz de razonar más allá, perdonándose a sí mismo a la vez que se ponía la disculpa que horas después, cansado de estar sentado en aquel banco, le haría subir a casa y acostarse con su mujer, que le haría levantarse al día siguiente para comer solo, escribir su novela y dedicarse a hacer varios recados.


Continuaba parado frente al portal, hasta que la última imagen del segundo camino que podía tomar su vida dejó de crepitar en su cerebro. Miró al suelo y decidido giró sobre sí mismo, como quien elige el suicidio por ser la opción más valiente pese a saberse muerto de cualquier forma. El coche no estaba parado frente al portal y el silencio de la noche inundaba la calle desierta. Pero se resistió a moverse, como si unos segundos más peleando en una quimera pudieran cambiarlo todo. Escuchó entonces como la puerta de un coche se cerraba a unos metros a su derecha, y como ella aparecía, con lágrimas en los ojos, esperando ya el beso que anunciaban los pasos apresurados que estaba dando para encontrarse de nuevo entre sus brazos.



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