martes, 22 de julio de 2014

LOS DUEÑOS DE LA CASA



     —¡Chema! ¿Estás aquí? —preguntó el empleado de la sucursal bancaria  mientras entraba por la puerta.
     Le molestaba perder el tiempo en buscar a un chico que lo más probable era que se hubiera perdido, o se hubiera ido para casa, o cualquier otro compañero le hubiera mandado a un recado del que él no se hubiera enterado. «Putos becarios», pensó. 
    Dio una vuelta por la casa después de subir las persianas. Todas las habitaciones desprendían un fuerte olor, no sabía identificar a qué exactamente. Echó un vistazo para ver si había algún rastro del chico al que ya había llamado un par de veces al móvil sin obtener respuesta. Encontró manchas en el suelo, parcialmente tapadas con alfombras, y lo que parecían restos de heces por la pared del salón. Si el banco quería vender la casa debería invertir en remodelarla, pintarla, y sobre todo en eliminar ese horrible olor. Al entrar había visto a un canario muerto, pero no podía ser solo eso lo que entraba con tanta fuerza por sus fosas nasales, ni tan poco las cuatro plantas podridas. Pensó en que sería mejor llamar al banco e informarles de que no encontraba al chico y de que había que hacer algo con esa casa inmediatamente.
     Cuando sacó el teléfono móvil para hacer la llamada le sorprendió el timbre de la puerta. «Aquí está», pensó. Abrió dispuesto a echarle una buena bronca, pero delante de él aparecieron cuatro ancianos con sus ropas manchadas de lo que parecía ser sangre.
     —¿Están ustedes bien? —preguntó extrañado.
   Los cuatro parecían estar en perfecto estado, o así querían atestiguarlo mediante unas enormes sonrisas de oreja a oreja.
   —Buenos días joven —saludó el anciano que sujetaba una boina en la mano derecha—. ¿Sería una grosería preguntarle quién es y qué hace aquí?



