martes, 11 de diciembre de 2012

MANADA DE HAIKUS III


                De pronto sus palabras empezaron a diluirse y la historia comenzó a sonar como ruido de lluvia.


            PAULA FARÍAS, Dejarse llover.


            Matar fantasmas,
            ¿por inanición o
            persiguiéndolos?


Seguir buscando
durante todo el viaje:
no hay otra opción.


            Huye de allí.
            Y cuando ya no importe,
            vuelve a buscarte.


Reposa el día:
como café caliente,
siento la vida.


            El onanismo
            es buscar el placer
  sin condiciones.


La banca gana,
el sur derrama sangre:
¡Que viva España…!




La noche asoma,
el sol no se quiere ir;
y no atardece.


Edad adulta:
tápate la nariz
o aspira sueños.


Arde la noche.
En casa, los barrotes,
me impiden ver.


Caminar recto
o avanzar en zigzag:
huyendo siempre.


Escucho música,
los dedos paren sílabas:
terminé el haiku.




sábado, 1 de diciembre de 2012

EL GUARDIÁN TRAS EL CRISTAL


     Más padece el que más tiempo e imaginación tiene, porque el hecho de pensar en lo que nos van a hacer sufrir, duele más que el sufrimiento en sí.


ALBERTO VÁZQUEZ FIGUEROA, El perro.


Terminó de masturbarse y se lavó las manos. Con un pañuelo limpió la sustancia viscosa del suelo y lo arrojó a una papelera. Volvió a lavarse las manos. Antes de salir restregó con el pie lo poco que quedaba en el piso para no dejar ningún rastro, al mirarse la suela tocó sin querer algo de esa sustancia líquida y volvió a lavarse. Cuando salió de la trastienda su padre atendía a una cliente habitual.
—Me pones también tres kilos de naranjas para zumo.
Juan fue directo a su lugar de trabajo, sentado al lado de la cristalera que daba a la calle, sacó su libreta y comenzó a tomar sus apuntes.
—¿Cómo está? —preguntó la cliente refiriéndose a Juan.
—Bien, bien. Él está bien —contestó su padre.
Juan se percató de la conversación, dejó su libreta y se puso sus enormes gafas de montura de plástico negro. 
—¿La ayudo con eso Magdalena?
—Pues sí hijo, si no te importa sí. Necesito a un hombre fuerte y grande como tú, que esto pesa mucho.
Como solía con ciertos clientes la acompañó a su casa. Cuando terminó y tras recibir una propina, esta vez generosa, volvió a la tienda. Sentado allí con sus gafas describía todo aquello que llamaba su atención. Su padre siempre que su hijo se ausentaba por algún motivo echaba un vistazo rápido a la libreta, por si hubiera algo de lo que preocuparse. “Ahora no llueve, antes tampoco llovía”; “El suelo es feo”; “¿Todas las esquinas te parten en dos si las atraviesas?”; “No me importan las estrellas detrás de las nubes”; “Mi padre ha vuelto a mirarme la libreta” eran las frases de esa mañana antes de ayudar a llevar las bolsas a la cliente. No tenía intención de invadir la poca intimidad de su hijo, pero los médicos le habían dicho que aprovechara que él se expresaba mediante esos apuntes para vigilar su estado de ánimo y sus pensamientos. Juan nunca había hecho daño a nadie, pero una vez estuvo a punto.


El padre de Juan lo quería con locura. Tenía verdadera predilección por él. Para asegurarle un futuro, había decido incluirlo como dependiente en la tienda, negocio que había regentado durante toda la vida. Cuando él ya no estuviera a Juan le quedaría una buena pensión, ya tenía cotizados más de veinte años. Sus funciones eran sencillas, encargarse de llevar la compra a las personas que lo necesitasen y ayudarle a colocar los pedidos más pesados en la trastienda, aparte de la función autoasignada por el propio Juan de vigilante casi permanente. 
     La relación con su madre, sin embargo, era más bien distante, tal vez el no comprender qué le ocurría a su único hijo había creado una barrera; donde el padre veía una oportunidad de explorar y conocer a una persona muy distinta a todas las demás la madre únicamente sentía desilusión por no poder hablar con normalidad con su hijo. La relación entre los dos progenitores de Juan era buena, aunque en los últimos años se habían ido distanciando sin que él se diera cuenta.
     Hacía mucho tiempo que Juan se sentaba frente a la cristalera y escribía en sus libretas. Era un hombre muy observador, y aunque muchas de las cosas que escribía no tenían sentido para su padre, algunas sí demostraban la atención que Juan prestaba a su entorno, lo que evidenciaba que no estaba tan aislado como el resto de la gente pensaba. Su padre, sin embargo, había empezado a preocuparse, pues su hijo había pasado de observar por la ventana a levantarse cada vez que un vecino del bloque pasaba junto a ella. En varias ocasiones incluso había salido de la tienda detrás de él. Su padre tenía que llamarlo para que volviera dentro y al preguntarle por qué seguía únicamente a ese vecino no recibía ninguna respuesta. Decidió no contárselo a su mujer, pues ya había demasiada distancia entre ellos como para preocuparla por algo así.
     El problema fue a mayores cuando un día su hijo hizo una de sus habituales visitas a la trastienda. Su padre sabía de sobra con que intenciones su hijo se escondía allí dos o tres veces al día. Los médicos le habían dicho que era normal porque tenía un problema en el control de sus impulsos. Que bastante era que sentía la necesidad de esconderse para satisfacer sus instintos sexuales. Su padre siempre le dejaba papel e incluso en alguna ocasión dejó por allí un par de revistas, justo en el escondite que Juan utilizaba desde hacía años. Pero su hijo no miraba las revistas, como mucho al terminar, se comía una manzana. Mientras su hijo se dedicaba a darse placer, su padre se acercó a la libreta. Pudo leer frases como: “El cielo hoy no caerá”; “Las nubes se chocan y por eso llueve”; “Todo tiene agujeros”; “La tierra ha parado de moverse. Ya sigue”; “Aquí pasa el hijo de puta, mañana lo mato”. Su padre se sobresaltó al leer esta última frase. Dejó la libreta en su lugar y volvió tras el mostrador. Su hijo salió con las manos empapadas, nunca había aprendido a  secárselas bien. 
     —¿Qué has escrito hoy en la libreta?
     —…
     —Juan…
     —Cosas
     —¿Algo nuevo?
     —…
     —Juan…
     —Todo es nuevo papá.
    Al día siguiente el padre no le quitó el ojo de encima. Cuando más clientes había en la tienda, fue cuando Juan tuvo la reacción que le puso en guardia de forma definitiva. El vecino volvía a pasar, como desde hacía unos meses, para tomarse el café en casa en vez de en el bar, tal y como él mismo había averiguado. Juan arrojó la libreta al suelo y se pegó al cristal violentamente. En la tienda todos se giraron hacia él pero su hijo no se inmutó, siguió mirando colérico, con sus gafas de montura negras a través del cristal, aunque el vecino hacía ya unos segundos que había pasado.
     —¿Le ayudo con esa bolsa señora Enriqueta? —preguntó sin mirarla, observando todavía la calle, fijo, obstinado.
     —Si quieres, hijo… —contestó ella, un tanto asustada.
    El padre no tuvo tiempo de reaccionar cuando su hijo ya salía de la tienda con las bolsas en dirección hacia su bloque, pues la clienta también vivía allí. Terminó de despachar a las tres personas que quedaban y cerró a toda prisa. Cuando subió por el portal escuchó como su hijo llamaba violentamente a una puerta en el tercer piso, donde ese vecino tenía su casa. Ellos vivían en el segundo y era en ese piso por donde el padre subía los peldaños de dos en dos para evitar que su hijo cometiese una locura. Cuando llegó a su altura vio que tenía un cuchillo en la mano, por suerte el hombre no estaba en casa.
     —Hijo…
     —…
     —Juan… ¿qué haces?
     —Este hombre es malo.
   El hombre en cuestión lo había visto todo, en ese momento salía del ascensor. Era un hombre bien parecido, unos años más joven que su padre, dueño de una pequeña empresa de electrodomésticos. Juan soltó el cuchillo y por primera vez desde que su padre pudiera recordar, se abrazó a él. En ese abrazo fue cuando el vecino y Juan cruzaron las miradas. Sus ojos no cambiaron de expresión, pero el vecino quedó aterrorizado desde ese momento: captó el mensaje.


