jueves, 30 de agosto de 2012

MANADA DE HAIKUS II


             Los adolescentes de mi generación avorazados por la vida olvidaron en cuerpo y alma las ilusiones del porvenir, hasta que la realidad les enseñó que el futuro no era como soñaban, y descubrieron la nostalgia.


          GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Memoria de mis putas tristes.



            Entre nosotros,
            la tregua nunca es larga,
            la guerra, impune.

Sentir distinto,
pensar acelerado:
esquizofrenia.

            Transcurre el tiempo.
            Las voces olvidadas,
            violan silencios.

Incertidumbre:
los días no nacidos,
cantan y sangran.

            Despertar sólo,
            andar contando pasos:
   nubes rocosas.

Eres real.
Tus huestes me destrozan.
La paz no firmo.


            Guarda los restos.
            Has conseguido el premio
            de mis naufragios.



Siento nostalgia.
Las noches y los días,
me han traicionado.


             Verde presente,
             gris el pasado suena,
             píntame el resto.


Sigo buscando,
en la estela de tu huida,
algún refugio.


             Melancolía:
             bella puta caliente,
             droga barata.




miércoles, 22 de agosto de 2012

LOS PISTACHO

     Supe que ese dilatarse sin freno rompiendo las barreras de la conciencia conduce a la degradación o a la locura. Que nos hace animales. Fieras.


     CRISTOBAL ZARAGOZA, Y Dios en la última playa


  —¿Qué tenemos? —preguntó el sargento nada más entrar en la escena del crimen.
  —Dos muertos por arma blanca Sargento —contestó rápidamente uno de los agentes.
     —¿Se sabe el tipo de arma?
—Parece que un cuchillo de carnicero, Sargento.
  El sargento se paró en seco. Miró fijamente los dos cadáveres tendidos en el suelo. Había droga por todos los lados, la cocaína salpicaba los sofás, las sillas, el suelo, los propios cuerpos inertes. El sargento no tenía dudas, un caso muy complicado y con carnaza para los medios de comunicación. 
  —¿Los Pistacho otra vez?
  —Eso parece Sargento.
  —Eso parece… —dijo mientras miraba por la ventana de la habitación. 
  Era una tarde de verano. Se acababa de desatar una tormenta y las gotas de agua salpicaban los cristales violentamente. Casi un año detrás de Los Pistacho, esa pareja de asesinos moralistas. 
  —¿Se sabe la identidad de la víctimas? —preguntó sin dejar de mirar por la ventana, deseando que nadie oyera la pregunta que se había obligado a hacer.
  —Uno de ellos es Diputado Provincial, Sargento. El otro es Subdirector de una sucursal bancaria.
  —¿Y la droga?
  —Todo parece indicar que la estaban consumiendo cuando los asesinaron.
  Un relámpago iluminó el cielo justo cuando el agente terminó su frase. El sargento sabía que su cargo estaba en juego. No tenía mucho margen de maniobra, ya no. No después de seis asesinatos de cargos políticos o altos líderes empresariales en la misma ciudad.
  —Avisaré al Teniente. Sigan con su trabajo.
  Iba a ser una noche larga para el sargento y lo sabía. Una noche larga y húmeda.


