viernes, 30 de diciembre de 2011

VIDA PARA DOS

      Está demás decirte que a esta altura
no creo en predicadores ni en generales
ni en las nalgas de miss universo
ni en el arrepentimiento de los verdugos
ni en el catecismo del confort
ni en el flaco perdón de dios
a esta altura del partido
      creo en los ojos y las manos del pueblo
      en general
      y en tus ojos y en tus manos 
      en particular.

MARIO BENEDETTI, El amor, las mujeres y la vida


Transcurría el año 2051 y no demasiadas cosas habían cambiado, o eso pensaba Alberto mientras sorbía una taza de café caliente mirando por la ventana las gotas estrellándose contra el asfalto. Llovía. El agua caía de forma violenta, las gotas de lluvia parecían querer estrellarse, inmolarse, cuanto antes mejor, contra el suelo ya mojado. Las luz del día se había retirado apenas una hora antes y parecía estar vigilante, agazapada, tras la débil oscuridad que se había instalado y que pronto se haría fuerte.
A sus casi setenta años y tras una larga carrera como profesor de instituto, se podía decir que había visto de todo y que todo, según él, seguía igual. Era cierto que había habido avances tecnológicos inimaginables décadas atrás; nuevas generaciones con valores diferentes, con distintas formas de entender y de vivir la vida; guerras nuevas; nuevos gobiernos y alianzas; viejos rencores. Pero al fin y al cabo las nuevas tecnologías servían siempre para lo mismo: para buscar información y para relacionarse con los demás, daba igual si lo hacías marcando un número de teléfono, buscando en una enciclopedia o hablando en voz alta a un programa que te obedecía “ipso facto”. De las nuevas generaciones siempre había quejas, casi nunca entendimiento. Y había pasado con todas, la suya incluida. Las guerras, como se solía decir, siempre eran la misma, aunque en cada nueva guerra morían miles de personas que no habían muerto nunca, y la mayoría no lo merecían. De los nuevos gobiernos, se sabía ya que eran generaciones repetidas de generaciones anteriores, y los resultados no solían variar en exceso. Y los viejos rencores, seguían como nuevos.
En eso pensaba mientras sorbía despacio el café, viendo pasar coches bajo su ventana y personas escondidas en grandes paraguas. Y pensaba en sus hijos. Uno casado y viviendo apenas a unas decenas de kilómetros. El otro soltero, hasta donde él sabía, y en otro país. Con ambos mantenía buena relación, constante, asidua. Muy familiar pese a las distancias. No tenía nietos, pero uno ya estaba encargado y llegaría en breve. También se acordaba de su hermana, tan linda de joven, que se fue a casar con el tipo ese que la dejó embarazada y soltera, casi a la vez. Pero lo había sabido encajar, se había recompuesto y ahora era una madre feliz. No se había vuelto a casar, aunque amoríos nunca le faltaban.
El café seguía caliente en sus manos y la lluvia fija en sus ojos. Como una cortinilla. Parecía algo seguro, pese a ser eminentemente efímero. Entre tantos recuerdos nunca pudo olvidar, era perfectamente imposible, a aquella chica uruguaya con la que, entre otras muchas cosas vividas, había estudiado magisterio. Cómo le encandilaron sus ojos, cómo le cautivó su acento. Pero había más. O él, y muchos otros, descubrieron mucho más en aquella montevideana de piel clara y ojos glaucos. De mirada constante, de palabra precisa, de sonrisa perfecta; como el “Ojalá” de Silvio. Pero había más y ambos lo supieron encontrar. Y jamás lo perdieron desde entonces. Claro que hubo cambios, con el tiempo, a la hora de palpar al otro, incluso en el entendimiento mutuo. A peor a veces, a mejor otras. Pero siempre hubo respeto, y se llegaron a interiorizar tanto, en eso sí se parecían, que nunca se sentían separados, incluso cuando el precipicio ya había quedado arriba y los kilómetros de la caída los habían distanciado cientos de metros. Eran dos, no uno. Claro que ella era más guapa y además estaba loca. Pero su locura era suave, una brisa. Un aliento. Él era callado y refunfuñón. Menos al principio. Al principio era tímido, pero era imposible la timidez ante ese río de virtudes desbordándose allí, allí delante. Le echó valor y sacó lo mejor de sí. Y ella lo vio y se lo quedó. 
El café ya estaba tibio, lo suficientemente caliente como para beberlo y que no te abrasara, lejos todavía de estar frío. A unos minutos del frío. Maldita uruguaya, que le había pegado su acento, sus manías, su vocabulario. Maldito Montevideo y su bahía. Maldito Montevideo y su interminable rambla. Qué nostalgia de algo que no era suyo, y todo por culpa de aquella loca de remate que sabía mejor que nadie vivir la vida y que había elegido vivirla con él. Ese mimo dulce, ese carácter intratable en los días malos. Esa inteligencia sensible y esa maldad punzante. La caricia cautivante y todo el desprecio en un gesto. El entendimiento conseguido con los años, la complicidad de toda una vida.
El café ya se había terminado. La lluvia perdía fuerza. Entre tanta gente cubierta le sorprendió ver a una viejita más o menos de su edad, sin paraguas, sin capucha, dando saltos frente a su ventana y gritando algo ininteligible. Esa loca.
—¿Qué quieres? —gritó Albertó después da abrir la ventana de su tercer piso y taparse la cabeza con un periódico.
—¡Bajá! —gritó ella.
—¡Llueve!
—Ya sé. Me estoy mojando.
—Pues sube.
—¿Y qué hay arriba?
—Calor y café.
—No me convencés. Me quedo acá.
—¡Te vas a poner enferma!
—Acá te espero.
—No pienso salir.
—Claro que saldrás, ¿o vas dejar que me moje?
Alberto cerró la ventana. Así había sido casi toda su vida. Cuando él pensaba que estaba en la gloria, tranquilo, a gusto, llegaba ella y revolvía su mundo desde cualquier vértice, sin excusa y sin razón. Y siempre para mejor. Claro que iba a bajar. Nunca dejaría de bajar. Quería bajar.


Desde la ventana un chico se sorprendió de que dos personas mayores hablaran a gritos, aunque no pudo escuchar lo que se decían. Ella no llevaba paraguas y se estaba mojando. Finalmente, él bajó, paraguas en mano. Se besaron y ella rechazó el cobijo que él le ofrecía. Pero él la agarró y la metió bajo el paraguas. Y juntos se fueron caminando, sin saber muy bien a donde.

jueves, 22 de diciembre de 2011

UN CHALADO, UN ROBO Y LA SUERTE

       Dicen que quien contempla el mundo desde las alturas ve a sus congéneres cual si fueran hormigas y que esta ilusión óptica hace sentirse omnipotente al que la experimenta, en vez de sentirse, como manda la lógica, horrorizado al descubrir que es el último ser normal en un universo de insectos repulsivos.

     EDUARDO MENDOZA, El laberinto de las aceitunas


     Estaba yo en mi mejor momento (lleno de barro, sin los cordones de las zapatillas y cantando a pleno pulmón, bajo la lluvia y a las dos de la mañana, el “Wish you were here” en versión libérrima) cuando me encontré por la calle con mi exnovia y su nuevo novio.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó ella con los ojos fuera de sus órbitas.
     —No sabría decirte (no mentí del todo).
     —¿Qué quieres decir con no sabría decirte?
     —Pues tampoco sabría decirte (tampoco mentí).
     Se hicieron unos segundos de silencio, que pasé hurgándome entre el pelo con la sana intención de quitarme las pulgas y piojos que pudieran haberse instalado allí.
     —Te presento a… Enrique, mi novio —dijo, atorada.
    —Un placer (ahí sí mentí). Es muy guapo —dije mirándola a ella (y mintiendo de nuevo)—. Decía que eres guapísimo —comenté, esta vez mirándolo a él fijamente, para que me entendiera bien.
     Como no sentía la obligación de decir nada más, callé. Al ver, extrañado, que ellos tampoco hablaban me quedé mirándoles, un poco incómodo, he de reconocerlo. 
     —Nosotros… nos vamos a casa —dijo mi exnovia.
     —A pasarlo bien —les dije mientras me daba la vuelta.
     Creo sinceramente que conseguí mantener el tipo, pasar desapercibido dejando un poso de nostalgia en su memoria. Estoy completamente convencido de que esa noche no hubo sexo entre ellos. Sólo dolor.
   Continué mi camino hacia casa, escondiéndome detrás de cara farola encendida, como era mi costumbre. Agachándome al intentar levantar cada alcantarilla, sin éxito, como casi siempre. Y es que no habría llegado a estar en esa maravillosa situación de no ser por lo que los demás denominan como “mis extrañas taras”.