    Juan seguía sentado tranquilamente delante de la cristalera. Apuntaba algo de vez en cuando y seguía realizando el trabajo que su padre le pedía,  acompañando a algún cliente y ordenando los pedidos. Una de las ocasiones en las que su padre se ausentó aprovechó para arrancar una hoja de la libreta y guardársela en el bolsillo: “Hoy mamá tampoco gemirá debajo de ese hombre”. 


* Publicado, con algunas modificaciones, en Revista Narrativas en Octubre de 2014

domingo, 11 de noviembre de 2012

DESDE EL HOSPITAL

     Deberíamos vivir a posteriori. Decidimos demasiado pronto.


DANIEL PENNAC, Los frutos de la pasión.


Varón, cuarenta años, pelo cano. De pie, en la barandilla del balcón de su cuarto piso. Nadie lo ha visto todavía. Se va a suicidar cuando apenas unas horas antes esquivó la muerte por desearla tanto.
Javier hacía meses que era incapaz de escribir nada. Un par de libros publicados, el primero de relatos y una novela corta eran todo su bagaje. Sus editores comenzaban a cansarse y el dinero se terminaba. Decidió dejar su trabajo como administrativo porque le estaba matando, porque quería escribir. Y ahora moría de una enfermedad distinta. Se puso todo a su favor cuando ganó aquel concurso de relatos que conllevaba como premio la publicación de un libro. La calidad de los relatos sorprendió a sus editores y decidieron apostar por él. Después publicó aquella novela corta, correcta según la crítica más severa, y apasionante para el público en general a juzgar por cómo se vendió. Y se terminó su inspiración. Como se baja un telón. Como se termina la vida. 
Sin embargo lo que a Javier no le permitía seguir viviendo era la falta de sentimientos hacia todo aquello que le rodeaba. Parecía haberse vaciado en las líneas de aquellos libros. No sentía ya nada por su pareja actual. No le apetecía ver a sus amigos. Tampoco a su familia. Cuando se iba a la cama deseaba, fuertemente, apretando los ojos, pidiéndolo en voz baja, hibernar. Hibernar hasta que pasase el frío en el que vivía.
Horas antes de subirse a la barandilla del balcón, cuando esperaba a que le llamaran para realizar un trámite administrativo, decidió sacar el libro que estaba leyendo y un bloc de notas para, tal vez, conseguir apuntar alguna idea de la que pudiera arrancar, aunque tan solo fuera eso, un relato corto. Cuando lo hizo, las personas que estaban esperando en la sala, a su alrededor, comenzaron a chismorrear, no todas, pero sí la suficientes como pare que Javier se sintiera incómodo. E incluso llegó a escuchar críticas, llamándolo, sin que pretendieran que llegara a sus oídos, pero en tono de mofa: intelectual. Cabreado y tras lanzar una mirada furiosa a la mujer a la que creía habérselo escuchado, salió de allí, sin tramitar lo que había ido a tramitar y pensando que  el país tenía lo que se merecía con gentuza como esa por todos lados. Justo cuando doblaba la esquina para entrar por un túnel que pasaba por debajo de las vías del tren, un tipo alto, con barba y con una navaja en la mano, le detuvo.
—Dame todo lo que tengas y calladito —le ordenó—, que me sobran cojones para pincharte aquí mismo. 
Lo primero que pensó Javier es que el ladrón era un profesional, pues parecía haber repetido esa frase, o cualquier otra similar en numerosas ocasiones. En esos instantes se cruzaron en su cabeza varias ideas que había tenido a lo largo de los últimos meses. Por un lado, no quería seguir viviendo y le daba bastante igual cómo buscarse esa circunstancia. Ensartado o desangrado a manos de aquel hombre era una posibilidad como cualquier otra. Por otro, llevaba tiempo pensando en vivir emociones fuertes, para ver si eso reactivaba su inspiración. Por lo tanto aquel suceso era una oportunidad, tal vez la última.
—¿No tienes a nadie más a quien robar?
—¿Pero qué cojones dices? Mira, no te me hagas el listo — sujetó a Javier por el abrigo y acercó la navaja al cuello. Podía sentirla.
—Menudo valiente. ¿Por qué no te vas a robar  un banco? ¿A eso no hay huevos verdad? 
El ladrón empezaba a estar desconcertado.
—Ahí hay mucho más dinero del que yo te pueda dar. Y seguro que se lo merecen más que yo. O que otro currante que pase por aquí…
A esas alturas más personas se acercaban al túnel, se oían sus pasos. El hombre dudó, pero finalmente separó su navaja del cuello de Javier y con una mirada avergonzada, agachó la cabeza y se fue.
Nada, pensó Javier. No sentía nada.
Y ahí se encontraba ahora. Tras una discusión telefónica con su pareja, con la que habían dado por finiquitada su relación y después de leer un mail serio, cortante, de su editor llamándole a su despacho, había decidido quitarse la vida. Pero más por la pereza de buscar a otra persona con la que estar o por la idea de volver a su antigua oficina de trabajo, o a otra parecida, que porque no se esperara alguna de las dos cosas o realmente le importaran. 
Ni tan siquiera la gente me ve, pensó. Nadie se había percatado de su presencia en el balcón. Bueno sí, descubrió de pronto, un perro sí lo había visto. El único testigo de su salto. Coherente punto final a sus últimos segundos con vida. Y saltó. Y fue justo cuando despegaba los pies de la barandilla, tras pasar el punto de no retorno, que pensó que no estaría mal escribir esa historia, el día que había vivido, y que incluso podía llegar a estirarla y escribir una novela corta.

miércoles, 31 de octubre de 2012

TORMENTA

     ¿Por qué te viven, compañero, si las mataste cada vez?


