martes, 12 de junio de 2012

HAMBRE EN EL SUPERMERCADO

      Cuando llegue el héroe nos daremos cuenta de que siempre estuvo allí.


CHARLES BUKOWSKI, Ausencia del héroe.


Tarde o temprano tenía que ocurrir, y ya llevaba tres días sin parar de beber cualquier cosa que hubiera por casa. Algunos amigos venían, traían cerveza o cualquier bebida, a veces vino. El vino no me gustaba demasiado. Cuando se marchaban dejaban botellas a medias o casi terminadas. Yo las aprovechaba cuando estaba solo. Habían sido tres días de celebración, aunque hasta más tarde no recordé qué es lo que empecé a celebrar ni de dónde fue saliendo tanta gente. Venían con cuenta gotas, a veces nos juntábamos cuatro o cinco, otras estaba sólo y a veces con alguien más. A veces conocía a las personas que entraban en mi casa, algunos eran amigos. En muchas otras ocasiones sus caras me sonaban pero no conseguía ubicarlos. Entonces preguntaba, pero al instante se me olvidaba la explicación. Me daba igual.
Pero por fin ocurrió: primero se terminó la comida y la gente dejó de venir. Después se terminó la bebida y tuve que salir a comprar. Cuando no queda más remedio y no te apetece molesta mucho. 
Entré en el supermercado de la esquina, era uno de esos sitios de barrio, ni grandes ni pequeños, donde para coger bebidas fuertes tienes que llamar a una de las chicas de la caja para que abra el armario. Nunca entenderé esta medida. A las chicas que trabajaban allí, era un supermercado perteneciente a una gran cadena, se las veía amargadas, rotas. Muñecas de tan sólo veinte años que esperaban otra cosa de la vida, que comenzaban a darse cuenta de que gran  parte de sus días pasarían entre la sección de congelados y la pescadería, reponiendo lo que faltara y aguantando a su jefe entre ocho y nueve horas  diarias por un salario que no llegaba a los ochocientos euros al mes. Se estaban dando cuenta de que NO HABÍA VIDA PARA ELLAS. Y ese es un momento jodido de verdad.
Yo tenía bastante hambre, pero no encontraba nada que comer. A veces tengo hambre pero no me apetece comer NADA. Eso también es jodido. Tenía el estómago como una lavadora y la boca reseca. Decidí coger un fuet, abrirlo y pegarle un par de mordiscos. También abrí una cerveza. La cosa se empezó a complicar casi al instante. Mi estómago daba vueltas cada vez a mayor velocidad y me pedía urgentemente que no metiera más comida, pero a la vez tenía hambre: estaba más que jodido. Una arcada me vino a la garganta, corrí todo lo que pude, que fue poco, pero sí acerté a vomitar en la sección de lácteos. Tan solo dos chicas estaban allí, hicieron intención de irse, la escena debía ser bastante desagradable, pero se quedaron mirando y cuando terminé me sonrieron. 
     —Enhorabuena —dijo una de ellas.
     El  mundo se acabará pronto, pensé. 
    Seguía teniendo hambre y la reacción de las chicas me había puesto cachondo. Me acerqué a una de las chicas del supermercado para saber dónde podía encontrar latas de conservas. Me miró de arriba abajo, me puso la mano en el estómago, que quedaba casi a la altura de su cabeza, y empezó a caminar. La seguí, qué remedio.
    —Aquí las tienes todas. Escoge a tu gusto —dijo sin dejar de mirarme a los ojos—. Si necesitas algo más…
     A esas alturas yo ya no entendía nada, pero una parte de mi cuerpo estaba despertando de su letargo gracias al masaje que la mano de la chica estaba ejerciendo sobre ella. Después se fue.
     Estuve largo tiempo mirando lata tras lata y al final me hice con una buena remesa de ellas. Cogí un carro que había vacío y las metí todas. Ya sólo quedaban las cervezas.
    Al llegar a esa sección vi a un hombre bendiciendo cada una de las latas de cerveza. Las cogía, rumiaba algo ininteligible y la volvía a depositar en su lugar. Justo estaba desarrollando su ardua labor con las latas que yo quería, así que hacia donde él estaba me dirigí. 
     —No están bendecidas todavía —me dijo, solemne, viendo que cogía un paquete.
     —No tengo ganas de esperar, me la llevaré así. Gracias.
   —¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! —comenzó a gritar mientras se revolcaba por el suelo—. ¡Dios no tendrá piedad de ti! ¡No la tendrá!
     Pues claro que no, pensé. Ni de ti.
     No sabía muy bien qué hacer ni dónde meterme. Había cogido suficientes como para pasar el resto del día y la noche, pero me hubiera gustado hacerme con más. Creo que hubiera terminado haciéndolo si no fuera porque otra de las chicas del supermercado se acercó y me hizo señas con la mano para que me alejara de allí.
     —Ese hombre no está muy bien —me dijo una vez estuvimos en otro pasillo.
     —Ya…
     Me miró fijamente.
     —¿Me podrías traer una botella de güisqui? El más barato… —le sugerí.
     —Claro, ahora vengo.
    Mientras se iba, una clienta ya mayor pasó por delante de mí, me miró, pareció reconocerme y al darse la vuelta alzó su falda de tal forma que pude ver TODO lo que ésta tapaba. Me gustó lo que vi.
    La chica del supermercado trajo la botella de güisqui, le di el visto bueno y fuimos hasta la caja. Después de cobrarme, mientras muy amablemente metía mi compra en una bolsa, comenzó a restregar su trasero contra mi bragueta. Yo noté como aquello se movía en mis pantalones y ella también. Siguió y siguió. No había nadie más, así que no sé cuánto tiempo estuvimos así. No mucho de todas formas, puesto que no aguanté demasiado y tuve que correrme. Y escribo “tuve” porque me hubiera gustado estar allí indefinidamente, dándole al asunto, pero uno tiene sus límites. 
    Sin entender muy bien lo que había ocurrido a lo largo de la última hora llegué al portal de mi casa. Abrí y empecé a subir las escaleras. No me había fijado bien al bajar, pero había periódicos por el suelo y restos de páginas pegadas en la pared. A esas alturas todavía tenía mucha hambre, había decidido pedir algo para cenar y que me lo trajeran a casa y no quise pararme a mirar. Pero cuando llegué a la puerta de mi apartamento pude ver con toda claridad la portada de tres periódicos de la ciudad, en la que aparecía una foto mía al lado de un edificio en llamas. Los periódicos databan de cuatro días atrás y la mayoría de los titulares eran como el siguiente: “Borracho se convierte en héroe al rescatar en su propio barrio a una prostituta y a su hijo de un edificio en llamas”.