     No eran ni las ocho de la mañana y ya estaba en la calle: afeitado y desayunado. Esperando a mi nuevo socio para llevar a cabo un negocio del que poco sabía. Era una lástima que fuera tan extraordinariamente puntual, porque me estaba empapando hasta los huesos bajo una lluvia torrencial, pues en los alrededores no había sitio para guarecerme. La suerte decidió olvidarme del todo cuando en esas circunstancias pasaron, bajo el paraguas y muy acaramelados, mi exnovia y su nuevo novio, a los que me encontraría también esa misma noche, en las circunstancias anteriormente descritas. Ellos no me vieron, pero yo sí pude distinguir sus rostros: sonrientes, enamorados, sonrojados. Asquerosos.
     Isidro, mi socio, llegó veinte minutos tarde, para entonces yo ya estaba condenado a una muerte por pulmonía. Me monté en el coche, ni nos saludamos. No me caía bien ni yo a él tampoco. Pero era lo que había.
     —¿De que se trata?
     —¡No me agobies!
     En este punto he de decir que Isidro era un hombre fácilmente irritable.
     —¡Todo el día con preguntas! ¡Cagüendios! 
    —Te quiero (mentí).
     Pasaron unos veinte minutos hasta que mi primo (no es mi primo, pero de ahora en adelante he decidido llamarlo así) se rebajó a mi nivel y decidió dirigirme la palabra.
—Vamos a robar a un hijo de puta.
—Me gusta robar a hijos de puta (es verdad).
—Su padre estuvo conmigo en la cárcel y me libró un par de veces de que otros hijos de puta me metieran la mierda para dentro. Las otras veces nada pudo hacer.
Amago de carcajada. Me mira y me pongo serio.
—Continúa, por favor —digo, muy profesional.
—Pues eso. El caso es que el padre del hijo de puta al que vamos a robar se está demenciando. En realidad ya no reconoce ni a su hijo, lo que éste ha aprovechado para poner a su nombre todas las tierras de su padre: granjas, fincas, mucho ganado… Y lo ha vendido todo, quedándose con todo el dinero.
—Bueno, es su hijo…
—“Bueno, es su hijo…” —comentó en tono burlón —. ¡Yo era como un hijo para él! Parte de esos terrenos iban a ser para mí. Pero su hijo, el muy cabrón, le ha hecho cambiar el testamento. Y me ha dejado sin nada, sin futuro…
—No future.
—¡Qué cojones dices! El caso es que tu hermano me sopló que querías autodestruirte después de que tu novia, a la que tanto querías, pusiera el culito para que otro se la metiera. Así que si te quieres jugar la vida, hoy es el día. Vamos a medias…
No había terminado de decirlo todo, en realidad yo me había quedado en la palabra “culito”, cuando cogí el volante con una mano, hice girar el coche y nos comimos un contenedor. Lástima que fuera tan despacio como para no habernos matado, pensé.
—¡Estás como una puta cabra! ¡Me has abollado el coche! ¡Nos podíamos haber matado! —gritó una vez fuera, mirando los daños.
—Ya sabes con quien te estás jugando los cuartos.
No dije nada más. Ni hizo falta. Arrancamos y en media hora estábamos llegando, por la puerta de atrás, a la granja en la que el hijo de puta tenía guardado el dinero.
Desde donde estábamos, en lo alto de una pequeña colina, podíamos ver que no estaba sólo: había tres tipos más, grandes, fuertes, musculados, que parecían vigilar el lugar. Por lo que me contó mi primo mientras vigilábamos, el hijo de puta había vendido los terrenos emulando la firma de su padre, al igual que había cambiado el testamento, pues el viejo estaba verdaderamente en las últimas y ni escribir sabía ya. Por eso estaban allí encerrados, tenían muchos enemigos y el resto de pertenencias que no había podido vender no serían suyas hasta que su padre muriese.
—¿Entramos ya? —pregunté mientras me ponía un pasamontañas.
—Sí, pero hay que tener cuidado —contestó mi primo mientras sacaba su pistola, momento que yo aproveché para sacar mi arma.
—¿Un tirachinas? ¿Te has vuelto loco?
—Es un tirachinas enorme, mira que piedras puedo lanzar —me metí una en la boca, para ver si era de calidad —. Ésta por ejemplo.
Apunté y disparé. Uno de los tíos musculosos que vigilaba la puerta de atrás cayó de golpe al suelo. La piedra le había dado en la cabeza. De lleno.
—¿Ves?
Mi primo no salía de su asombro, me miraba con los ojos desorbitados, creo que pensaba que estaba loco.
—Nos van a matar… Ya no hay vuelta atrás ¡A por ellos!
Y así, sin pensarlo dos veces, se fue corriendo colina abajo, disparando a diestro y siniestro. Los guardias musculosos estaban prevenidos, habían visto caer al que había derribado. Yo mientras tanto cargaba los bolsillos de piedras y me incorporaba. Me di cuenta, nada más empezar a correr, que mis pantalones se caían y me los tenía que ir subiendo, por lo que el tirachinas no me servía de nada. Me quité los pantalones, arto de no poder contribuir a la escabechina, pero claro, las piedras estaban en los bolsillos. Paré en seco y decidí ponérmelos de nuevo. Para aquel entonces a mi primo lo estaban moliendo a palos entre dos de esos hombres musculados, por lo poco que pude ver antes de desmayarme de un golpe, producido, seguramente, por un bate de béisbol que pude ver de refilón  mientras me daba la vuelta dispuesto a dar mi vida en aquella temeraria empresa.
Cuando desperté estaba de barro hasta las orejas, no había parado de llover en todo el día. Pero el barro ya estaba casi seco, por lo que calculé que debía llevar atado a la silla en la que estaba sentado unas cuantas horas. Además, tenía muchísima hambre y ya había oscurecido. Intenté desatarme, pero me fue imposible, la cuerda era muy gruesa y el nudo estaba bien hecho. Y mi tirachinas muy lejos. 
La puerta se abrió y yo cerré los ojos. Pasaron decenas de segundos y no escuché ningún ruido. Los abrí y pude ver frente a mí la cara de unos de esos tipos mirándome fijamente, muy de cerca.
—¡Satanás! —grité como un poseso— ¡Es el puto Satán! ¡Satanás!
Al tipo le cambió la cara cuando empecé a moverme como si estuviera sufriendo un ataque epiléptico. Di vueltas con la silla, babeé todo lo que pude y más, e intenté que mis ojos salieran de sus órbitas.
De repente, paré.
—¿Pero qué dices? —preguntó.
—Detrás de ti, joder —contesté, exhausto.
El hombre se dio la vuelta y yo me lancé a morder su musculoso culo con todas mis fuerzas. Por suerte agarré carne. El tipo gritaba como un verdadero cochinillo e intentaba tirarme del pelo para desengancharme. Una vez hube parado, él se arrodilló, llorando, momento que aproveché para saltar sobre él con tan buena suerte que fue a dar con su cabeza en una esquina de otra silla y cayó desmayado. A quien quiero engañar: murió. Murió con un dolor de culo espantoso y con el último recuerdo de ver a alguien como yo gritando que había visto a Satanás. 
Después de cantarme el cumpleaños feliz cuatro veces y escupir hacia arriba tumbado en el suelo hasta darme en la cara (esto último me trae suerte,  lo de cantarme el cumpleaños fue por los nervios) pude soltarme gracias a un cuchillo que aquel hombre llevaba encima. 
     Guardé mi tirachinas en un bolsillo del pantalón, a buen recaudo, pues era un recuerdo de una tienda de chinos, y me quité los cordones de los zapatos: me servirían como arma en caso de que algo saliera mal. Tenía ganas de cuerpo a cuerpo.
     Por suerte para mí nadie había oído los chillidos, lo que quería decir que nadie había en la casa. Excepto el cadáver de mi primo, que yacía tirado en el salón, ensangrentado, como una alfombra. Pero con mucha sangre.
     Como me importaba bien poco, ya he dicho que me caía muy mal, me puse a buscar el dinero, que era para lo que estábamos allí. Encontré la caja fuerte detrás de un cuadro y tiré de la palanca sin demasiadas esperanzas, sin embargo se abrió. Imbéciles. Cuando me disponía a sacar todo el dinero oí llegar un coche y me escondí detrás de un gran sofá que había en el espacioso salón. Desde ahí pude escuchar y ver todo lo que iba sucediendo.
     Tres tipos entraron, dos de ellos musculosos sólo un poco. El menos musculoso me era jodidamente familiar, el hijo de puta. Pero no pude acordarme hasta minutos después.
     —¿Pero qué cojones habéis hecho? —preguntó el menos musculoso, que parecía el jefe, señalando el cadáver de mi primo.
     —Ya te lo hemos dicho, jefe (esto me dio la pista definitiva para saber quien era la cabeza pensante). Dos chalados bajaron colina abajo, uno pegando tiros al aire y el otro con un tirachinas.
     —¿Un tirachinas?
     —Sí, un tirachinas.
     —¿Y dónde están?
     —Pues uno está muerto, ahí donde lo ves. Lo molimos a palos y se nos fue de las manos, la verdad.
     —¿Y el otro?
     —Atado a una silla.
     Los cojones, pensé.
     —¿Quieres verlo?
     —No, no quiero ver a nadie. No quiero implicarme en nada de esto. Quiero que limpiéis la sangre, os deshagáis de los cadáveres y queméis la casa. Eso sí, el dinero sacarlo antes.
     —¿Entonces quiere que matemos al otro y quememos su casa?
     —Lo de la casa es lo de menos. Es de mi padre y es vieja. Ya tengo su dinero. Y al que está encerrado torturarle, para ver si canta.
     Tu puta madre, cabrón. 
     —Nos vemos mañana, que he quedado para cenar —dijo mientras habría la puerta—. No me falléis.
     Una vez se hubo ido los dos musculitos comenzaron a limpiar la sangre de mi primo y sacaron el cadáver de la casa. Llamaron un par de veces a su tercer compañero, al que yo me había cargado sin querer y al ver que no contestaba dieron por hecho que se había quedado dormido.
     —Me llevo a este fuera. Que habrá que enterrarlo lejos de aquí —dijo mientras sacaba el cuerpo el que todavía no había abierto la boca.
     Mientras cargaba con él fuera de la casa me acerqué furtivamente al que quedó dentro, que estaba situado de espaldas a mí limpiando la sangre del suelo. Pude haberle dado un golpe o usado mi tirachinas, pero no, quería VENGANZA. Así que sujeté fuertemente uno de los cordones de mi zapato con ambas manos y comencé a estrangularle. Tan bien se me dio que a los cinco minutos ya estaba muerto. Por si las moscas le bajé los pantalones y empecé a meterle un trozo de madera por la boca, mientras cantaba “duérmete niño, duérmete ya, que viene…”, pero en ese momento fui sorprendido por el otro, que por su cara de sorpresa, no esperaba una escena así. Rápido y veloz traté de acercarme a él para ahorcarle, aunque fuera por delante, pero me propició tal patada en las costillas que me sentó en el sillón tras el que había permanecido escondido. Su error fue intentar acercarse a mí, ya que en cuanto estuvo a la distancia adecuada le di una buena patada en sus partes pudendas. No pudo menos y se arrojó al suelo, gritando. Entonces sí, le rodeé el cuello con el otro cordón del otro zapato que tenía en el bolsillo convenientemente guardado y apreté hasta matarlo.
     Una vez hube terminado con el ritual que utilizaba para asegurarme de que estuvieran muertos (lo repetí de nuevo con el primero que me cargué y también con el segundo), me dirigí a coger el dinero. Fue en ese momento cuando pasé por delante de un retrato del jefe de los musculitos, el que se había ido y del cual he dicho anteriormente que me sonaba la cara. Pues bien, desde ahora lo llamaré el nuevo novio de mi novia. Era él, no había duda alguna. 
     Tras dar varios saltos de alegría y llorar de la emoción, como si España hubiera vuelto a ganar un Mundial de fútbol, enterré el dinero muy lejos de la casa, metí todos los cadáveres dentro y le prendí fuego. 
     Y salí corriendo.

