sábado, 6 de agosto de 2011

UNA SERPIENTE EN EL CAMINO

      Dónde se creerá que está este cenutrio.

ARTURO PÉREZ REVERTE, No me cogeréis vivo

La serpiente no se movía. Desde que se había acomodado en el asiento delantero del coche bajo la perpleja mirada de Óscar, el conductor, se había quedado quieta, enroscada en sí misma. ¿Podría estar dormida? ¿Las serpientes dormían? ¿Las serpientes dormían la siesta? 
     Eran las cuatro de la tarde de un caluroso día de verano en plena sierra y Óscar se había quedado dormido en el asiento del conductor después de un baño en el río y una comida copiosa. Se había despertado y sin bajarse del coche había comenzado a descender la montaña, despacito. Disfrutando del paisaje. Todo iba bien hasta que aquel animal le rozó la pierna, pasó reptando de un asiento a otro y tras una breve pausa, subió al asiento y se acomodó en él. Desde aquel preciso instante a Óscar le pasaron cientos de ideas por la cabeza. Algo había leído sobre la zona en una página en Internet. Resultaba que  estaba plagada de víboras, aunque también de culebras comunes. Imposible saber de que tipo era aquélla. Poniéndose en lo peor, comenzó a pensar en soluciones, pero ninguna le parecía buena. Apenas podía apartar la mirada del camino, serpenteante y estrecho, y tenía miedo de parar, no fuera a poner nervioso a aquel animal. Por lo que no le quedaba otra que aguantar toda la bajada y entonces sí, abrir lentamente la puerta del coche y salir. Y esperar a que el animal saliera. O llamar a la Guardia Civil. Si era una víbora su vida corría peligro. Si no lo era su dignidad era la que estaba en juego.
     Seguía bajando, despacio, procurando no coger baches, no hacer ruido. La serpiente estaba inmóvil, o eso parecía cuando él la miraba. Pues si su mente no le estaba jugando una mala pasada, la serpiente parecía cada vez más cerca y más peligrosa. A veces no podía dejar de mirarla. Tan era así, que en uno de esos vistazos estuvo a punto de perder el control del coche y despeñarse por el barranco. Por suerte para él la serpiente apenas pareció inmutarse.
    La bajada era larga y Óscar no paraba de pensar en lo imbécil que había sido. Me voy a la montaña, le había dicho a un amigo. En unos días he quedado con una chica para hacer esa ruta y quiero aparentar que ya la he hecho antes varias veces. Seré gilipollas, pensaba. 
     El calor en el coche se hacía asfixiante por momentos. No por las horas o la estación del año. Tampoco por la presencia del reptil. Las ventanillas estaban subidas. La siesta se la había echado con las puertas del coche abiertas y ahora tenía miedo de que la brisa que pudiera entrar por la ventanilla despertara al animal.
     –Puto bicho de mierda –dijo en voz alta, enrabietado.
  Como si la serpiente se diera por aludida, comenzó a desenroscarse. Los ojos de Óscar se salían de sus órbitas, no se lo podía creer. Se movía.
     –Perdona, perdona –susurró.
    El animal reptó hasta el asiento trasero. Óscar ya no podía verla. Sólo la oía moverse, podía aparecer por cualquier lado. Sopesó la idea de saltar del coche, abrir la puerta y salir, tirando antes, si podía, del freno de mano. Pero inmediatamente le vinieron a la cabeza los reproches de sus amigos, el ridículo de la historia contada tomando unas cañas, en una terraza. La oportunidad perdida de llevar a aquella chica y camelarla mientras le contaba historias en medio de aquel extraordinario paraje.
     Se estaba meando. Ya antes de comenzar la bajada, pero los nervios habían hecho que esa sensación aflorase. Mierda, pensaba. Tenía los nervios de punta, ya no la oía, pero sabía que estaba allí, en algún lugar. Si todo salía bien prometía no volver hacer nada malo: para empezar no llevaría a aquella chica a la sierra, no mientras tuviera novia formal; tampoco permitiría que su padre le adjudicase más contratos de construcción a su empresa, sólo por ser el hijo del alcalde; ni volvería a meterse mierda cara por la nariz cada vez que saliera de fiesta los fines de semana; ni iría a misa los domingos sólo por dar buena imagen, para quedarse dormido mientras tanto; y sobre todo dejaría de masturbarse pensando en aquella concejala tan guapa de Los Verdes, enemigos acérrimos del partido de su padre. Tampoco, claro, después de hacerlo, saludaría como había hecho en más de una ocasión, sin lavarse primero las manos, a los invitados que entraban en su casa; y sobre todo, sobre todo, sobre todo, no admitiría más regalos caros, como el coche que llevaba entre las manos, si el objetivo de ello era blanquear dinero. 