JUAN GELMAN, El emperrado corazón amora.


Tu calidez era lo que más echaba de menos, o eso pensaba mientras miraba por la ventana del tren, viendo, con el paisaje al fondo, como el aire de mi respiración empañaba ligeramente el cristal pegado a mi nariz. La última parte de mi viaje amenazaba con llegar a su final en unas horas y volvía como me había ido, como suponía que iba ocurrir. Los viajes para encontrarse a uno mismo no suelen funcionar si te buscas en lugares donde nunca has estado. Además, yo ya sabía quién era. A quien quería reconocer en la distancia era a ti, tratando de relativizar desde un púlpito lo que había sufrido cuando estaba a ras de suelo. Otra misión imposible.
Ya ha llovido en otras tormentas. Y como estoy donde estoy debí ahogarme en todas ellas, para salir a flote después, esta última a tu encuentro. En ocasiones tratas de dar argumentos a comportamientos injustificables con excusas que para ti mismo no servirían. Pasando a ser de lo más razonable si se trata de ella. De cualquiera de ellas. A veces llegas hasta el final, hasta esa última pared levantada en el lugar más insospechado, como si paseando por la playa te encontraras de lado a lado un muro donde antes sólo había aire. En otras ocasiones caes en la cuenta y te retiras con la dignidad que se supone da la certeza anticipada de un fracaso, exigua siempre.
No siempre fui víctima. También he matado. Y también me ha dado igual. Pero estas historias no marcan, porque no importan. Quedan en el recuerdo como una mueca en el breve instante en que rememoras algo que a los pocos segundos ya no está. Como una persona demenciada, es probable que siempre sea el mismo recuerdo el que olvidas, hasta que lo borras o lo confundes de tanto usarlo. 
Que si te he echado de menos, preguntas. Te he echado de menos como añoré a quienes ya no están. A esas pocas “ellas” que significaron algo. Y a las que también tenía la sensación de no poder eliminar de mi recuerdo, para bien o para mal, justo cuando llegaba el final.

viernes, 28 de septiembre de 2012

NO SON PUEBLO

     Olía a tierra, a sudor y a pobreza. La pobreza tiene un olor noble y honrado que se percibe desde la pobreza.


MARCOS ANA, Decidme como es un árbol: memoria de la prisión y la vida.


El presentador cerró su camerino y se dispuso a volver a casa. Avisó para que el chofer que la cadena privada de televisión ponía a disposición de sus figuras más importantes estuviera en la puerta, esperándole. Había sido un programa intenso y eso siempre daba audiencia. Desde hacía años se había especializado en programas de corazón aderezados con algún otro contenido de carácter más social, y la audiencia siempre le respondía. Cuanta más fricción, más audiencia. 
Una vez llegó a casa se duchó y se cambió de ropa. Se puso el batín que un modisto famoso le había regalado y avisó a la cocinera para que le hiciera algo bajo en calorías, últimamente había engordado. Se retiró a su estudio donde puso algo de música y encendió el ordenador. Se lo acababa de comprar, un capricho. Le gustaba que en cada habitación de la casa hubiera un aparato electrónico con el que entretenerse. Ya contaba con dos ordenadores, varias televisiones e incluso un minicine, con muy buen sonido. En su casa de campo no tenía nada de eso, aunque bien es cierto que iba poco, una vez cada dos meses aproximadamente. Y no se quedaba demasiado, tan sólo quería darle uso e invitar a algunos amigos de vez en cuando.
Abrió su Twitter y contestó a un par de tweets de amigos y no tan amigos, pero a todos debía responder, en ese mundillo casi nunca se sabía quien era quien. Mientras leía por encima lo que le habían escrito su cocinera particular le avisó de que todo estaba listo y de que ese iba para casa. Ni siquiera contestó. Un mensaje le dejó pensativo: “No eres pueblo”, decía.


El presentador de radio había quedado con los directivos de su cadena para comer. Por lo visto querían proponerle varias secciones nuevas y modificar el horario de emisión programa. Además de proponerle algún patrocinador nuevo, para que su espacio radiofónico tuviera más fuerza en las ondas.
Él era un buen comunicador, así le gustaba que le llamaran. Llevaba una década trabajando para el grupo empresarial que financiaba la radio y también varias cadenas de televisión y algún periódico de gran tirada. Aceptaba casi siempre ese tipo de cambios, sabía como funcionaba el mundillo y quería seguir presentando su programa.
Estaba ya sentado esperando a los directivos, siempre se retrasaban un poco, seguramente para demostrar quién mandaba, para que el que esperaba tuviera tiempo de pensar por qué y por quién estaba esperando. Era un restaurante caro, de más de cien euros el cubierto. Él se lo podía permitir sobradamente, pero por suerte esta vez pagaban los jefes, que no sólo se lo podían permitir si no que para ellos era algo habitual.
Llegaron con algo más de diez minutos de retraso y tras tocar algunos temas comunes, felicitarle por el share y por lo bien que hacía su trabajo, pidieron los platos que iban a comer y se enzarzaron en varias conversaciones animadas acerca de la actualidad. Se conocían desde hacía años por lo que llenaron la escasa hora que duró la comida de anécdotas acerca de distintas personalidades que habían conocido durante ese tiempo.
—Habrá que pedir los postres —propuso uno de los directivos cuando hubieron terminado el último plato.
Todos estuvieron de acuerdo en pedir la especialidad de la casa,      “Frrozen Haute Chocolate”. Una copia de un postre muy caro que estaba de moda en Nueva York, en este no había tanta mezcla de chocolates exóticos, pero por su precio, era muy probable que hubiera varios bastante poco comunes.
—Si quieres comenzamos a hablar de trabajo —propuso, aunque en realidad se hizo evidente que no era una proposición—. Como sabes las cosas están cambiando en la empresa y ahora debemos atender a peticiones de nuevos socios. Por eso hemos pensado en modificar varios programas de la cadena, cambiando horarios y presentadores. Lo venderemos como la “nueva revolución de las ondas”, o algo así. En realidad lo que buscamos es reducir la carga social y de crítica política a ciertas franjas horarias.
—Me parece una gran idea —comentó, complaciente.
—Estupendo, sí. El tema es que hemos pensado que tu programa encajaría mejor por la tarde, ya sabes: así podremos cambiar algunos colaboradores, menos extremistas en sus opiniones, y dar un toque más heterogéneo a algunas secciones. Dar cabida a opiniones variadas, modificar la línea, el discurso. No sé como lo ves…
—Ya sabéis que llevo mucho años en esto. Vosotros pagáis bien y a mí me gusta mi trabajo.
—Lo sabemos. Y nos encanta tu predisposición. Comenzaremos entonces a trabajar sobre ello en próximas reuniones. Pero mirad, ya viene el postre. Dejemos el trabajo a un lado para disfrutar de este manjar.
—Viene con una nota —observó el otro directivo, el que menos había entrado en conversación a lo largo da la comida.
El presentador cogió la nota y la leyó. La mueca de su cara se contrajo, extrañado.
—¿Qué pone? —preguntaron ambos a la vez, curiosos, sonrientes.
—No sois pueblo.