sábado, 22 de octubre de 2011

CULPABLES

      "¿Soy a pesar de todo como los demás?” era una pregunta que solía hacerse cuando de pronto se despertaba por las noches. “¿Soy como el resto de la gente?"

      FRANCIS SCOTT FITZGERALD, Suave es la noche


No eran la pareja perfecta y lo sabían. Pero mientras encontraban algo mejor, se entretenían. Lo malo para ella, y para él, era que ese mientras tanto ya duraba demasiado y el final del camino había llegado ya, entre tímidas señales de aviso, entre brumas. Y la meta indeseable no era otra que el altar y el alcoholismo, para ambos por igual.
La pareja se había conocido a través de amigos de amigos, pero si le preguntabas a ellos, ni tan siquiera eso tenían claro. Se habían gustado, por supuesto, y ese regusto compartido había durado sus buenos seis o siete meses, y después, cada uno por su lado, sigilosos, habían trazado el mismo plan: aguantar hasta que apareciera algo mejor. Así tenían compañía, algo de sexo satisfactorio y sus familias y amigos, la sociedad en general, les aceptaban orgullosos. Y además, puesto que a nivel emocional la relación no había ido a más, dejarlo no supondría un problema.
En todo esto pensaban los dos plantados en el altar mientras el cura soltaba su retahíla, en lo que para ellos era esa meta a la que no habían querido llegar y desde la cual comenzaba una nueva carrera, cuesta abajo, directa al sumidero. La catedral era preciosa, ya podía serlo además, con todo lo que les había costado encontrar fecha. Los invitados debían vestir de etiqueta, y en la cara de los familiares más cercanos, abuelas, madres, tías de ambos, se reflejaba la satisfacción de casarla a ella y de que él, por fin, sentara la cabeza oficialmente. Las abuelas lloraban, las madres también. Las primas criticaban mentalmente a la novia y algunas tenían fantasías con el novio, al igual que los amigos de éste, que si bien no envidiaban la situación de su amigo, sí fantaseaban con la novia, pese a no ser especialmente atractiva. Y es que en eso también eran una pareja convencional, sin querer serlo: ni guapos ni feos ni altos ni bajos. Tal vez él tuviera menos pelo del que debería y ella un trasero ligeramente más grande de lo que la mayoría encontraban atractivo, pero los dos tenían un pase.
Jesús, Jesusito, como era conocido por todos, tenía un nudo en la garganta. Pese a no ser especialmente inteligente, tenía una carrera que había sacado con mucho esfuerzo a base de agotar convocatorias, se daba cuenta de que el abismo estaba allí mismo, justo en el “sí quiero”. Y no por el matrimonio en sí, si no por casarse con quien no quería. Recordaba, mientras el cura continuaba con su homilía, las dos aventuras que había tenido durante su noviazgo. Una con una camarera, en un fin de semana loco, que no había ido a más. La otra con una compañera de carrera, con la que había cortado por lo sano, sin estar muy convencido, hacía unas pocas semanas. Tampoco sentía nada especial por ella, pero la novedad cuando el tedio te rodea, pensaba, era un espléndido despertar.
Ella, Asunción, por un lado estaba satisfecha. Había contentado a su familia y se estaba casando con un hombre bueno. Además los dos tenían trabajo, por lo que el dinero no les iba a faltar. Por otro lado estaba fatalmente hundida, destrozada. Sentía un vacío interior asfixiante cada vez que pensaba en ese italiano que conoció en un viaje y que tantas satisfacciones le había proporcionado, o en el portugués que conoció cuando estuvo de erasmus, o en el marroquí que vendía hachís en el barrio de al lado, o en el charcutero de toda la vida, al que todavía veía en la trastienda…
—Sí, quiero… —dijo ella.
—Sí, quiero… —dijo él.
Felizmente condenados se dieron la vuelta en el altar cuando el cura terminó su sermón. Los familiares más cercanos se acercaron a felicitarles, mientras que los amigos les esperaban fuera para tirarles arroz a manos llenas. De ahí, todos se trasladaron al lugar de la comida, excepto los novios, que se fueron a hacer las fotos de rigor en un parque cercano, emblemático en aquella ciudad. 
Mientras que la boda había pasado como una exhalación entre recuerdos, las fotos se hicieron eternas, ninguno de los dos tenía demasiadas ganas de tocar al otro, y el fotógrafo, un gran profesional, no paraba de repetir fotos hasta dar con la que más se aproximaba a la que quería. Cuando por fin llegaron al lugar de la comida, de los más caros de entre los que habían podido elegir, recibieron el aplauso sincero de tías, abuelas y madres; y el falso, receloso y displicente, del resto de los invitados, de los cuales la mayoría sólo esperaban poder comer y beber en paz después de lo que les habían dado a los novios como espiga. Además, ya se estaban relamiendo al pensar en su propia boda los que aún no se habían casado y en el dinero que se iban a llevar. 
La comida pasó entre brindis y “vivan los novios”, regalos inesperados, la visita mesa por mesa de la pareja y el baile nupcial, abierto convenientemente por los recién casados, que se habían estado tomando clases un mes entero. Y no mucho después todo terminó. Sin que la fiesta hubiera acabado los novios desaparecieron en un coche preparado para llevarles directamente al aeropuerto. Las maletas ya estaban hechas y Brasil les esperaba.