     En eso estaba pensando cuando un siseo sonó junto a su oído derecho y algo le rozó la oreja. Se puso pálido, como si la serpiente hubiera adivinado que todas esas promesas mentales eran pura pantomima. La serpiente comenzó a enroscarse en su cuello. Notó, mientras esto sucedía, que su entrepierna se calentaba. Se estaba meando. La única buena noticia es que la bajada estaba terminando, una curva más y podría salir del coche, si la serpiente se lo permitía.
  Cada vez estaba más nervioso, deseaba terminar su particular infierno. No podía asimilar como la vida se le había complicado en cuestión de minutos, él que siempre había vivido cómodo, bien atendido. Esperaba poder reírse de aquello en unas horas. O en unos días. 
   Detuvo el coche lentamente y lo apartó del camino. Ya estaba, la bajada había terminado. Pero la serpiente seguía anudada a su garganta. No apretaba, tan sólo estaba sujeta a él. A Óscar se le ocurrió intentar alcanzar el móvil, que con el trajín se había caído junto al cambio de marchas. Pero qué cojones podía hacer con él, reflexionaba. ¿Llamar a la policía? Ridículo ¿A algún familiar o amigo? Antes de estropear su imagen prefería permanecer allí sentado, si él no molestaba al animal, el animal tampoco tenía por qué morderle.
    No era creyente, al menos no más que la mayoría, ¿pero sería aquello un castigo divino? Normalmente no lo pensaría de ese modo, todo ese rollo de Dios le parecía una pantomima destinada para amedrentar a incultos o para entretener a señoras de clase alta, como su madre. Pero si el azar o el Señor le habían obsequiado con una posición ventajosa en la vida, ¿por qué no pagar un peaje? 
   Los minutos pasaban, eternos. El reptil no se movía. Necesitaba hacer algo. Su entrepierna estaba húmeda y le empezaban a doler mucho los músculos del cuello, forzado como estaba a mantener aquella postura. Se le ocurrió rezar, en voz baja. Tenía miedo, y salvo que la serpiente pudiera hablar, esa conversación con el Dios en el que apenas creía no iba a salir de ese coche. Su dignidad, su imagen, estaban a salvo. ¿Qué pensarían sus empleados si lo viesen? ¿Y su novia? ¿Sus amigos políticos, empresarios como él?
     –Señor, apiádate de mí…
     No podía seguir. Cuando se escuchó en voz alta, le pareció una idea ridícula. La razón luchaba contra el miedo. ¿De qué servía rezar?
      La serpiente apretó más y siseó en su oreja, amenazante.
     –Dios… –gimoteaba–. Perdóname. No soy buena persona, lo sé. A veces soy un hijo de puta, no creas que no me doy cuenta. Me importan una mierda los demás, sólo quiero pasármelo bien… No he dado un palo al agua en mi vida, no me gusta trabajar… sólo salir de copas, ligarme a chicas o intentarlo, comprarme cosas caras… No me gusta pensar en todo esto, me siento… Por eso nunca estoy sin hacer nada, no quiero pararme y mirarme en el espejo, no me gusto y sé que a ti tampoco, pero puedo cambiar, Señor…
     La serpiente aflojó su nudo. Poco a poco, se desenroscó del todo y pasó al asiento del copiloto, bastante alejada de Óscar, tranquila. Él no lo pensó dos veces, abrió la puerta y saltó del coche. Rodó y rodó hasta que consideró que estaba fuera de su alcance. 
     Se quedó mirando el coche atento, sentado, cubierto por su propio meado y sudor y por el polvo del camino. La serpiente no tardó ni un minuto en salir. Reptó fuera del coche y se escondió en la maleza. 
   Inmediatamente entró en el coche y cerró las puertas. Todavía con miedo se dio la vuelta y registró el vehículo por dentro. Nada. Cogió la bolsa con ropa de repuesto que por suerte había dejado en el asiento de atrás y se cambió. Estar limpio le reconfortó. Cerró unos instantes los ojos mientras giraba la llave de contacto, suspiró, bajó la ventanilla y enfiló el camino a casa. 
     –¡Jódete hija de puta! ¡Jódete! ¡Aún sigo vivo! ¡Que te den por el culo! –se podía escuchar mientras el coche se alejaba.



     Tres días después Óscar volvía a bajar con el coche por el mismo camino. Esta vez le acompañaba una chica rubia, no excesivamente guapa, pero con un bonito cuerpo. Las uñas pintadas, pantalones cortos, botas altas y una blusa desabrochada que se estaba terminando de abotonar. Y es que después de comer, sin otro postre a mano, habían decidido disfrutar el uno del otro, tras un bonito día de campo. Ella era conocida de la hermana de su mujer, Óscar no lo sabía muy bien y le daba lo mismo.
     Justo antes de una de las curvas más pronunciadas de la bajada, mientras Óscar contaba todo lo que había leído en Internet acerca de la zona como si lo supiera por haberlo experimentado en sus propias carnes, una serpiente se estrelló contra el cristal delantero del coche, haciéndole dar una volantazo, sacando el vehículo del camino. Sin que Óscar pudiera evitarlo, el coche se precipitó por el barranco, unos setenta metros de caída, para terminar estrellándose contra unas rocas en el fondo: no hubo supervivientes.



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