—La sociedad tiene que levantarse ante esta situación. Es normal que la gente se queje, si yo lo entiendo…
   Apagó la televisión. Estaba haciendo ejercicio y sabía que la entrevista que le habían hecho en televisión se emitiría a esa hora. Pensó que sería bueno verse para aprender qué hacía mal, pero en seguida se arrepintió, el vestido que llevaba ese día no le quedaba nada bien. Había tenido que ponérselo porque la discográfica debía un favor al modisto que lo había diseñado, pero a ella no le gustó desde un principio. Estaba cansada de ponerse lo que le decían, en la película que estaba rodando también le imponían el vestuario. Se consolaba pensando en los regalos que recibía a cambio de favores como aquellos. 
La entrevista la habían grabado dos días atrás y tuvo que preparársela. Su asesor de imagen no sólo se encargaba de aconsejarla en lo referente a moda, también la orientaba respecto a la imagen personal que debía vender, o como a él le gustaba decir: la marca que la gente debía comprar. Así que estuvieron debatiendo sobre conectar con la gente de a pie y sobre la sensibilidad hacia las personas que no llegaban a fin de mes, que eran desahuciadas, el tercer mundo… Los mensajes que debía transmitir eran claros y concisos y no enredarse de más en esos temas. No le fue excesivamente difícil. Además había participado en varias galas benéficas en defensa de los animales, con lo que el aura de persona solidaria estaba más que consolidada. Y ella lo era, claro que lo era. 
Cuando terminó de hacer sus estiramientos, tal y como su entrenador personal le había recomendado, se duchó y bajó al garaje para coger su coche. Un Porsche Panamera rojo, que únicamente usaba para ocasiones especiales. Y aquella merecía la pena: la habían invitado a una fiesta en una chalet de las afueras, el chalet pertenecía a un gran empresario. Se comentaba que andaba buscando una imagen joven y refrescante, fuerte, agresiva, con personalidad; para una nueva gama de productos cosméticos. Y nada mejor que ese coche para hacerse notar. El coche y el vestido, que además de ser rojo, tenía la tela suficiente como para insinuar a la perfección lo que escondía debajo. Un cuerpo perfecto para cualquier anuncio. 
Se montó en el coche y pulsó el botón para que la puerta de su garaje particular se abriera. Justo en ese momento le llegó un sms al móvil. Tan sólo decía: “No eres pueblo”.


Terminó de peinarse y fue a por su coche. Un Hyundai Sedán, nuevecito, regalo del club. Según había firmado en su contrato debía llevarlo a entrenar todos lo días durante unos meses. Simplemente por las imágenes que pudieran salir en los medios de comunicación, incluso si algún periodista despistado, o contratado por la empresa, nombraba la marca. Eso era publicidad impagable y más si jugaba en el equipo en el que él jugaba. 
Cuando llegó a la urbanización donde vivía, pasó la tarjeta por el lector y saludó al guardia de seguridad de la garita. Aparcó el coche, saludó al portero y entró en su casa. La casa tenía doscientos metros cuadrados, tres cuartos de baño, cuatro dormitorios, dos cocinas, dos salas de estar y una sala de juegos. Aparte de un gimnasio privado que estaba situado en otro edifico adyacente. No era una gran casa, pero tampoco pasaba demasiado tiempo en ella. Tenía varias en otras ciudades así como un yate privado. Eso él, su familia hacía mucho que no vivía en el barrio donde creció, estaban todos más que acomodados y por supuesto ninguno, al menos de la familia cercana, trabajaba desde hacía años. Él se sentía orgulloso de lo que había conseguido, tras mucho esfuerzo físico y a base de talento. Ganaba mucho más dinero del que sabía contar, y no porque fuera analfabeto, sino porque las cuentas se le iban de las manos. Tenía un asesor que se encargaba de que su dinero se mantuviera a buen recaudo y de que pagara la menor cantidad posible de impuestos, mediante distintas artimañas administrativas, legales por otro lado.
Se sentó delante de la televisión con la comida que su asistenta, asesorada por el nutricionista del club, le había preparado. Esa tarde la tenía libre, por lo que había decidido quedar con unos amigos en su casa y hacer una cena. En el telediario justamente sacaban imágenes suyas, era un programa del corazón, en el que se le relacionaba con dos modelos distintas. Sonrió, desde luego con una de ellas sí había mantenido una relación de unos meses, pero a la otra apenas la conocía. 
De repente el color de su televisión cambió a negro y unas palabras de color blanco cobraron forma. “No eres pueblo”, decían.


El diputado votó y salió del parlamento. No quiso esperar al resultado, ya sabía de antemano cuál iba a ser. El partido de la derecha dominaba el hemiciclo con mayoría absoluta y rara vez cedían ante una enmienda propuesta por la oposición. Además, tenía una comida familiar a las afueras de Madrid y no quería llegar tarde.
Cogió el coche de su mujer, siempre que iba al Parlamento llevaba el coche más viejo, las cosas se estaban poniendo complicadas y no quería servir de diana para los medios de comunicación. Los otros dos coches apenas los utilizaba. Por otro lado sabía de sobra que esta legislatura posiblemente fuera la última. Las bases del partido llamaban con fuerza a la puerta, y aunque él no era de los más veteranos, durante sus años de militancia no había conseguido sumar los suficientes apoyos como para asegurarse una larga carrera política al más alto nivel. Estaba más fuera que dentro y lo sabía. Para su tranquilidad, y la de su familia, los problemas económicos nunca habían sido asunto de discusión en las sobremesas. Ganaba suficiente dinero como para mantener a su mujer y a sus dos hijos, pero encima su esposa trabaja en la empresa de un buen amigo de la familia, empresa en la que esperaba colocarse él tras poner fin a su periplo político. Dos casas y tres coches, uno de ellos para su hijo el mayor, eran el balance de una vida dedicada a la política. Eso, y una cuenta corriente para vivir más que bien el resto de su vida.
Sobre todo esto iba pensando mientras circulaba tranquilamente por la autovía. Sabía lo confortable que era su vida, la suerte que tenía de poder vivir así. Una mujer cauta y comedida y dos hijos, uno de ellos estudiando ya en la universidad privada más prestigiosa de Madrid. 
Ensimismado en su vida, no se dio cuenta que el móvil le estaba sonando. Miró el número de teléfono pensando que sería su mujer, pero resultó ser un número que él tenía identificado como el del presidente del gobierno. Nervioso, confuso, el presidente  nunca le había llamado, debía ser cosa de gran importancia, tosió, dejó que sonara dos veces más y descolgó con el manos libres. 
—¿Si? —preguntó, todo lo sereno que fue capaz.
—No eres pueblo. Y nunca lo serás —contestó una voz metálica.