     Catorce horas después y muchos miles de kilómetros llegaron a su hotel, en Río de Janeiro. Durante el viaje apenas habían hablado más allá de un par de conversaciones insustanciales acerca de detalles de la boda e invitados, pensando, cada uno por su lado, que con eso tranquilizarían a su cónyuge y no dejarían ver lo que realmente pasaba por sus cabezas: un agotamiento aplastante, abrumador.
Se instalaron en el hotel, comieron y echaron una larga siesta para reponer fuerzas. Al despertar se miraron, sabiendo lo que la etiqueta de las relaciones maritales les obligaba a hacer en ese momento. Ninguno de los dos quería, por lo que ella, más ágil, propuso una ducha y un paseo y después una buena cena. Bajaron ataviados con sus mejores galas, y después del paseo y unas cuantas fotos que inmediatamente subieron a las distintas redes sociales de las que formaban parte, se fueron a ver, mientras cenaban al aire libre, el espectáculo que el hotel preparaba todas las noches para sus hospedados. 
Cenaron, y ninguno de los dos, desde que pidieron la primera caipiriña, dejaron de beber. Eso les animó, rieron e incluso se tocaron y se miraron con cierto deseo. Fueron notando, poco a poco, como su lengua se trababa al hablar, un ligero mareo y un sentimiento parecido a la felicidad, que incluso, en alguna milésima de segundo, les hizo sentirse reconfortados de la decisión tomada. Continuaron bebiendo sin parar, bailaron, cayeron al suelo y se besaron. Se sacaron más fotos que también colgaron en Internet. Y con esas sensaciones subieron al hotel dispuestos a exprimir hasta la última gota de aquella primera noche de casados. Sin embargo, cuando se estaban desnudando, cada por su lado pero bien dispuestos, ella sintió como se revolvía súbitamente, vomitando sobre la cama todo lo que había ingerido aquella noche. Él, que hasta ese momento gozaba de una erección bastante notable, sintió como la libido le disminuía de golpe y como también sentía la necesidad de visitar el cuarto de baño. Mientras él vomitaba, ella dio como bien pudo la vuelta al colchón y cambió las sábanas. Cuando Jesús salió del baño, peor de lo que había entrado, ambos se miraron y sin decir una palabra se tumbaron frente a frente, dedicándose una última mirada de quienes se saben condenados para siempre.



miércoles, 28 de septiembre de 2011

BARRIO SUR

      La rabia. La rabia de ir perdiendo desde el principio, y no por jugar peor sino porque nos han dado menos cartas.

BELÉN GOPEGUI, El lado frío de la almohada

La rutina de Rubén tan sólo cambiaba durante los fines de semana, los días de diario hacía siempre lo mismo. Se levantaba para trabajar en la frutería de su barrio, trabajo que había conseguido porque él había nacido en ese lugar, y eso, allí, pesaba más que cualquier otra cosa en el currículum. Terminaba a eso de las tres de la tarde e iba a comer a su casa, un piso pequeño que antes había sido de su abuela, y que él, con suerte, había heredado. Después de una siesta bajaba al parque donde se reunía con Juanillo, Iñaki, Verónica, Chuchi, Alfonso y Sandra. Cada uno iba llegando a su hora, él siempre era el primero. En el mismo sitio del mismo parque día tras día. Sus bancos, los de siempre, los que nunca cambiarían: desconchados, viejos, cojos. Cuando cada uno terminaba sus obligaciones, que en un barrio como ése, antes llamado obrero, ahora, no llamado “en paro”, eran muchas y variadas  y nadie se metía en los asuntos del otro salvo que hubiera confianza suficiente, de lo contrario la curiosidad podía matar al gato; bajaban al parque a pasar la tarde, que era gratis.
Ese día los demás tardaban en bajar pero a Rubén no le preocupaba. Sabía que siendo martes lo más probable es que tan sólo estuvieran los de siempre, y en un barrio como aquél, decir los de siempre quería decir los de toda la vida, aquellos con los que has ido al colegio y al instituto, con los que has jugado siempre y con los que, sobre todo, te has metido en problemas desde que eras un adolescente. Sacó un filtro, papel de liar, el tabaco, y se hizo un cigarro. Lo encendió tranquilamente, mirando a la gente pasar. El verano estaba a punto de llegar y todavía se podía estar al sol a esas horas sin abrasarte de calor. Era reconfortante.
El primero en llegar ese día fue Chuchi, compañero de pupitre hasta los dieciséis años, edad a la que ambos dejaron el instituto por ganar dinero fácil sirviendo de ayudante de lo que fuera necesario. Ahora él estaba en paro, le habían echado hacía poco del supermercado del barrio. Eso sí, con derecho a paro ocho meses, de los que ya habían pasado casi la mitad. Como era habitual no se saludaron, se conocían de memoria. Rubén consideraba a Chuchi su amigo, tal vez su único amigo de verdad. Era callado, atento. Jamás hablaba más de la cuenta, ni tan siquiera cuando estaba bajo los efectos de la droga. De cualquier droga que hubieran probado juntos.
—He ido a pillar donde los moritos —dijo después de darle una calada al cigarro que Rubén le acababa de ofrecer. 
—¿Y? 
     —Lo han subido, los cabrones. A seis Euros. 
     —¿Me has traído?
     —Sí, pero poco.
     Vieron de lejos a Juanillo, al que ninguno de los dos esperaba esa tarde. Era martes y debía de estar en Proyecto Hombre. Llegaba medio cojo, rascándose la nariz con la mano. Sonriendo. Era cinco años mayor que ellos, lo conocían porque había trabajado en un bar del barrio de al lado, sirviendo copas. Pero se pasó de la raya y el dueño lo echó. Después de eso anduvo un tiempo con algunos negocios, hasta que desapareció. Volvió meses después casi como estaba ahora: fatigado, consumido, extremadamente delgado.
     —Buenas tardes —saludó—. Hace calor, ¿eh?
     Justo en ese momento llegaron por detrás del banco Iñaki y Alfonso. 
     —¿Cómo tú por aquí? —preguntó Iñaki.
     —Cosas mías —contestó Juanillo.
     Nadie hizo intención de preguntar nada más. Alfonso y Iñaki eran hermanos, prácticamente de la misma edad. El único de los dos que había salido del barrio había sido Iñaki, que había pasado los veranos trabajando en un bar en un pueblo de Gipuzkoa. De esos tiempos había adquirido su conciencia política, habiéndose convertido en un defensor a ultranza del independentismo Vasco, fuera como fuese. 
     Ambos, Alfonso y él, habían heredado el kiosco de su padre, con lo que sobrevivían viviendo juntos en un pequeño piso. Algunas tardes contrataban a algún chaval del barrio para poder descansar, ese día era uno de esos. 
     Mientras Iñaki era un exaltado que a la mínima sacaba los puños a pasear, Alfonso era el más tranquilo del grupo. Si bien Rubén tenía la certeza de que su amigo no intervenía más en las conversaciones porque no terminaba de entenderlas.
     —¿Y Vero? —preguntó Alfonso, mirando a Rubén.
    —Y yo que cojones sé —contestó éste malhumorado.
     —Viene luego con Sandra —respondió Chuchi.
     Y es que a Rubén no le gustaba que le preguntaran por Verónica. Si bien era cierto que habían estado juntos, ya no lo estaban, a pesar de que de vez en cuando tuvieran algún encuentro en privado. Además Rubén sospechaba que Alfonso estaba detrás de ella, y eso era algo que no le hacía demasiada gracia. No era celoso ni tenía por qué serlo. Simplemente pensaba que entre colegas esas cosas no se podían hacer.
     Rubén, Chuchi y Juanillo estaban sentados en el banco. Los dos hermanos se situaron de pie, frente a ellos.
     —Hazte un porro —le dijo Iñaki a Juanillo, pasándole todo lo necesario —. Venimos de escuchar la que se está montando en Madrid por lo de BILDU. Qué hijos de puta. No me jodas. ¿Qué prefieren, bombas? Pues a bombazo limpio entraba yo en Madrid. Y a tomar por culo. Ojala España fuera un Donuts, así Madrid no existiría.
     —No empieces con esa mierda otra vez —protestó Rubén.
     —¿La lucha del pueblo Vasco es una mierda? —preguntó Iñaki, desafiante.
     —Lo que sale de tu boca es pura mierda —contestó Rubén mirándole por primera vez directamente a los ojos.
     Iñaki apartó la vista y no replicó. Sabía que Rubén no había tenido una buena semana, que llevaba un tiempo bastante malhumorado. Y además conocía los motivos. Y tampoco era la persona indicada a la que molestar en ningún caso.
     En ese momento llegaron Verónica y Sandra. Verónica trabajaba en una peluquería en el turno de mañana, mientras que Sandra vivía en casa de sus padres desde que la echaron de último trabajo, limpiando portales. El resto del tiempo lo ocupaba en cuidar a su hijo. El padre del chico había sido el alcohol, o eso decía ella cuando le preguntaban. Las dos siempre llevaban mechas en el pelo y era habitual, sobre todo en Verónica, verlas con un cigarro en la boca.
     —¿Qué pasa? —preguntó Sandra a modo de saludo sentándose al lado de Chuchi, pasándole un cigarro.
     Rubén se percató de que desde hacía tiempo tanto Chuchi como Sandra daban muestras de una confianza fuera de lo normal. Más allá de la que habían mostrado nunca. Deseó que su amigo no se metiera en ese jardín: sin trabajo ninguno de los dos y con un crío de por medio.
     —El otro día han entrado a robar en la tienda de mi tío —comentó Verónica, que se había colocado al lado de Alfonso, entre éste y su hermano.
     —¿Quién? —preguntó Iñaki.
     —No se sabe, la tienda estaba cerrada. Reventaron el cristal y se llevaron comida y lo poco que había en la caja. 
     —Fijo que eran inmigrantes. Panchitos de ésos. Están muertos de hambre —dijo Juanillo mientras daba una calada al porro y se lo pasaba a Iñaki.
     —¿Y tú no estás muerto de hambre? —preguntó Iñaki.
     —Puede ser, pero yo no robo en mi propio barrio, joder.
     —Éste no es tu barrio —replicó Alfonso.
     —Como si lo fuera.
     Rubén se levantó sin decir nada, mientras escuchaba, lejano, el murmullo de la conversación a la que no estaba prestando demasiada atención. Cuando te ves con tus colegas todos los días, la realidad, la vida, avanza muy despacio, pensaba.
     Subió a su casa, cogió al perro, un Rottwieller, y  algo de dinero. En el quiosco de la entrada del parque compró unas cervezas frías y cuando llegó al banco las repartió. Dejó al perro campar a sus anchas. Era perfectamente consciente de que a la mayoría de los allí presentes no les sobraba el dinero, y no le importaba tener algún detalle de vez en cuando. En el momento en que se disponía a abrir su cerveza, disimuladamente Chuchi golpeó su rodilla con la pierna. Rubén levantó la vista y la vio. Justo en ese momento estaba pasando por delante del banco la Macorina: cubana, mulata,  ojos enormes y una sonrisa inmensa. Llevaba puesto, siempre que hacía buen tiempo, vestidos de flores, ligeros, alborotados, perfectos para insinuar las curvas de un cuerpo que bien podía compararse con una carretera de montaña. Había llegado al barrio el verano anterior con su madre. Su padre seguía en Cuba. Cumplió los dieciocho años ese mismo verano, así que era aproximadamente diez años menor que Rubén. Pese a la diferencia de edad, no había podido evitar prendarse de ella desde el primer momento en que la vio. A su manera: ruda, hosca, distante. Al fin y al cabo hacía las cosas tal y como su experiencia le había enseñado. Solía ir al gimnasio tres días a la semana y tenía un cuerpo bastante musculado, la cabeza rapada y un pendiente en una oreja. Eso, y una forma de comportarse ligeramente diferente a la que se acostumbraba en ese barrio, tal vez más distante, más tranquila, habían dado como resultado numerosas conquistas, entre ellas la de la ya mencionada Verónica. Pero con la Macorina no había sido suficiente. Sin embargo no era eso lo que le traía por la calle de la amargura últimamente. Lo que no podía soportar era que ella se hubiera ido a fijar en un tipejo que era guardia de seguridad de una sede bancaria. Todos en el barrio conocían a aquel tipo y a la mayoría de sus amigos, pues habían sido muchas las veces que se habían visto perjudicados por esa banda de violentos, entre los que no faltaban guardias civiles y algún policía nacional. Intocables, por tanto. Temidos por aquellas personas que tenían menos que perder que cualquier otra, pero que aún conservaban algún reducto de su vida con el que se encontraban a gusto. Ese guardia de seguridad conocía esos detalles y también los trapos sucios, pues parte de su adolescencia la había pasado en ese barrio al igual que alguno de sus otros amigos, y amenazaban con destrozar lo poco que tenían aquellas gentes. Desde siempre se habían sentido superiores, y la autoridad que habían conseguido multiplicaba exponencialmente aquellas sensaciones. Hacía mucho tiempo que no causaban problemas, el último de ellos había sido incriminar en una redada antidroga a dos chavales del barrio que habían osado burlarse del guardia de seguridad. Buenos chavales, legales, trabajadores. Que sin embargo habían presenciado, perplejos, como en su casa aparecían un par de kilos de heroína, cantidad que ni en sueños hubieran podido poseer. 
     —¿Te interesa currar este sábado Chuchi? —preguntó Iñaki, interrumpiendo la atención de Rubén.
     —¿En qué?
     —En el bar de un amigo nuestro, en el centro. Necesitan un camarero porque van a organizar una fiesta de no sé qué.
     —Sin contrato sí me interesa. 
     —Sí, sí, sólo tiene contratados a los dos camareros de siempre. A ti te pagaría en negro.
     —Pues dile que sí.
     Sin darse cuenta la tarde se les fue echando encima, el día se marchaba y Juanillo fue el primero en abandonar el grupo. Sin despedirse, distante. Casi no había pronunciado palabra en las distintas conversaciones que se habían ido sucediendo, y eso era algo muy raro en él, parlanchín como el que más.
     Sandra también abandonó el grupo, era la hora de bañar a su hijo y le gustaba hacerlo a ella. Poco después de que se marchara, en un extremo del parque aparecieron el guardia de seguridad y la Macorina. Ella intentaba zafarse de la mano que aprisionaba su brazo. Se la veía angustiada. Rubén y los demás se dieron cuenta de lo que sucedía y permanecieron atentos a la escena. Lo siguiente que contemplaron sus ojos fue como aquella chica, apenas una adolescente, recibía un tortazo en la cara que la hacía trastabillar y caer de espaldas. Él la miraba erguido, enorgulleciéndose al saberse superior físicamente. A continuación, como para poner la guinda al pastel, la escupió.
     Mientras esto sucedía, en el banco Rubén no movía un dedo. Daba caladas tranquilas al enésimo cigarro mientras contemplaba el suceso, con los ojos fijos, sosegado. Aquello había ocurrido a escasos veinte metros de donde ellos estaban, siendo testigos de excepción. Fue Iñaki, sin embargo, el que tuvo el impulso de ir a encararse con el guardia, pero una orden de Rubén le detuvo. 
     —Ni se te ocurra —le dijo.
     Todos se quedaron perplejos, hasta el propio Chuchi había pensado hacer algo, y esperaba que su amigo fuera el primero en batirse el cobre ante aquella aberración. Sin embargo no fue así. Rubén seguía fumando, tranquilo.
     —¿No vamos hacer nada? —preguntó Iñaki.
     —No. Que cada uno arregle sus asuntos —contestó éste sin apartar la vista del guardia.
     Tras esta frase hubo sucesivos cruces de miradas en el grupo. Nadie se explicaba nada. Todos sabían lo que Rubén empezaba a sentir por aquella chica, confesado por él mismo en alguna borrachera de fin de semana, cuando su lengua se desataba un poco y dejaba entrever al Rubén más íntimo. Incluso a Verónica, celosa como ninguna, le sorprendía esa actitud. El único que supo que su amigo estaba tramando algo fue Chuchi, porque fue el único que entendió la última frase de Rubén. Ese no era asunto de Iñaki. Era asunto suyo.
Después de que la Macorina se hubiese ido corriendo, llorando, asustada, el guardia pasó por delante del grupo que ya se preparaba para irse. Había desafío en sus ojos, una altivez insultante. A todos les costó contenerse, menos a Rubén, que era un témpano de hielo. 
     Se despidieron sin mediar palabra. Rubén llamó a su perro y subió a casa. Estuvo fumando y bebiendo a oscuras en el salón, tras una cena ligera. Cuando consideró oportuno se levantó, cogió lo que necesitaba y salió a la calle.