     Las plantas se habían secado y el canario yacía muerto en la jaula. El polvo, invisible diseminado, se había hecho presente en las cubiertas de los libros, en los espejos, en la televisión, y sobre todo en las lámparas. La casa olía a cerrado más de lo que se hubiera imaginado que pudiera llegar a oler.
     Cuando terminó de subir la última persiana, sintió como si la luz que atravesaba las ventanas hiriera el interior de la casa, dañándola tan solo por penetrar en cada una de las estancias. Como si él estuviera insultándola por  dejar paso a la claridad. El polvo que quedaba suspendido en el aire, a la vista de cualquiera, pareciera una forma de protesta: un grito silencioso imposible de ignorar.
   El banco para el que trabajaba era ahora propietario de la vivienda. No había recibido apenas información sobre lo que había ocurrido, siendo como era, becario, y por tanto el último en enterarse de cualquier acontecimiento. «Coge estas llaves y hecha un vistazo a esta casa, anda», le había dicho un compañero mientras salía a tomarse un café, dejándole la dirección apuntada en una hoja de papel.
   ¿Qué querían que hiciera?, pensaba mientras paseaba de una estancia a otra. Además de plantas muertas y el canario igualmente muerto, había poco que destacar. La decoración parecía anticuada, de otra época. Las personas que la habitaron antes de abandonarla debían haber sido muy mayores. Dos habitaciones, una con una cama individual y la otra con una cama de matrimonio, considerablemente más grande. Un cuarto de baño pequeño y una cocina de tamaño medio. El salón quedaba al fondo, frente a la puerta de entrada, después de dar siete u ocho pasos por el estrecho pasillo. Era un  piso como otro cualquiera, sin nada a destacar.
     Olía a cerrado y también un poco a pis. Y a abandono. Los armarios del salón, donde se encontraba, estaban repletos de fotografías. En ellas dos ancianos posaban con más personas, familiares presumiblemente. «A mi madre le encantaría este piso», pensó. «Y a mi novia. Todo sería pintar la habitación pequeña de otro color dependiendo de si es niño o niña, cuando lo sepamos. Está en una buena zona y seguro que ahora está regalado». 
     Un ruido hizo que la nube de pensamientos se desvaneciera. No conseguía identificarlo, durante los primeros segundos se sintió realmente incómodo. Después sonó con más insistencia y se dio cuenta, al reconocer que el sonido llegaba del fondo del pasillo, que alguien estaba llamando al timbre de la puerta. Tal vez su compañero, para echar un vistazo al piso. Abrió sin pensárselo dos veces: cuatro ancianos con cuatro sonrisas desdentadas aparecieron delante de sus ojos. Uno de ellos llevaba una boina en la mano, ninguno decía nada y todos mantenían la sonrisa congelada. Dos hombres y dos mujeres que le observaban desde unos cuantos centímetros más abajo, encogidos por el inevitable paso de los años. Le dio tiempo a percatarse de que desprendían un fuerte olor y que las ropas que llevaban estaban manchadas, hubiera jurado que de varias sustancias distintas.
   —Buenos días joven —saludó el anciano de la boina, un tanto nervioso—. ¿Sería una grosería preguntarle quién es y qué hace aquí?
     Los otros tres ni se habían inmutado, le observaban con las mismas sonrisas y los ojos cada vez más abiertos, mientras el que había hablado, el que estaba situado más cerca de la puerta, recuperó la sonrisa conforme terminó de hacer la pregunta.
     —Me manda el banco para echar un vistazo, ¿quiénes son ustedes?
     El anciano se volvió para mirar a los otros tres y de repente las sonrisas desaparecieron, cogió impulso lentamente con su brazo derecho y le golpeó con la boina. A punto estuvo el becario de echarse a reír, pero pronto se dio cuenta de que su vista se nublaba.Palpó su frente y se miró la mano, para comprobar que una gota de sangre comenzaba a caer por su entrecejo. Volvió a mirar al anciano que ya estaba cogiendo impulso de nuevo, con el tiempo justo para comprobar que la boina había desaparecido y que lo que se acercaba a su cara para dejarle inconsciente era una piedra.
    Cuando despertó recordó rápidamente lo que había ocurrido, le ayudó mucho ver a los cuatro ancianos frente a él, con las mismas sonrisas en sus bocas sin apenas dientes. Se dio cuenta que tenía las manos atadas a la espalda, a lo que adivinó era parte de una farola o algo similar. Estaba sentado en un taburete apoyada la cabeza contra la pared, sus pies estaban fuertemente atados a las patas del taburete. Dedujo que debía llevar tiempo así, pues un charco de sangre se había formado junto a sus pies. La miró asustado.
     —Sí, es toda tuya —dijo el único anciano que había hablado hasta ese momento—. Pero tranquilo, no morirás a causa de esa herida.
     —¿Qué quieren? ¿Quiénes son? —preguntó todavía conmocionado, le dolía la cabeza y sentía la boca pastosa, seca; le costaba hablar.
     Los ancianos se miraron. 
     —Has tenido mala suerte. Te ha llamado al móvil un compañero del banco y te ha dejado un mensaje. Solo eres un becario, culpable como los demás, pero en menor medida.
     —¿De qué están hablando? 
     —¿No puedes adivinar qué hacemos aquí? ¿Por qué estamos haciendo esto?
     —Vivían en esta casa…, el banco les echó —aventuró.
     —Muy bien, muy bien… Haberlo adivinado tan rápido te hace un poquito más culpable. 
     —¿Qué van a hacer conmigo?
    Los ancianos volvieron a mirarse, no parecían tener dudas acerca del siguiente paso. Como única contestación a su pregunta el anciano sacó una cuchara.
     —¿Para qué es eso? ¿Qué pretenden?
    —Una cuchara es el mejor instrumento de tortura, la dejaremos aquí para que la veas bien. Imagina qué de usos puede llegar a tener…
    Dejaron la cuchara apoyada en sus piernas y volvieron a sonreír de nuevo. Entró en colapso, su corazón latía con una fuerza desmedida, comenzó a orinarse encima.
     —¿Quiere un pañal? —preguntó una de las mujeres, la que parecía más mayor. 
     —¡Voy a ser padre! ¡Me voy a casar! ¡No pueden hacerme esto! ¡No soy culpable!
    —¿Padre? —preguntó el otro anciano—. Nosotros somos abuelos. Y las dos parejas estamos muy cerca de las bodas de oro. 
    Se quedó atónito cuando vio como el anciano que le había enseñado la cuchara la cogía de entre sus piernas y la calentaba con un mechero.
    —Ah —añadió mientras la estaba calentando—. Todos somos culpables.