jueves, 30 de agosto de 2012

MANADA DE HAIKUS II


             Los adolescentes de mi generación avorazados por la vida olvidaron en cuerpo y alma las ilusiones del porvenir, hasta que la realidad les enseñó que el futuro no era como soñaban, y descubrieron la nostalgia.


          GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Memoria de mis putas tristes.



            Entre nosotros,
            la tregua nunca es larga,
            la guerra, impune.

Sentir distinto,
pensar acelerado:
esquizofrenia.

            Transcurre el tiempo.
            Las voces olvidadas,
            violan silencios.

Incertidumbre:
los días no nacidos,
cantan y sangran.

            Despertar sólo,
            andar contando pasos:
   nubes rocosas.

Eres real.
Tus huestes me destrozan.
La paz no firmo.


            Guarda los restos.
            Has conseguido el premio
            de mis naufragios.



Siento nostalgia.
Las noches y los días,
me han traicionado.


             Verde presente,
             gris el pasado suena,
             píntame el resto.


Sigo buscando,
en la estela de tu huida,
algún refugio.


             Melancolía:
             bella puta caliente,
             droga barata.




miércoles, 22 de agosto de 2012

LOS PISTACHO

     Supe que ese dilatarse sin freno rompiendo las barreras de la conciencia conduce a la degradación o a la locura. Que nos hace animales. Fieras.


     CRISTOBAL ZARAGOZA, Y Dios en la última playa


  —¿Qué tenemos? —preguntó el sargento nada más entrar en la escena del crimen.
  —Dos muertos por arma blanca Sargento —contestó rápidamente uno de los agentes.
     —¿Se sabe el tipo de arma?
—Parece que un cuchillo de carnicero, Sargento.
  El sargento se paró en seco. Miró fijamente los dos cadáveres tendidos en el suelo. Había droga por todos los lados, la cocaína salpicaba los sofás, las sillas, el suelo, los propios cuerpos inertes. El sargento no tenía dudas, un caso muy complicado y con carnaza para los medios de comunicación. 
  —¿Los Pistacho otra vez?
  —Eso parece Sargento.
  —Eso parece… —dijo mientras miraba por la ventana de la habitación. 
  Era una tarde de verano. Se acababa de desatar una tormenta y las gotas de agua salpicaban los cristales violentamente. Casi un año detrás de Los Pistacho, esa pareja de asesinos moralistas. 
  —¿Se sabe la identidad de la víctimas? —preguntó sin dejar de mirar por la ventana, deseando que nadie oyera la pregunta que se había obligado a hacer.
  —Uno de ellos es Diputado Provincial, Sargento. El otro es Subdirector de una sucursal bancaria.
  —¿Y la droga?
  —Todo parece indicar que la estaban consumiendo cuando los asesinaron.
  Un relámpago iluminó el cielo justo cuando el agente terminó su frase. El sargento sabía que su cargo estaba en juego. No tenía mucho margen de maniobra, ya no. No después de seis asesinatos de cargos políticos o altos líderes empresariales en la misma ciudad.
  —Avisaré al Teniente. Sigan con su trabajo.
  Iba a ser una noche larga para el sargento y lo sabía. Una noche larga y húmeda.


  Dos hombres con las camisetas y los pantalones de color pistacho se adentraron en un edificio destartalado de los arrabales de la ciudad. Los dos se parecían bastante, sin duda eran familia. Se quitaron las ropas, guantes incluidos, y junto con las capuchas que tenían en los bolsillos de los pantalones los rociaron con gasolina y les prendieron fuego. Se pusieron el traje y la corbata que ya tenían convenientemente preparados y fueron a ver a su instructor.
  Como siempre, al entrar en la habitación una fuerte luz les enfocó directamente al rostro. Nunca podían ver a la persona que estaba tras la mesa, escoltada por tres hombres. Para ellos sólo era una sombra, una voz distorsionada. Ya ni tan siquiera se molestaban en mirar. Eran asesinos a sueldo y cumplían órdenes, aunque sólo si estaban de acuerdo con los encargos. 
  —¿Han cumplido con el cometido?
  —Así es —contestó uno de ellos, el que era ligeramente más alto.
  —Conforme ¿Algo inusual?
  —No.
  —¿Les cortaron los testículos?
  —Sí.
  —¿Antes de matarlos?
  —Como siempre.
  —Conforme.
  La voz distorsionada sacó unas carpetas y las lanzó hacia ellos. Cayeron a sus pies.
  —Son los próximos.
  —¿El presidente de la Comunidad Autónoma y el juez del Tribunal Supremo?
  —Sí, ¿conformes?
  Los dos asesinos se miraron. Sus caras no reflejaban nada más que indiferencia.
  —Será más caro —volvió a hablar el más alto. Sólo él hablaba.
  —Por eso no hay problema,  ¿conformes?
  —Conformes.
  —Quiero que sea dentro de dos semanas… —la voz hizo una pausa, quería añadir algo más— Se acerca el momento. Y este puede ser el golpe definitivo. Prepárense. 
  Los dos salieron de la habitación y del edificio sin mediar palabra. A unos cientos de metros estaban sus casas, dos chavolas de los arrabales. Con pocas comodidades, sin embargo nadie los buscaría allí. Su instructor era un tipo listo, no cabía duda.


