martes, 11 de diciembre de 2012

MANADA DE HAIKUS III


                De pronto sus palabras empezaron a diluirse y la historia comenzó a sonar como ruido de lluvia.


            PAULA FARÍAS, Dejarse llover.


            Matar fantasmas,
            ¿por inanición o
            persiguiéndolos?


Seguir buscando
durante todo el viaje:
no hay otra opción.


            Huye de allí.
            Y cuando ya no importe,
            vuelve a buscarte.


Reposa el día:
como café caliente,
siento la vida.


            El onanismo
            es buscar el placer
  sin condiciones.


La banca gana,
el sur derrama sangre:
¡Que viva España…!




La noche asoma,
el sol no se quiere ir;
y no atardece.


Edad adulta:
tápate la nariz
o aspira sueños.


Arde la noche.
En casa, los barrotes,
me impiden ver.


Caminar recto
o avanzar en zigzag:
huyendo siempre.


Escucho música,
los dedos paren sílabas:
terminé el haiku.




sábado, 1 de diciembre de 2012

EL GUARDIÁN TRAS EL CRISTAL


     Más padece el que más tiempo e imaginación tiene, porque el hecho de pensar en lo que nos van a hacer sufrir, duele más que el sufrimiento en sí.


ALBERTO VÁZQUEZ FIGUEROA, El perro.


Terminó de masturbarse y se lavó las manos. Con un pañuelo limpió la sustancia viscosa del suelo y lo arrojó a una papelera. Volvió a lavarse las manos. Antes de salir restregó con el pie lo poco que quedaba en el piso para no dejar ningún rastro, al mirarse la suela tocó sin querer algo de esa sustancia líquida y volvió a lavarse. Cuando salió de la trastienda su padre atendía a una cliente habitual.
—Me pones también tres kilos de naranjas para zumo.
Juan fue directo a su lugar de trabajo, sentado al lado de la cristalera que daba a la calle, sacó su libreta y comenzó a tomar sus apuntes.
—¿Cómo está? —preguntó la cliente refiriéndose a Juan.
—Bien, bien. Él está bien —contestó su padre.
Juan se percató de la conversación, dejó su libreta y se puso sus enormes gafas de montura de plástico negro. 
—¿La ayudo con eso Magdalena?
—Pues sí hijo, si no te importa sí. Necesito a un hombre fuerte y grande como tú, que esto pesa mucho.
Como solía con ciertos clientes la acompañó a su casa. Cuando terminó y tras recibir una propina, esta vez generosa, volvió a la tienda. Sentado allí con sus gafas describía todo aquello que llamaba su atención. Su padre siempre que su hijo se ausentaba por algún motivo echaba un vistazo rápido a la libreta, por si hubiera algo de lo que preocuparse. “Ahora no llueve, antes tampoco llovía”; “El suelo es feo”; “¿Todas las esquinas te parten en dos si las atraviesas?”; “No me importan las estrellas detrás de las nubes”; “Mi padre ha vuelto a mirarme la libreta” eran las frases de esa mañana antes de ayudar a llevar las bolsas a la cliente. No tenía intención de invadir la poca intimidad de su hijo, pero los médicos le habían dicho que aprovechara que él se expresaba mediante esos apuntes para vigilar su estado de ánimo y sus pensamientos. Juan nunca había hecho daño a nadie, pero una vez estuvo a punto.