     Eran más de la una de la mañana cuando el guardia se fue a la cama. El encuentro con la Macorina le había dejado un amargo sabor de boca. Si hubiera sabido controlar sus ganas, pensaba, tal vez a esas horas ella estaría en su cama, exhausta y amoratada, como le gustaba dejar a la mayoría de la mujeres con las que se acostaba. Pero la muy puta se puso remolona cuando la invitó a subir  y se asustó cuando la intentó forzar. Era rápida y fuerte, pero ya llegaría su momento. Al guardia no le cabía ninguna duda. Se alegraba de que nadie le hubiera visto, tan sólo aquellos chicos del banco, demasiado asustados para mover un dedo. Basura, pensaba.
     Se metió en la cama y se puso un par de tapones para dormir, contento por tener algo que contar a sus amigos al día siguiente. De repente se sintió excitado, el tortazo le vino a la cabeza como una exhalación. La imagen del vestido de flores moviéndose ágil alrededor del cuerpo de aquella chica mientras caía al suelo. No pudo evitarlo y comenzó a masturbarse. Al principio suavemente, después con  súbita violencia, a medida que las imágenes que su cabeza inventaba se volvían más violentas, hasta llegar a matar a la chica, cosa que nunca había hecho en la realidad pero cuya idea le excitaba enormemente. No tuvo tiempo sin embargo para llegar al clímax. Justo cuando parecía que lo iba a alcanzar un cuchillo atravesó su garganta. Casi diez centímetros de acero quedaron incrustados en su faringe. Murió apenas unos segundos después, entre gorgoritos, ahogado en su propia sangre. Y es que no había oído como el asesino  habría la puerta con la ayuda de una tarjeta, ni como entraba en su cuarto, ni como sostenía, atónito, un cuchillo en la manos enfundadas en guantes. Tampoco pudo ver como se marchaba, no sin antes hacer el amago de escupir sobre el cadáver, para retenerse después con la idea de no dejar ninguna posible pista.