  Habían pasado doce días desde los últimos asesinatos y el sargento apenas había podido dormir. El teniente no le dejaba respirar, tanto que a veces no permitía avanzar la investigación, ningún paso se podía dar sin su supervisión. Estaba claro que no seguiría como Sargento mucho tiempo. Raro era que su cabeza no hubiera caído ya.
  Los medios de comunicación no paraban de lanzar hipótesis acerca de lo que ocurría. Todo había empezado con un par de alcaldes, luego con un eurodiputado y un importante empresario y por último el diputado provincial y el subdirector de la sucursal. Todos ellos habían sido asesinados en situaciones deshonrosas: o bien con prostitutas o bien con grandes cantidades de droga o también sodomizándose entre ellos. Y todo había trascendido a la prensa, nacional e internacional. Todo menos lo de los huevos, nadie sabía ese detalle. El país se debatía entre el horror por los violentos asesinatos y el escándalo de las circunstancias en las que se habían cometido.
  El sargento no había escatimado esfuerzos. Había llevado a cabo redadas por doquier, duplicado el número de agentes en el caso, incluso había buscado colaboración con policía de otros países, con mayor o menor éxito. No había dejado un hilo sin seguir ni una pregunta por hacer. Pero nada. Esos dos hombres, eso sí lo sabían, eran dos, llegaban al lugar del crimen sabiendo qué se cocía, vestían de color pistacho, tal y como había detectado alguna cámara de seguridad y declarado algún testigo, cometían su fechoría y se iban por donde habían venido. Esfumándose. Tampoco habían podido identificarlos, sicarios había muchos y el método era totalmente nuevo. Únicamente tenían el color de su ropa, detalle insignificante a la hora de detener sus crímenes. Al sargento tan sólo le quedaba esperar, esperar un error, o la suerte.


  Dos hombres vestidos de color pistacho abrieron la puerta de atrás de un hotel de cuatro estrellas. Era por allí, por la puerta de la lavandería, por donde el informe les indicaba que debían entrar. El informe también detallaba la situación que cabía esperarse. En principio estarían en la habitación del hotel el presidente de una Comunidad Autónoma y el presidente del Tribunal Supremo celebrando una suculenta transacción financiera, en la que se robaba al erario público una gran cantidad de dinero. Todo de forma legal, pero, eso sí, con la máxima discreción. Ambos individuos se harían de oro, casi textualmente, a base de esconder ese dinero en paraísos fiscales para disfrutarlo en una jubilación que no estaba muy lejana en el tiempo.
  Los Pistacho tenían las llaves de la habitación, y una vez llegaron a la puerta indicada abrieron intentando no hacer ruido. Se oía de fondo música clásica y el chocar de dos copas. También murmullos y de vez en cuando una carcajada. 
  —¿Quiénes sois? —preguntó sobresaltado uno de los hombres a la vez que se levantaba e intentaba alcanzar el móvil.
  Los Pistacho salieron de la penumbra del largo pasillo donde tan sólo se vislumbraban sus figuras. El otro hombre que permanecía sentado se quedó pálido súbitamente. Con los ojos abiertos de par en par mientras un sudor frío perlaba su piel. El otro comenzó a gritar.
  Los Pistacho sacaron de la cintura sus cuchillos de carnicero y se acercaron al que estaba gritando. De un tajo limpio le cortaron ambos brazos. Éstos cayeron a sus pies, una de las manos todavía sujetaba el móvil. El hombre se mareó y cayó al suelo. El otro se había puesto de pie pero estaba paralizado por el terror. Apoyado contra la pared únicamente susurraba palabras incomprensibles. Los pistacho se acercaron a él y mientras uno le cercenaba una oreja el otro le cortaba una pierna. El hombre seguía pálido, imposible estarlo más. No se desmayó, con lo que tuvieron que clavarle el cuchillo de carnicero en la cabeza, de arriba a bajo, ensartándolo. El informe dejaba bien claro que todo debía llevarse a cabo en menos de diez minutos.
  No podían dejar pasar mucho tiempo, con lo que cortaron la cabeza al hombre sin brazos sin esperar a que se despertase, en esta ocasión daba igual que les cortaran los testículos estando vivos o muertos. Este crimen debía ser particularmente violento según el informe y Los Pistacho siempre cumplían a la perfección. 
  Una vez terminaron salieron de la habitación, no sin antes quitarse la vestimenta color pistacho y cambiarla por otra que llevaban debajo, impoluta. Lo metieron todo en una bolsa, incluidos los dos frascos con los testículos de tan importantes hombres. No sabían por qué, pero todos los altos mandatarios que habían asesinado tenían unos testículos particularmente pequeños. 
  Bajaron por donde subieron y salieron por donde entraron. Con la diferencia de que un coche les esperaba con las llaves puestas para que pudieran partir hacia el punto de encuentro.


  Dos millones de personas se habían manifestado por todo el país. Era la cifra más baja en los últimos  tres días. El sargento sabía que aquello poco a poco iría decayendo, pero el país temblaba incontrolablemente en torno a los asesinatos. Una chispa más y todo se vendría abajo. Las manifestaciones se tornaban violentas, pues ni los propios participantes estaban de acuerdo: algunos salían en contra de los asesinatos; otros a favor; la mayoría se avergonzaban tanto de lo uno como de lo otro. El propio sargento entendía la crispación de la población al saberse engañados por sus dirigentes, por los grandes empresarios, y posteriormente vengados de una forma cruel y violenta, más allá de toda razón. 
  Él ya había tomado su decisión, dimitiría. No había conseguido nada, parecía como si esos dos asesinos se esfumaran cada vez que mataban a alguien. Eran tan vulgares, ninguna característica que los delatase, ningún error. Le había resultado imposible y agotador. Estaba cansado.
  Cogió el teléfono, buscó el número del Teniente y marcó.
     —¿Si? —respondió una voz al otro lado de la línea.
—Teniente, soy el sargento…
     —Ya lo sé, en el teléfono aparece su número. Diga lo que tenga que decir, tengo prisa.
  —Bien, tan sólo quería presentarle mañana mi dimisión formal.
  —¿Cómo?
  —Sí, señor. Creo que no he avanzado nada y lo más natural es…
  —¿Le he pedido yo su dimisión?
  —No, señor, pero…
  —Pues, mientras yo no se la pida usted no tiene nada que hacer,¿conforme?
  —Teniente…
  —¿Conforme Sargento? ¿Conforme?
  —Sí, señor. Conforme.


  Inmediatamente después de colgar el teniente marcó un número de teléfono y se recostó en la silla de su despacho.
  —Señor —dijo el teniente—, ya está todo arreglado, creemos que ha llegado el momento oportuno.
  —¿Lo tienen todo preparado?
  —Sí señor.
  —Enumere.
  —Nuestros dos hombres están listos; se sabe el momento y el lugar del negocio; se han movido los hilos, como siempre, para que durante diez minutos no haya seguridad alguna; y los testículos del resto están preparados para que Su Majestad el Rey y el Presidente del Gobierno se los coman crudos, señor.




martes, 24 de julio de 2012

DE LO PROHIBIDO A LO IMPOSIBLE

       Tenerte aquí, corazón que latiste entre mis dientes larguísimos.