martes, 1 de julio de 2014

CENIZA


     Mira la hoguera como si la estuviera haciendo arder. En sus ojos, muy abiertos, parece grabado el reflejo del fuego, encendido gracias al sacrificio de unos cuantos muebles viejos. Sus manos entrelazadas alrededor de las rodillas dobladas y la barbilla apoyada en ellas, pueden hacer creer a cualquier observador despistado que se encuentra en una actitud relajada. Sin embargo, al detenerte un poco más, si prestas la suficiente atención a su rictus, puedes deducir fácilmente que se halla concentrada, ensimismada adrede en la pira improvisada.
     No es la noche de San Juan, pero eso el fuego ni lo sabe, ni lo respeta; ajeno a cualquier ceremonia que no sea destruir lo que toca. Yo soy como el fuego, lo fui en nuestra relación. Quemé hasta el último puente que tendiste y ya no puedo regresar a ningún lugar que no seas tú. 
      Por eso te sigo, o te persigo; ya no me excuso. Por ese motivo llamo a tu casa y cuelgo, pese a que tu madre, con la que volviste después de nuestro último desencuentro, sabe perfectamente quién soy y me insulta antes de que me dé tiempo a colgar el teléfono. Pegué a ese novio tuyo por la misma razón, aunque todavía hoy nadie sepa por qué un encapuchado le partió las piernas. Yo sé que tú sospechas porque la policía me hizo algunas preguntas, pero esa noche estaba trabajando, lejos del lugar donde a tu novio le golpearon pensando en hacerte daño solo a ti. Como confirmó mi compañero, también vigilante de seguridad, al que podría engañar un niño y desvalijar lo que quiera que esté vigilando: me encontraba de guardia con él, y no, no me perdió de vista en toda la noche. Tampoco quiso confesar que se había quedado dormido por obra y gracia del somnífero que metí en su botella de agua. 
    Estoy frente a ti, pero no me has visto aún. Delante de mí hay dos personas de pie, te observo sentado, mirando entre las piernas de una de ellas. Creo que intuyes que he sido yo quien ha quemado los muebles que ahora arden entre nosotros, estropeando el rastrillo que teníais preparado desde la asociación del barrio. Debía hacerte salir de tu guarida y ahora estás a la intemperie esperando el cuchillo que atravesará tu frágil garganta.
     Te voy a matar porque no quiero hacerte sufrir. Odio el impulso que me lleva a tu casa de noche, aborrezco el ansia de volver a correrme dentro de ti mientras te agarro el cuello con las dos manos, cada vez más fuerte. Después de poner fin a tu vida me suicidaré, no sin antes detenerme a observar tu cuerpo inerte, y tal vez reposar a tu lado unos minutos, abrazados, como antes. Como nos iremos al más allá. Lo haré en tu misma calle, en tu portal. Justo cuando creas sentirte a salvo, dejaré que te cerciores de que soy yo el que decide si vives o mueres, para que tus ojos asustados averigüen quién acaba con tu vida infringiéndote el último dolor que podrás llegar a sentir.



     Adiós al rastrillo solidario. Mañana solo quedarán cenizas. Rabia es la palabra que crepita en el fuego. 
     Todo comenzó como una distracción después de una muy mala etapa. Pero cada vez fui encontrando más apoyo en esta asociación de barrio que hace unos meses ni tan siquiera sabía que existía. Este era mi primer proyecto: primero la idea, después el proceso de plasmarlo en papel, presupuestarlo, llevarlo al Ayuntamiento, rellenar la solicitud con los permisos, darle difusión, notas de prensa a los medios de comunicación… Todo el trabajo se quema delante de mí. 
     Los compañeros me han dado su pésame y me han dicho que habrá más oportunidades. Las habrá, supongo. «El poli», mi primo, me ha dicho que lo investigarán. «El poli» no es policía ni es mi primo, es un quinqui del barrio que trapichea con todo lo que se puede vender y comprar, pero somos amigos de la infancia y me aprecia. 
      La hoguera se vacía y no quiero ser la última en retirarme. Hace calor pese a que ya está avanzado el atardecer. Me he despido de los vecinos con una mueca y me doy cuenta que no soy capaz de levantar la mirada del suelo mientras camino hacia mi portal a paso lento. Mis padres me esperan en casa para darme un abrazo de consuelo. Otro más.
     No creo que lleguen a dármelo, al menos hoy no. Noto el acero de la culata entre el pantalón y mi cadera. No sabe que lo he visto y tampoco que sé lo que se propone. Quiero que me vea empuñando el arma, que sepa que la bala llegará a su estómago antes de que sea capaz de acuchillarme. Cuando caiga al suelo dejaré que se desangre despacio mientras se muere sabiendo que soy yo la que permanezco en pie después de todo.


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