     Habían pasado dos semanas desde la muerte del guardia y salvo algunas preguntas por el barrio, no se había investigado nada más. No tenían ningún hilo del que tirar. La Macorina fue interrogada, así como los familiares de los que habían tenido problemas con el muerto, pero nada se había podido obtener. Quien hubiera cometido el crimen había sido listo: ni una huella, ni un instante de vacilación, según el forense. El cuchillo había entrado de forma contundente, matando al incauto en apenas unos segundos. Nadie lo había visto ni sabía nada. Y no, tal y como se dedujo de los interrogatorios, el guardia no había tenido problemas con nadie en las últimas semanas.
     Rubén y el resto seguían con su rutina diaria. Cuando se enteraron del asesinato no hubo comentarios, tan sólo Chuchi miró directamente a Rubén, que en ese momento miraba hacia otro lado, con un cigarro en la boca. Los demás agacharon la cabeza y si sospechaban algo, no lo dijeron.
     Tras recuperar la total normalidad, el barrio seguía con sus problemas, en una dinámica propia, ajeno al resto de la ciudad. Todos continuaban con sus vidas como hasta entonces, excepto Juanillo, del que no se había vuelto a saber nada. La mejor muestra de esa normalidad era Iñaki, que seguía con su discurso político día tras día. Incansable.
     —Me cago en su puta madre. Si es que no puede ser. Tanta paz y tanta polla… —decía mientras los demás guardaban silencio, bebiendo y fumando, pensando en sus cosas.
     Rubén, cansado del runrún estuvo a punto de explotar, pero entonces la vio. La Macorina pasó muy cerca del banco, exultante, vestida de flores. Recibiendo la mirada atenta de todos los hombres allí presentes y el vistazo displicente de las únicas dos chicas del grupo. Y entonces ella sonrió, mirando a Rubén. Únicamente a él. Y siguió su camino tras esa sonrisa que a él le supo a promesa.




lunes, 22 de agosto de 2011

LOS AÑOS AZULES

     De mi boca salía el Poema Veinte, pero en mi cerebro retumbaban los versos de Maiakovski: “detente, como el caballo que adivina el abismo en las pezuñas, sé sabio, detente”. Pero yo no quería ser ni caballo ni sabio, y el abismo era una invitación azul irresistible.

LUIS SEPÚLVEDA, La lámpara de Aladino

     El frío se hacía notar a primera hora de la mañana. El otoño estaba apunto de llegar y el verano parecía ir dejándole su espacio paulatinamente. En el aire se podía palpar el cambio, la próxima llegada de una estación más fría, más difícil. Caminar por la calle dejaba una sensación inquietante, como si los coches, los edificios, las alcantarillas; notaran que el buen tiempo se alejaba, que los próximos meses serían más oscuros. Toda la ciudad en sí intuía ya el cambio, la transformación a otra cosa, la entrada suave, pero contundente e irrevocable, a días más cortos, de menos luz. Se notaba en el aire.
     Como todas las mañanas desde hacía unos meses, Darío se levantaba y salía de casa a las ocho menos cuarto de la mañana. Se dirigía a su lugar de trabajo: cajero en unos grandes almacenes. Moreno, de estatura media, con el pelo corto, tenía el brillo en los ojos de quien conoce el otro lado de la vida, de quien ha visto más allá. De quien sabe lo que se está perdiendo. 
     Llevaba en la ciudad cuatro meses y había tenido la suerte, según le intentaban hacer ver los pocos amigos que le quedaban en ese lugar, de conseguir un trabajo para poder mantenerse. De nueve a cuatro atendía sin parar a cliente tras cliente. Pasaba los productos por el identificador del código de barras, el cliente pagaba y él le daba el cambio. A grandes rasgos era en eso en lo que empleaba todas las mañanas de lunes a sábado, por un mísero sueldo que casi no le permitía vivir. Las tardes las empleaba en buscar otro trabajo, él había estudiado filología alemana y de ello quería trabajar, si bien se empezaba a dar cuenta que en su ciudad natal era poco menos que imposible. Y es que la vuelta no había surtido los efectos que él había previsto. Por supuesto la familia y los pocos amigos que seguían en la ciudad le habían recibido con los brazos abiertos. Él había notado ese calor, los primeros días. Después todo aquello le había resultado inconstante, no le servía para afrontar el día a día. No podía comer o mantenerse, incluso no podía ser feliz a costa de esas personas. O ya no sabía serlo. 
     Se le hacía duro mirarse al espejo. Solía pasar los días leyendo libros escritos en alemán. De vez en cuando alguien conseguía que saliera de casa, un amigo, un familiar, pero cuando lo hacía era por poco tiempo y para constatar que el vacío que sentía seguía allí, donde lo había dejado meses atrás. Las sensaciones que antes henchían el hueco que ahora sentía, se habían quedado atrapadas cerca del Danubio, en unos ojos increíblemente azules de puro vivos.