  Dos hombres con las camisetas y los pantalones de color pistacho se adentraron en un edificio destartalado de los arrabales de la ciudad. Los dos se parecían bastante, sin duda eran familia. Se quitaron las ropas, guantes incluidos, y junto con las capuchas que tenían en los bolsillos de los pantalones los rociaron con gasolina y les prendieron fuego. Se pusieron el traje y la corbata que ya tenían convenientemente preparados y fueron a ver a su instructor.
  Como siempre, al entrar en la habitación una fuerte luz les enfocó directamente al rostro. Nunca podían ver a la persona que estaba tras la mesa, escoltada por tres hombres. Para ellos sólo era una sombra, una voz distorsionada. Ya ni tan siquiera se molestaban en mirar. Eran asesinos a sueldo y cumplían órdenes, aunque sólo si estaban de acuerdo con los encargos. 
  —¿Han cumplido con el cometido?
  —Así es —contestó uno de ellos, el que era ligeramente más alto.
  —Conforme ¿Algo inusual?
  —No.
  —¿Les cortaron los testículos?
  —Sí.
  —¿Antes de matarlos?
  —Como siempre.
  —Conforme.
  La voz distorsionada sacó unas carpetas y las lanzó hacia ellos. Cayeron a sus pies.
  —Son los próximos.
  —¿El presidente de la Comunidad Autónoma y el juez del Tribunal Supremo?
  —Sí, ¿conformes?
  Los dos asesinos se miraron. Sus caras no reflejaban nada más que indiferencia.
  —Será más caro —volvió a hablar el más alto. Sólo él hablaba.
  —Por eso no hay problema,  ¿conformes?
  —Conformes.
  —Quiero que sea dentro de dos semanas… —la voz hizo una pausa, quería añadir algo más— Se acerca el momento. Y este puede ser el golpe definitivo. Prepárense. 
  Los dos salieron de la habitación y del edificio sin mediar palabra. A unos cientos de metros estaban sus casas, dos chavolas de los arrabales. Con pocas comodidades, sin embargo nadie los buscaría allí. Su instructor era un tipo listo, no cabía duda.


  Habían pasado doce días desde los últimos asesinatos y el sargento apenas había podido dormir. El teniente no le dejaba respirar, tanto que a veces no permitía avanzar la investigación, ningún paso se podía dar sin su supervisión. Estaba claro que no seguiría como Sargento mucho tiempo. Raro era que su cabeza no hubiera caído ya.
  Los medios de comunicación no paraban de lanzar hipótesis acerca de lo que ocurría. Todo había empezado con un par de alcaldes, luego con un eurodiputado y un importante empresario y por último el diputado provincial y el subdirector de la sucursal. Todos ellos habían sido asesinados en situaciones deshonrosas: o bien con prostitutas o bien con grandes cantidades de droga o también sodomizándose entre ellos. Y todo había trascendido a la prensa, nacional e internacional. Todo menos lo de los huevos, nadie sabía ese detalle. El país se debatía entre el horror por los violentos asesinatos y el escándalo de las circunstancias en las que se habían cometido.
  El sargento no había escatimado esfuerzos. Había llevado a cabo redadas por doquier, duplicado el número de agentes en el caso, incluso había buscado colaboración con policía de otros países, con mayor o menor éxito. No había dejado un hilo sin seguir ni una pregunta por hacer. Pero nada. Esos dos hombres, eso sí lo sabían, eran dos, llegaban al lugar del crimen sabiendo qué se cocía, vestían de color pistacho, tal y como había detectado alguna cámara de seguridad y declarado algún testigo, cometían su fechoría y se iban por donde habían venido. Esfumándose. Tampoco habían podido identificarlos, sicarios había muchos y el método era totalmente nuevo. Únicamente tenían el color de su ropa, detalle insignificante a la hora de detener sus crímenes. Al sargento tan sólo le quedaba esperar, esperar un error, o la suerte.