     VICENTE ALEIXANDRE, Noche cerrada


     Ella tenía dieciséis años, ni uno más ni uno menos. Él cuarenta y nueve. Él estaba enamorado y ella jugaba a enamorarse, aunque eso no lo sabía todavía.
      La chica desnuda, adolescente en edad pero no de cuerpo ni de mente, tumbada en la cama fumando un cigarro, se llamaba Clara, pero él la llamaba Dopamina. Y a ella le encantaba ese apodo. Era algo por lo que sentirse especial. Hija de un profesor, había conocido al hombre que tumbado en la cama, desnudo, no paraba de mirarla, porque era compañero de su padre en el instituto. Su profesor de Biología.
     Ángel, que bajaba con la punta de los dedos por la espalda de Clara una vez ésta había apagado el cigarro y se había colocado boca abajo, rozando sus nalgas ligeramente, no se había pedido explicaciones a sí mismo. Nunca había hecho nada parecido, aunque se mentiría si no se reconociera que antes también se le había pasado por la cabeza. Y no tan sólo con Clara. Tal vez tuvo un par de alumnas en sus inicios como profesor con las que no le hubiera importado que sucediera algo similar. Pero en aquellos pensamientos únicamente había sexo y casi no se había permitido explorarlos a fondo al no sentirse bien con ello. Y no porque estuviera infelizmente casado. Eso nada tenía que ver. Pero la edad pasa y la imagen sobre uno mismo se distorsiona y empieza a dar igual. No hay remilgos, ¿para qué?, se decía.
     No era la primera vez que alquilaban la habitación de aquel hotel. La primera vez fue algo dulce, suave, desorientador para él; tenue, distinto, distante, para ella. Tras esa primera vez él tuvo miedo de la reacción que la chica pudiera tener, no sabía de su madurez y la entereza y la distancia fría, calculada, con que llevaba esa relación le resultó desconcertante. Hasta él notó que evaluaba académicamente de forma distinta, al principio por miedo a verse delatado, en las últimas semanas por temor a perderla.
    —Me voy a ir todo el verano a trabajar al restaurante de mi tío, en la costa —dijo ella mientras sujetaba el miembro flácido de Ángel.
     Ángel no dijo nada. La echaría de menos, pero era el adulto y debería darle igual. 
     Se colocó encima de ella en una postura más cómoda y comenzó a besarla en la nuca. Lamió su oreja. Ella se dejaba hacer.
     —Me voy los tres meses.
     —¿Te preocupa? 
     —Me siento triste —apuntó, sincera.
   Él estaba consolidando su erección. Comenzó a masturbarla. Clara flexionó su pierna derecha, arqueándola ligeramente hacia fuera.
     —Nos queda el año que viene. 
     —¿Y tu mujer?
     —En casa.
     Ella mezcló un gemido con el principio de una carcajada en un suspiro de placer. Mordió la almohada. Él se colocó el preservativo con manos expertas. La penetró.
     —Me voy a correr —dijo a los pocos minutos.
     —Córrete en mi culo, en mi espalda.
     Así lo hizo. Quiso que ella también terminara, pero Clara le detuvo. Le limpió la espalda, ella se dio la vuelta y se besaron.
     —El tiempo tiene que pasar —replicó él ante la mirada acuciante de ella.
     Ésa fue la última frase con sentido que pronunciaron mientras estuvieron juntos ese día, anterior a las vacaciones de verano. Lo demás fueron lugares comunes y una despedida fugaz. 
     Y el tiempo pasó. Significó más para él, que vio como Clara se distanciaba a medida que pasaban las semanas. Como dejaba de contestar a sus llamadas y como a él, de forma impensable, poco a poco, se le esfumaban las ganas de llamar. Hasta que al final nada quedó. Tal vez un ataque de cordura el de él, un arrebato de madurez el de ella. 
     Al final del verano Ángel pidió el traslado a otro instituto y se lo concedieron, en la misma ciudad. Clara volvió a sus clases sabiendo que su profesor de Biología sería distinto. Con el paso de los años ambos quedaron transformados en un susurro en el oído del otro. En un rumor remoto y distante. Una brisa suave, a veces refrescante. Para ella en un recuerdo rebelde, que contaría en más de una ocasión a sus amigas íntimas una vez fue a la Universidad. Ángel, sin embargo, lamió sus heridas despacio, con la experiencia de los años. Para él Clara nunca llegó a ser pasado, se transformó en un presente continuo al que volvía en su imaginación en las épocas en las que su matrimonio no iba bien. 
     Se reencontraron en una ocasión. Clara iba con su padre y Ángel con su mujer. Se saludaron. Él no paró de mirarla y ella de dejarse mirar. Sin embargo los dos fueron conscientes que lo prohibido había, al menos en parte, dejado de serlo y que la realidad aplastante, representada en sus respectivos acompañantes, impedía también cualquier atisbo de retomar el susurro que ululaba entre ellos y transformarlo en algo real. 



viernes, 6 de julio de 2012

DIARIOS DE TRABAJO

      Sólo somos humanos.


MARK HADDON, El curioso incidente del perro a media noche.


La semana empieza de puta pena. No sólo me toca repartir publicidad en la zona más grande, además me toca hacerlo con el nuevo. Vaya alelado. Sí, lo he entendido, decía. Y luego no sabía coger ni la propaganda. Esto hay que buzonearlo dentro, le explicaba, y lo demás lo dejas en la cesta de fuera. Pero es que me echan la bronca si lo dejo dentro, los vecinos dicen que para eso está la cesta. Ya sé pedazo de mamón, me quedé con ganas de decirle, que te echan la bronca, y la mayoría ni te abren. No te jode. Pero es eso o a la puta calle, eso sí se lo dije. Y eso sí lo entendió. Hemos metido dos horas extras y no creo que me las paguen. Me cago en mi sombra.


Hoy he comenzado en un trabajo nuevo. Mi compañero me lo ha explicado todo bastante bien. Estaba cansado por el trabajo, pero ha tenido paciencia. Y yo creo que no lo he hecho mal. Cuando he llegado a casa mi madre me tenía preparado un postre riquísimo para cenar. Y mi padre no paraba de preguntarme cómo me había sentido. Me he sentido bien y se lo he dicho. 


Estoy reventado. Joder. No paro de hacer portales, creo que he hecho más que nunca. Y la empresa no pone a alguien que nos ayude. Tú eres veterano, eres el más rápido, me dicen. Se creen que me van a contentar con esos halagos, todo por ahorrarse un trabajador y recibir una puta subvención. Tres horas extras, aunque hoy sí nos las pagan. Qué lío se ha hecho el chaval. No sé si hice bien en mandarlo para casa y terminarlo yo, pero si no, en vez de estar en el bar viendo el partido todavía estoy trabajando. Su puta madre.