     Darío terminó su carrera en el año que le correspondía. Como no tenía otra expectativa laboral y le gustaba lo que estudiaba, decidió hacer el doctorado fuera de España. Estuvo mirando becas y finalmente consiguió la que más le atraía: una beca bien dotada de cuatro años, en Viena. Allí había pasado los cinco últimos años de su vida, al este de Austria, sumergido, siempre que podía, en la piel clara de esa chica alemana a quien ya no podría olvidar jamás.
     Los primeros meses le habían resultado duros. Nunca antes había vivido solo y ahora se veía en esa situación, en un país en el que los horarios y las costumbres eran otros. También la ciudad era mucho más grande. En su llegada, un lunes por la noche, sintió como si la ciudad fuera un gran monstruo; dormido, apaciguado, que sin embargo le iba a devorar de todas formas, pues no le quedaba otra que vivir allí, sumergirse en sus calles y habitar entre su gente. El clima también había sido un problema. Los inviernos eran terriblemente fríos y durante el otoño y la primavera no paraba de llover. La temperatura media a lo largo del año no superaba los diez grados centígrados, sólo durante los veranos conseguía aclimatarse completamente.
     Todas estas dificultades iniciales se vieron compensadas una vez que empezó a trabajar y a ver como su trabajo, que tanto le gustaba, se transformaba a final de cada mes en dinero. Ese dinero le permitía vivir y viajar, ser independiente y disfrutar del día a día. De la vida al fin y al cabo. Su trabajo en la Universität Wien consistía en impartir clases de español unas horas a la semana y en desarrollar su tesis sobre Rilke, tarea que le llevó  más tiempo del que él tenía planeado, de ahí que su estancia en Viena se alargara un año más. Por suerte no le faltó trabajo nunca, pues una vez terminó su contrato con la Universidad, consiguió un puesto en un instituto como profesor de castellano.
     Ya llevaba unos meses en Austria y había conseguido hacerse con un grupo de amistades bastante completo y heterogéneo. No faltaban, por supuesto, compatriotas en su entorno, como le pasa a cualquier persona de nacionalidad española cuando se va  a vivir fuera de su país. De hecho fue con una chica española, gaditana, con la que tuvo su primera relación fuera de España. Pero eso pasó a ser una mera anécdota, un susurro en el oído cuando lo recordaba tiempo después. Esa relación que apenas duró unos meses, terminó poco antes de conocer a Berit. 
     Paseaba, una mañana de principios de Marzo, a orillas del Danubio. Hacía frío, mucho frío. Él llevaba guantes, bufanda y gorro. Iba completamente tapado, nada podía resaltar de su figura ni de su cara, excepto sus ojos, por otro lado bastante vulgares. En eso precisamente estaba pensando, cuando una chica, apoyada en una barandilla mirando al río, se volvió cuando él estaba pasando a su lado. Iba igual de tapada que él, salvo que su pelo largo, rizado, entre castaño y rubio, sobresalía por debajo del gorro. Bastó una mirada, el breve instante en que esos ojos azules se posaron sobre él, para distraerse y caminar perdido los siguientes veinte o treinta pasos, en “shock”, en blanco. ¿Qué le acababa de pasar?, pensó mientras paraba bruscamente. Giró repentinamente sobre sí mismo y buscó a la culpable de su desorientación. Ahora estaba abstraída, mirando el agua del río que quedaba debajo de su nariz pequeña. Graciosa. 
     Todavía Darío se preguntaba qué le había llevado a acercarse. Tal vez, el hecho de estar en un país extranjero y estar viviendo una buena vida a costa de su trabajo, de sus esfuerzos, le habían dado el valor necesario para, al menos, volver sobre sus pasos y no dejar escapar aquellos ojos azules, inteligentes, que momentos antes le habían cogido desprevenido, como si una piedra le hubiera golpeado en la cabeza mientras caminaba y hubiera continuado su paseo desorientado. Pero no sentía dolor, sólo emoción.
     Volvió caminando despacio y se apoyó cerca de ella, en la barandilla.
     —Me llamo Darío —dijo cuando ella lo miró.
     Se hizo un incómodo silencio, eterno para él. Los ojos de ella parecieron sonreír, junto con una mueca debajo de su bufanda.
     —Berit —contestó mientras le tendía la mano.
     —¿Y ahora qué se dice? —preguntó él, entre atorado y gracioso.
     —¿De dónde eres? —preguntó ella.
     Darío nunca supo si había sido una verdadera pregunta o una simple indicación de por dónde seguir la conversación.
     —De España.
     A ella se le iluminó la cara. Se bajó la bufanda para poder hablar mejor. En la sonrisa que ahora mostraba se podían ver con toda perfección unos hoyuelos donde podían caber toda la simpatía y toda la dulzura de Viena.  También todos los sueños de un hombre.
     —Yo estudio filología hispánica ¬—apuntó ella con entusiasmo, en un más que correcto castellano.
     Hizo falta poco más. La conversación fluyó sin tropiezos, sin problemas. Ese día Darío pudo observar como debajo de su abrigo había un cuerpo ligero, bien torneado. La gracia de sus movimientos le perturbó, su sonrisa, el tono de su voz, los saltitos que pegaba algunas veces sorprendida por una coincidencia, o por una broma. Él no se sintió torpe. Había silencios, incluso miradas más allá de lo oportuno para hacer tan sólo unas horas que se conocían. Pero todo era perfectamente normal. Él no era consciente de todo lo que tenía para ofrecer a una mujer hasta esos primeros instantes en que ella se lo hizo ver.
     Quedaron días después para ver un ciclo de cine en español, también algún otro día para tomar un café, incluso ella lo llevó a ver un pequeño pueblo cerca de Viena: Purkersdorf. 
     Cuando se quiso dar cuenta, ya era tarde. No podía detenerse; la inercia, la vida le conducía hasta ella. En todos los rincones de Viena encontraba retazos de una conversación que habían mantenido, en todas las conversaciones encontraba el rastro de esa chica alegre, desenfadada, de mirada profunda, que hablaba un gracioso español, sobre todo, descubrió poco tiempo después, cuando se despertaba junto a ella en la cama. El primer “buenos días” siempre se lo decía ella, así fue siempre que estuvieron juntos. Ella despierta, mirándole a los ojos apoyada la mano en su pecho, despertándole despacio, con roces sutiles con la nariz en su mejilla. Él jamás podría olvidar aquel “buenos días” con que ella le devolvía a la vida mañana tras mañana.
     El sexo vino a las dos o tres semanas de conocerse, de forma natural y sin tapujos. Ambos sabían que iba a pasar y así lo querían. Mientras él tenía un físico normal, delgado, sin ningún defecto destacable; ella despertaba una dulzura salvaje cuanta menos ropa tenía encima. Las curvas de su pecho, el culo respingón, perfecto. Su forma de moverse, su calma, su violencia. Su desparpajo antes y después, terminaron de despertar en Darío sentimientos que jamás antes había experimentado. Una felicidad completa, un proyecto de vida que ya no entendía sin ella, sin su compañera.
     La relación tuvo años de completa armonía. Consiguieron encajar sus vidas, sus amigos, sus miedos y sus esperanzas. Con el tiempo, tras darse cuenta de que ambos pasaban semanas sin ir a su casa, decidieron vivir juntos. Por aquel entonces, ella había terminado filología hispánica y había decidido comenzar filología alemana, con la intención de quedarse en Viena más tiempo.
     La convivencia fue asombrosamente sencilla. A él le encantaba la sensación de estar en casa y saber que ella iba a llegar poco después, o viceversa: llegar a casa y verla, en pijama, ya de noche, recién duchada, tumbada en el sofá viendo algún programa con esa atención distraída que tanto le cautivaba, ese miran sin mirar, escuchar sin escuchar, salvo a él, salvo lo que ella consideraba importante. Tras esta primera etapa tuvieron algún problema, resuelto, finalmente, en la cama noche tras noche. La relación, a fin de cuentas, transcurría pos sus distintas etapas, con menos problemas de los habituales y como si ellos ya supieran el camino a seguir.
     Realmente el idilio, la juventud en su relación nunca terminó. No se agotaron sus ganas, ni se esfumaron sus sentimientos. La evolución de ambos fue al unísono, las ganas fueron parejas, lo que hacía que se multiplicaran exponencialmente, para bien, cada una de las etapas por las que pasaban.
     Pasaron los años, Darío se había acostumbrado a pensar en dos, a vivir para dos. Llevaba tiempo trabajando en el instituto, había terminado su tesis y un compañero le recomendó buscar empleo en un centro de enseñanza privado que él conocía. No tuvo problemas para entrar a trabajar gracias a ese contacto. Ella había terminado filología alemana y quería hacer la tesis, ya se plantearían cuando ella terminara qué hacer definitivamente con sus vidas. Berit siempre había querido vivir en España y más después de visitarla tantas veces como lo había hecho desde que estaba con Darío.
     Sin embargo, a esta altura de la relación ella había empezado a comportarse de forma extraña. Siempre había reservado su espacio, la zona en la que Darío no podía entrar, ni quería entrar. Le gustaba que ella tuviera ese halo enigmático, por otro lado tan natural y tan sutil. Hacía que la relación nunca hubiera caído en la monotonía. Pero ella no estaba pasando por su mejor momento, y él lo notaba. Se lo había preguntado, había intentado sacar la conversación de mil formas distintas, pero no había habido manera. Incluso le dio la sensación, cuando llegaba más tarde a casa de lo habitual, de que ella había estado llorando, tenía los ojos de un color azul cansado, angustiado. No siempre era así, pero cada vez era más habitual. Cuando era preguntada daba largas o directamente no le contestaba cambiando de tema. Habían tenido alguna discusión al respecto, pero tampoco ese era el camino mediante el cual obtener información.
     Una noche llegó a casa, cansado de corregir exámenes y se la encontró vacía. Berit se había llevado todas sus cosas y le había dejado una nota en la que nada aclaraba. Le decía que tenía un asunto que resolver, que no la esperara, que sentía mucho irse así pero que era lo mejor para los dos, aunque eso él ahora no pudiera entenderlo. Que le quería, que nunca dudara de ello, y que si algún día estaba en condiciones, volvería a verlo y a estar con él para siempre, si él quería. Darío se volvió loco, la buscó entre sus amigos, preguntó a sus familiares e incluso espió, durante semanas, los movimientos de su madre. Pero no descubrió nada. En su casa se negaban a contestarle, por respetar, decían, los deseos de Berit. Sus amigos aún sabían menos que él. Se había borrado del mapa. Lo único que pudo obtener de su madre, tras numerosas llamadas subidas de tono fruto de la desesperación de Darío, fue que ella no se encontraba en Austria, que se había ido fuera del país. Desde esa última llamada no le volvieron a coger el teléfono.
     Desesperado, obtuso, absolutamente desconcertado, fue descubriendo poco a poco que su vida en Viena había terminado. Al principio había guardado la esperanza de recibir una llamada, una carta, una visita; una explicación. Pero con el paso de los meses perdió toda esperanza. Terminó las clases, el curso académico y abandonó esa casa repleta de dolorosos recuerdos. Decidió, cabreado, que si ella había vuelto a empezar en otro lugar por un motivo que se le escapaba, él también podría hacerlo: volvería a España. Muchas eran las hipótesis que había elaborado para explicar su marcha. La única que le cuadraba era un problema médico, pero por ser la más dolorosa de todas, la descartaba una y otra vez, atribuyendo su marcha a las acciones que llevan a cabo esas personas especiales, que cuando se entregan por completo hacen de tu vida un sueño, pero cuando abandonan esa entrega, poco  a poco, destrozan hasta la última parte de uno mismo. Así era el juego. Cuando uno se embarca en una relación, con la pasión y las ganas con las que él lo había hecho, a eso se arriesga: a vivirlo todo y a perderlo todo.



     Darío salió de casa como siempre, a las nueve menos cuarto. Era lunes y la semana le recibía con lluvia y viento. Y con frío. Pese a que el tiempo en Viena era mucho más extremo en esa época, ya sentía frío en otoño y en España. Menudo invierno me espera, pensó. El camino al trabajo no era excesivamente largo y podía ir protegido bajo los tejados, se había dejado el paraguas en casa y cuando estuvo abajo ya no le apeteció volver a subir. Llegó al centro comercial, saludó de forma protocolaria a todos los compañeros, mantuvo breves conversaciones sobre los incidentes del fin de semana y se colocó en su caja. La mañana pasaba lenta, como todas las mañanas de los lunes. Más gente de la habitual para ser un día de entre semana, pero claro, los domingos cerraban y la gente debía volver a llenar su nevera; los que podían al menos.
     A la vuelta del descanso, a media mañana podían descansar quince minutos, tiempo que aprovechaba para ir al servicio y para tomar el aire; tras una larga cola de clientes, durante la cual apenas había levantado la cabeza de la cinta mecánica y de la caja, se dio cuenta de que un cliente estaba allí de pie y no había comprado nada.
     —Buenos días —dijo una chica delgada, de pelo corto, rizado, con dos hoyuelos anunciando una sonrisa. Y con unos ojos extraordinariamente azules de puro vivos.








sábado, 6 de agosto de 2011

UNA SERPIENTE EN EL CAMINO

      Dónde se creerá que está este cenutrio.