  Dos hombres vestidos de color pistacho abrieron la puerta de atrás de un hotel de cuatro estrellas. Era por allí, por la puerta de la lavandería, por donde el informe les indicaba que debían entrar. El informe también detallaba la situación que cabía esperarse. En principio estarían en la habitación del hotel el presidente de una Comunidad Autónoma y el presidente del Tribunal Supremo celebrando una suculenta transacción financiera, en la que se robaba al erario público una gran cantidad de dinero. Todo de forma legal, pero, eso sí, con la máxima discreción. Ambos individuos se harían de oro, casi textualmente, a base de esconder ese dinero en paraísos fiscales para disfrutarlo en una jubilación que no estaba muy lejana en el tiempo.
  Los Pistacho tenían las llaves de la habitación, y una vez llegaron a la puerta indicada abrieron intentando no hacer ruido. Se oía de fondo música clásica y el chocar de dos copas. También murmullos y de vez en cuando una carcajada. 
  —¿Quiénes sois? —preguntó sobresaltado uno de los hombres a la vez que se levantaba e intentaba alcanzar el móvil.
  Los Pistacho salieron de la penumbra del largo pasillo donde tan sólo se vislumbraban sus figuras. El otro hombre que permanecía sentado se quedó pálido súbitamente. Con los ojos abiertos de par en par mientras un sudor frío perlaba su piel. El otro comenzó a gritar.
  Los Pistacho sacaron de la cintura sus cuchillos de carnicero y se acercaron al que estaba gritando. De un tajo limpio le cortaron ambos brazos. Éstos cayeron a sus pies, una de las manos todavía sujetaba el móvil. El hombre se mareó y cayó al suelo. El otro se había puesto de pie pero estaba paralizado por el terror. Apoyado contra la pared únicamente susurraba palabras incomprensibles. Los pistacho se acercaron a él y mientras uno le cercenaba una oreja el otro le cortaba una pierna. El hombre seguía pálido, imposible estarlo más. No se desmayó, con lo que tuvieron que clavarle el cuchillo de carnicero en la cabeza, de arriba a bajo, ensartándolo. El informe dejaba bien claro que todo debía llevarse a cabo en menos de diez minutos.
  No podían dejar pasar mucho tiempo, con lo que cortaron la cabeza al hombre sin brazos sin esperar a que se despertase, en esta ocasión daba igual que les cortaran los testículos estando vivos o muertos. Este crimen debía ser particularmente violento según el informe y Los Pistacho siempre cumplían a la perfección. 
  Una vez terminaron salieron de la habitación, no sin antes quitarse la vestimenta color pistacho y cambiarla por otra que llevaban debajo, impoluta. Lo metieron todo en una bolsa, incluidos los dos frascos con los testículos de tan importantes hombres. No sabían por qué, pero todos los altos mandatarios que habían asesinado tenían unos testículos particularmente pequeños. 
  Bajaron por donde subieron y salieron por donde entraron. Con la diferencia de que un coche les esperaba con las llaves puestas para que pudieran partir hacia el punto de encuentro.


  Dos millones de personas se habían manifestado por todo el país. Era la cifra más baja en los últimos  tres días. El sargento sabía que aquello poco a poco iría decayendo, pero el país temblaba incontrolablemente en torno a los asesinatos. Una chispa más y todo se vendría abajo. Las manifestaciones se tornaban violentas, pues ni los propios participantes estaban de acuerdo: algunos salían en contra de los asesinatos; otros a favor; la mayoría se avergonzaban tanto de lo uno como de lo otro. El propio sargento entendía la crispación de la población al saberse engañados por sus dirigentes, por los grandes empresarios, y posteriormente vengados de una forma cruel y violenta, más allá de toda razón. 
  Él ya había tomado su decisión, dimitiría. No había conseguido nada, parecía como si esos dos asesinos se esfumaran cada vez que mataban a alguien. Eran tan vulgares, ninguna característica que los delatase, ningún error. Le había resultado imposible y agotador. Estaba cansado.
  Cogió el teléfono, buscó el número del Teniente y marcó.
     —¿Si? —respondió una voz al otro lado de la línea.
—Teniente, soy el sargento…
     —Ya lo sé, en el teléfono aparece su número. Diga lo que tenga que decir, tengo prisa.
  —Bien, tan sólo quería presentarle mañana mi dimisión formal.
  —¿Cómo?
  —Sí, señor. Creo que no he avanzado nada y lo más natural es…
  —¿Le he pedido yo su dimisión?
  —No, señor, pero…
  —Pues, mientras yo no se la pida usted no tiene nada que hacer,¿conforme?
  —Teniente…
  —¿Conforme Sargento? ¿Conforme?
  —Sí, señor. Conforme.


  Inmediatamente después de colgar el teniente marcó un número de teléfono y se recostó en la silla de su despacho.
  —Señor —dijo el teniente—, ya está todo arreglado, creemos que ha llegado el momento oportuno.
  —¿Lo tienen todo preparado?
  —Sí señor.
  —Enumere.
  —Nuestros dos hombres están listos; se sabe el momento y el lugar del negocio; se han movido los hilos, como siempre, para que durante diez minutos no haya seguridad alguna; y los testículos del resto están preparados para que Su Majestad el Rey y el Presidente del Gobierno se los coman crudos, señor.




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