Hoy me he puesto nervioso. Me he perdido al final porque no conocía la zona. Mi compañero, cuando me ha encontrado, me ha quitado el carro y me ha dicho que me fuera a casa. Estoy un poco triste y mis padres me lo han notado. Han llamado a mi jefe. Dicen que mañana no voy a trabajar hasta que se solucione todo. No sé.


Hoy el chaval no ha venido. Me han puesto un compañero nuevo, que también es lento de cojones. No sé de dónde los sacan. Éste ha dejado la carrera y ahora dice que quiere estudiar otra. Putos críos. Encima no para de hablar, es muy pesado. Me cago en su Dios.


Esta semana no he ido a trabajar. Pero mi madre me ha dicho que la semana que viene puedo volver, que ya lo han solucionado. Quiero volver cuanto antes, les he dicho. Estoy harto de estar en casa sin hacer nada.

Desde luego esto va a peor. Ahora somos tres, el universitario parlanchín y el alelado. Les explico lo que tienen que hacer y cómo, parece que lo entienden. Voy en su busca y a uno me lo encuentro fumando hablando con unos amigos y al otro haciendo portales que no nos corresponden. Se lo digo al jefe y me dice que es lo que hay, y que me ande con ojo. Tu puta madre cabrón de mierda se va a andar con ojo.


Somos tres trabajando. El compañero de los primeros días y un chico que está en la Universidad. El compañero de los primeros días no para de decir tacos y siempre está de mal humor. Hoy ha discutido con nuestro jefe. El otro es muy simpático y hablador. Cuando he llegado a casa mis padres me han preguntado muchas cosas. Me parece que se han puesto contentos de que seamos tres trabajando.


Al señorito universitario le voy a partir la cara. Pues no le pillo tirando a un contenedor parte de la publicidad. Es que es mucho, me dice. Y hace mucho calor en verano, aquí en la meseta castellana. Meseta castellana, mamón. Un puto vago es lo que eres. Y al otro pobre ahí lo tengo. Cada poco lo voy a ver para que no se me pierda, y eso que esta zona ya la habíamos hecho. Qué lento es. Y encima hoy me quedo con los críos, me los endosa mi exmujer, que tiene cosas que hacer, que haga de padre, me dice. La muy puta…

Hoy he tenido un buen día. El compañero que siempre está de mal humor me ayuda cada poco rato. Hoy mis padres han venido a verme trabajar. Hemos hablado un rato. Se han ido contentos. Y yo también lo estoy.


Hoy han despedido al señorito universitario. Mi jefe lo ha pillado tirando otra vez la publicidad, y mira que se lo advertí. Pues lo ha vuelto a hacer y justo cuando pasaba el otro con la furgoneta. Y como no es cabrón ni nada lo ha echado nada más ver lo que hacía. Este chaval no sé si va a cobrar este mes. Ahora que empezaba a estar más desahogado… Menos mal que el otro, después de casi cuatro semanas, se sabe algún recorrido. A veces hay que darle alguna voz para que te haga más caso, pero hay días que ya no tardamos tanto. Casi, casi, terminamos en hora. Menos mal que hoy hay fútbol y puedo bajar a verlo. Estoy de mi ex y de mis hijos hasta los mismísimos cojones. 


Hoy hemos terminado pronto. Lo hago todo prácticamente solo. El recorrido de hoy ya me lo sé. Ya no termino tan cansado. Mis padres no paran de repetirme que cuando quiera lo deje. Yo no lo quiero dejar.


Joder con el crío de los huevos. Hoy no lo encontraba por ningún lado y lo veo haciendo un portal que no es nuestro. Se lo digo y me dice que me equivoco. Con el calor que hacía y lo que pesan  los putos carros, la pensión que tengo que pasar a mi mujer y la mierda que cobro, he explotado. Le he dicho que quién se cree él para corregirme. Ahora que me empezaba a parecer majete. Pues toma majete. Me he cagado en su puta madre. Y justo cuando me iba para decirle al jefe que despida al cenutrio que tengo por compañero, me saca el mapa que nos dan todas las mañanas y me señala el portal que está haciendo. Le miro, me sereno, le quito algo de publicidad para que el carro no le pese tanto y le aviso de que ese mapa está mal, que hace siglos que no lo corrigen, que ese portal hace mucho que no lo tenemos que hacer. Qué chaval.


Hoy he discutido con mi compañero. Ha insultado a mi madre. Ya le he dicho que no lo vuelva a hacer. Se lo he contado a mis padres tranquilo y sonriendo (lo del insulto no se lo he dicho). Al final tenía yo razón. 


Hoy he conocido a los padres del chaval. Parecen de los padres que se preocupan por su hijo. Qué suerte. Yo no la tuve y mis hijos a veces tampoco la tienen. Me han estado preguntando que cómo trabaja y les he dicho que va mejorando. Se han puesto un poquito pesados así que les he dicho que tenía mucho trabajo. Si quisiera hablar de críos hablaría de los míos. 


Mis padres han estado hablando con mi compañero. Les he visto hacerlo. Cuando he llegado a casa les he dicho que no lo hagan más. Que sé hacer las cosas por mi mismo. Ya llevo casi dos meses y no necesito que estén tan encima de mí. Me he enfadado con ellos. Después ha venido mi madre para hablar conmigo y me han explicado que se preocupan por mí, pero que desde ahora lo van a hacer menos, porque me ven contento. Después nos hemos abrazado y ella ha llorado un poco, pero creo que ha llorado para bien, no estaba triste.


Hoy el chico se ha portado bien. Por primera vez no he tenido que perseguirlo. La verdad es que ni una sola vez. En el descanso que nos dan, cada vez más breve, los hijos de puta de nuestros jefes, le he invitado. Me ha preguntado por qué, y le he dicho que porque me sale de los cojones. Si no lo entiende que espabile el muy gilipollas.


Mi compañero me ha invitado a un pincho porque le ha salido de… Mis padres me han dicho que lo normal es invitarle yo a él mañana. Eso voy a hacer.


Pues no va el tonto y me invita a un pincho hoy. Y cuando le pregunto que por qué, me contesta que porque yo le invité ayer. Me he partido de risa. Qué chaval. Trabaja bien, ahora que ya por fin lo va pillando trabaja bien. Eso sí, el hijo de puta es bastante corto. Majete, pero muy corto el cabrón. 


Hoy ha sido un buen día en el trabajo. Me llevo bien con mi compañero. Hace bromas que yo no entiendo a veces, pero creo que no se mete conmigo. Cuando llego a casa y se las cuento a mis padres a veces se ríen y otras veces no. Espero que no se termine mi contrato, aunque mis padres ya me han explicado que esto es porque hay un dinero especial que le dan a la empresa por contratarme y que ese dinero no va a durar para siempre. Si me quedo sin trabajo y es por culpa de los políticos me voy a cagar en su puta madre.



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