ARTURO PÉREZ REVERTE, No me cogeréis vivo

La serpiente no se movía. Desde que se había acomodado en el asiento delantero del coche bajo la perpleja mirada de Óscar, el conductor, se había quedado quieta, enroscada en sí misma. ¿Podría estar dormida? ¿Las serpientes dormían? ¿Las serpientes dormían la siesta? 
     Eran las cuatro de la tarde de un caluroso día de verano en plena sierra y Óscar se había quedado dormido en el asiento del conductor después de un baño en el río y una comida copiosa. Se había despertado y sin bajarse del coche había comenzado a descender la montaña, despacito. Disfrutando del paisaje. Todo iba bien hasta que aquel animal le rozó la pierna, pasó reptando de un asiento a otro y tras una breve pausa, subió al asiento y se acomodó en él. Desde aquel preciso instante a Óscar le pasaron cientos de ideas por la cabeza. Algo había leído sobre la zona en una página en Internet. Resultaba que  estaba plagada de víboras, aunque también de culebras comunes. Imposible saber de que tipo era aquélla. Poniéndose en lo peor, comenzó a pensar en soluciones, pero ninguna le parecía buena. Apenas podía apartar la mirada del camino, serpenteante y estrecho, y tenía miedo de parar, no fuera a poner nervioso a aquel animal. Por lo que no le quedaba otra que aguantar toda la bajada y entonces sí, abrir lentamente la puerta del coche y salir. Y esperar a que el animal saliera. O llamar a la Guardia Civil. Si era una víbora su vida corría peligro. Si no lo era su dignidad era la que estaba en juego.
     Seguía bajando, despacio, procurando no coger baches, no hacer ruido. La serpiente estaba inmóvil, o eso parecía cuando él la miraba. Pues si su mente no le estaba jugando una mala pasada, la serpiente parecía cada vez más cerca y más peligrosa. A veces no podía dejar de mirarla. Tan era así, que en uno de esos vistazos estuvo a punto de perder el control del coche y despeñarse por el barranco. Por suerte para él la serpiente apenas pareció inmutarse.
    La bajada era larga y Óscar no paraba de pensar en lo imbécil que había sido. Me voy a la montaña, le había dicho a un amigo. En unos días he quedado con una chica para hacer esa ruta y quiero aparentar que ya la he hecho antes varias veces. Seré gilipollas, pensaba. 
     El calor en el coche se hacía asfixiante por momentos. No por las horas o la estación del año. Tampoco por la presencia del reptil. Las ventanillas estaban subidas. La siesta se la había echado con las puertas del coche abiertas y ahora tenía miedo de que la brisa que pudiera entrar por la ventanilla despertara al animal.
     –Puto bicho de mierda –dijo en voz alta, enrabietado.
  Como si la serpiente se diera por aludida, comenzó a desenroscarse. Los ojos de Óscar se salían de sus órbitas, no se lo podía creer. Se movía.
     –Perdona, perdona –susurró.
    El animal reptó hasta el asiento trasero. Óscar ya no podía verla. Sólo la oía moverse, podía aparecer por cualquier lado. Sopesó la idea de saltar del coche, abrir la puerta y salir, tirando antes, si podía, del freno de mano. Pero inmediatamente le vinieron a la cabeza los reproches de sus amigos, el ridículo de la historia contada tomando unas cañas, en una terraza. La oportunidad perdida de llevar a aquella chica y camelarla mientras le contaba historias en medio de aquel extraordinario paraje.
     Se estaba meando. Ya antes de comenzar la bajada, pero los nervios habían hecho que esa sensación aflorase. Mierda, pensaba. Tenía los nervios de punta, ya no la oía, pero sabía que estaba allí, en algún lugar. Si todo salía bien prometía no volver hacer nada malo: para empezar no llevaría a aquella chica a la sierra, no mientras tuviera novia formal; tampoco permitiría que su padre le adjudicase más contratos de construcción a su empresa, sólo por ser el hijo del alcalde; ni volvería a meterse mierda cara por la nariz cada vez que saliera de fiesta los fines de semana; ni iría a misa los domingos sólo por dar buena imagen, para quedarse dormido mientras tanto; y sobre todo dejaría de masturbarse pensando en aquella concejala tan guapa de Los Verdes, enemigos acérrimos del partido de su padre. Tampoco, claro, después de hacerlo, saludaría como había hecho en más de una ocasión, sin lavarse primero las manos, a los invitados que entraban en su casa; y sobre todo, sobre todo, sobre todo, no admitiría más regalos caros, como el coche que llevaba entre las manos, si el objetivo de ello era blanquear dinero. 
     En eso estaba pensando cuando un siseo sonó junto a su oído derecho y algo le rozó la oreja. Se puso pálido, como si la serpiente hubiera adivinado que todas esas promesas mentales eran pura pantomima. La serpiente comenzó a enroscarse en su cuello. Notó, mientras esto sucedía, que su entrepierna se calentaba. Se estaba meando. La única buena noticia es que la bajada estaba terminando, una curva más y podría salir del coche, si la serpiente se lo permitía.
  Cada vez estaba más nervioso, deseaba terminar su particular infierno. No podía asimilar como la vida se le había complicado en cuestión de minutos, él que siempre había vivido cómodo, bien atendido. Esperaba poder reírse de aquello en unas horas. O en unos días. 
   Detuvo el coche lentamente y lo apartó del camino. Ya estaba, la bajada había terminado. Pero la serpiente seguía anudada a su garganta. No apretaba, tan sólo estaba sujeta a él. A Óscar se le ocurrió intentar alcanzar el móvil, que con el trajín se había caído junto al cambio de marchas. Pero qué cojones podía hacer con él, reflexionaba. ¿Llamar a la policía? Ridículo ¿A algún familiar o amigo? Antes de estropear su imagen prefería permanecer allí sentado, si él no molestaba al animal, el animal tampoco tenía por qué morderle.
    No era creyente, al menos no más que la mayoría, ¿pero sería aquello un castigo divino? Normalmente no lo pensaría de ese modo, todo ese rollo de Dios le parecía una pantomima destinada para amedrentar a incultos o para entretener a señoras de clase alta, como su madre. Pero si el azar o el Señor le habían obsequiado con una posición ventajosa en la vida, ¿por qué no pagar un peaje? 
   Los minutos pasaban, eternos. El reptil no se movía. Necesitaba hacer algo. Su entrepierna estaba húmeda y le empezaban a doler mucho los músculos del cuello, forzado como estaba a mantener aquella postura. Se le ocurrió rezar, en voz baja. Tenía miedo, y salvo que la serpiente pudiera hablar, esa conversación con el Dios en el que apenas creía no iba a salir de ese coche. Su dignidad, su imagen, estaban a salvo. ¿Qué pensarían sus empleados si lo viesen? ¿Y su novia? ¿Sus amigos políticos, empresarios como él?
     –Señor, apiádate de mí…
     No podía seguir. Cuando se escuchó en voz alta, le pareció una idea ridícula. La razón luchaba contra el miedo. ¿De qué servía rezar?
      La serpiente apretó más y siseó en su oreja, amenazante.
     –Dios… –gimoteaba–. Perdóname. No soy buena persona, lo sé. A veces soy un hijo de puta, no creas que no me doy cuenta. Me importan una mierda los demás, sólo quiero pasármelo bien… No he dado un palo al agua en mi vida, no me gusta trabajar… sólo salir de copas, ligarme a chicas o intentarlo, comprarme cosas caras… No me gusta pensar en todo esto, me siento… Por eso nunca estoy sin hacer nada, no quiero pararme y mirarme en el espejo, no me gusto y sé que a ti tampoco, pero puedo cambiar, Señor…
     La serpiente aflojó su nudo. Poco a poco, se desenroscó del todo y pasó al asiento del copiloto, bastante alejada de Óscar, tranquila. Él no lo pensó dos veces, abrió la puerta y saltó del coche. Rodó y rodó hasta que consideró que estaba fuera de su alcance. 
     Se quedó mirando el coche atento, sentado, cubierto por su propio meado y sudor y por el polvo del camino. La serpiente no tardó ni un minuto en salir. Reptó fuera del coche y se escondió en la maleza. 
   Inmediatamente entró en el coche y cerró las puertas. Todavía con miedo se dio la vuelta y registró el vehículo por dentro. Nada. Cogió la bolsa con ropa de repuesto que por suerte había dejado en el asiento de atrás y se cambió. Estar limpio le reconfortó. Cerró unos instantes los ojos mientras giraba la llave de contacto, suspiró, bajó la ventanilla y enfiló el camino a casa. 
     –¡Jódete hija de puta! ¡Jódete! ¡Aún sigo vivo! ¡Que te den por el culo! –se podía escuchar mientras el coche se alejaba.



     Tres días después Óscar volvía a bajar con el coche por el mismo camino. Esta vez le acompañaba una chica rubia, no excesivamente guapa, pero con un bonito cuerpo. Las uñas pintadas, pantalones cortos, botas altas y una blusa desabrochada que se estaba terminando de abotonar. Y es que después de comer, sin otro postre a mano, habían decidido disfrutar el uno del otro, tras un bonito día de campo. Ella era conocida de la hermana de su mujer, Óscar no lo sabía muy bien y le daba lo mismo.
     Justo antes de una de las curvas más pronunciadas de la bajada, mientras Óscar contaba todo lo que había leído en Internet acerca de la zona como si lo supiera por haberlo experimentado en sus propias carnes, una serpiente se estrelló contra el cristal delantero del coche, haciéndole dar una volantazo, sacando el vehículo del camino. Sin que Óscar pudiera evitarlo, el coche se precipitó por el barranco, unos setenta metros de caída, para terminar estrellándose contra unas rocas en el fondo: no hubo supervivientes.



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