El padre de Juan lo quería con locura. Tenía verdadera predilección por él. Para asegurarle un futuro, había decido incluirlo como dependiente en la tienda, negocio que había regentado durante toda la vida. Cuando él ya no estuviera a Juan le quedaría una buena pensión, ya tenía cotizados más de veinte años. Sus funciones eran sencillas, encargarse de llevar la compra a las personas que lo necesitasen y ayudarle a colocar los pedidos más pesados en la trastienda, aparte de la función autoasignada por el propio Juan de vigilante casi permanente. 
     La relación con su madre, sin embargo, era más bien distante, tal vez el no comprender qué le ocurría a su único hijo había creado una barrera; donde el padre veía una oportunidad de explorar y conocer a una persona muy distinta a todas las demás la madre únicamente sentía desilusión por no poder hablar con normalidad con su hijo. La relación entre los dos progenitores de Juan era buena, aunque en los últimos años se habían ido distanciando sin que él se diera cuenta.
     Hacía mucho tiempo que Juan se sentaba frente a la cristalera y escribía en sus libretas. Era un hombre muy observador, y aunque muchas de las cosas que escribía no tenían sentido para su padre, algunas sí demostraban la atención que Juan prestaba a su entorno, lo que evidenciaba que no estaba tan aislado como el resto de la gente pensaba. Su padre, sin embargo, había empezado a preocuparse, pues su hijo había pasado de observar por la ventana a levantarse cada vez que un vecino del bloque pasaba junto a ella. En varias ocasiones incluso había salido de la tienda detrás de él. Su padre tenía que llamarlo para que volviera dentro y al preguntarle por qué seguía únicamente a ese vecino no recibía ninguna respuesta. Decidió no contárselo a su mujer, pues ya había demasiada distancia entre ellos como para preocuparla por algo así.
     El problema fue a mayores cuando un día su hijo hizo una de sus habituales visitas a la trastienda. Su padre sabía de sobra con que intenciones su hijo se escondía allí dos o tres veces al día. Los médicos le habían dicho que era normal porque tenía un problema en el control de sus impulsos. Que bastante era que sentía la necesidad de esconderse para satisfacer sus instintos sexuales. Su padre siempre le dejaba papel e incluso en alguna ocasión dejó por allí un par de revistas, justo en el escondite que Juan utilizaba desde hacía años. Pero su hijo no miraba las revistas, como mucho al terminar, se comía una manzana. Mientras su hijo se dedicaba a darse placer, su padre se acercó a la libreta. Pudo leer frases como: “El cielo hoy no caerá”; “Las nubes se chocan y por eso llueve”; “Todo tiene agujeros”; “La tierra ha parado de moverse. Ya sigue”; “Aquí pasa el hijo de puta, mañana lo mato”. Su padre se sobresaltó al leer esta última frase. Dejó la libreta en su lugar y volvió tras el mostrador. Su hijo salió con las manos empapadas, nunca había aprendido a  secárselas bien. 
     —¿Qué has escrito hoy en la libreta?
     —…
     —Juan…
     —Cosas
     —¿Algo nuevo?
     —…
     —Juan…
     —Todo es nuevo papá.
    Al día siguiente el padre no le quitó el ojo de encima. Cuando más clientes había en la tienda, fue cuando Juan tuvo la reacción que le puso en guardia de forma definitiva. El vecino volvía a pasar, como desde hacía unos meses, para tomarse el café en casa en vez de en el bar, tal y como él mismo había averiguado. Juan arrojó la libreta al suelo y se pegó al cristal violentamente. En la tienda todos se giraron hacia él pero su hijo no se inmutó, siguió mirando colérico, con sus gafas de montura negras a través del cristal, aunque el vecino hacía ya unos segundos que había pasado.
     —¿Le ayudo con esa bolsa señora Enriqueta? —preguntó sin mirarla, observando todavía la calle, fijo, obstinado.
     —Si quieres, hijo… —contestó ella, un tanto asustada.
    El padre no tuvo tiempo de reaccionar cuando su hijo ya salía de la tienda con las bolsas en dirección hacia su bloque, pues la clienta también vivía allí. Terminó de despachar a las tres personas que quedaban y cerró a toda prisa. Cuando subió por el portal escuchó como su hijo llamaba violentamente a una puerta en el tercer piso, donde ese vecino tenía su casa. Ellos vivían en el segundo y era en ese piso por donde el padre subía los peldaños de dos en dos para evitar que su hijo cometiese una locura. Cuando llegó a su altura vio que tenía un cuchillo en la mano, por suerte el hombre no estaba en casa.
     —Hijo…
     —…
     —Juan… ¿qué haces?
     —Este hombre es malo.
   El hombre en cuestión lo había visto todo, en ese momento salía del ascensor. Era un hombre bien parecido, unos años más joven que su padre, dueño de una pequeña empresa de electrodomésticos. Juan soltó el cuchillo y por primera vez desde que su padre pudiera recordar, se abrazó a él. En ese abrazo fue cuando el vecino y Juan cruzaron las miradas. Sus ojos no cambiaron de expresión, pero el vecino quedó aterrorizado desde ese momento: captó el mensaje.


    Juan seguía sentado tranquilamente delante de la cristalera. Apuntaba algo de vez en cuando y seguía realizando el trabajo que su padre le pedía,  acompañando a algún cliente y ordenando los pedidos. Una de las ocasiones en las que su padre se ausentó aprovechó para arrancar una hoja de la libreta y guardársela en el bolsillo: “Hoy mamá tampoco gemirá debajo de ese hombre”. 


* Publicado, con algunas modificaciones, en Revista Narrativas en Octubre de 2014

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