domingo, 3 de junio de 2012

OASIS O ESPEJISMOS

    Mujeres y hombres que intentan pasar página, omitir el desierto a base de creer en los espejismos.


BENJAMÍN PRADO, Mala gente que camina


Dos niños jugaban sentados en el bordillo de una acera. Jugaban con canicas. Apenas tenían quince entre los dos, suficiente materia prima, sin embargo, como para inventarse varios juegos diferentes. Ahora se dedicaban a coger con una mano las canicas de un montón y con el puño cerrado, pedirle al otro que adivinara cuantas tenía. Ernesto iba ganando, era el hermano mayor y tenía la suficiente picardía como para fijarse en las canicas que su hermana dejaba fuera del puño, hacer la resta y deducir así las que ella escondía.
Si quince eran las canicas aproximadas con las que contaban, eran justo los años que tenían sumando los de ambos. Ernesto contaba con nueve años y María tenía seis. Tamia, su madre, sentada en un banco piedra, mirándoles a veces, quedándose abstraída otras, tenía veintisiete años y un largo camino recorrido. Hacía cuatro años que vivía en España, la mayor parte de su vida había transcurrido en Iquitos, a orillas del Amazonas, en su Perú natal. Allí había tenido una buena vida. Si bien sólo pudo estudiar hasta los catorce años, momento en el cual debió ayudar en el negocio familiar, recordaba su infancia y parte de su adolescencia como una época húmeda, divertida y salvaje. Sus primeros coqueteos con chicos, las primeras miradas inocentes. Los deberes en el colegio y la manera en la que podía, a diferencia de muchos otros niños en su país, disfrutar de su tiempo libre: leyendo o jugando con sus primos, tal y como lo hacían ahora sus hijos. 
Su familia tenía una pequeña empresa de transporte de madera, su tío y su padre conducían los dos camiones con los que contaba su flota y poco a poco, sobrevivían. Todavía recordaba la ilusión con la que recibía a su padre tras largos y peligrosos viajes: casi siempre lloviendo, salía corriendo para recibirle antes de que entrara en casa, y colgada como un mono, no se separaba de él excepto para ir al colegio. Pero esos buenos tiempos pasaron y la vida, que la esperaba mirando hacia otro lado, sin dar a su incorporación la mayor importancia, la recibió con la noticia de que la empresa de sus padres iba a la quiebra, no quedándoles otra opción que venderla a una gran multinacional  pasando entonces a ser empleados de otros. Esto conllevaba, en principio, un salario mensual para su padre y su tío, independientemente de las ventas o de la marcha del negocio. Pero también provocó una gran reducción de sus ganancias mensuales y la incorporación al trabajo de su padre, de su madre, que hasta ese momento aportaba dinero a la casa vendiendo fruta, sobre todo “camu camu” en el mercado de la ciudad. Fruta que ella misma recolectaba y vendía para sus diferentes usos. Dados estos cambios, fue Tamia la que tuvo que suplir a su madre en las tareas domésticas y más tarde, debido a las exigencias de la empresa para la que trabajaba su padre, ayudar retirando los restos de la madera que quedaban una vez había sido preparada para su transporte. Esto la obligó a dejar el colegio y a dedicar parte de su tiempo al trabajo y otra parte a la casa, tal y como lo hacía su madre.
Tamia llevó esta vida durante cuatro años. Años que pasó trabajando duramente, pero también divirtiéndose en ocasiones. Con la energía que da la juventud, no le importaba trabajar de lunes a sábado y aprovechar la noche de su único día descanso para salir, si bien no hasta muy tarde, por los distintos bares de la zona. Fue en una de esas correrías nocturnas donde conoció al padre de sus hijos, primo pequeño de uno de los compañeros de trabajo de su padre. Su relación, al principio de amistad, fue derivando poco a poco en algo más de una forma tan natural que a nadie extrañó. Como tampoco cogió de sorpresa la noticia de su embarazo a los dieciocho años. Si bien las dos familias trabajaban duramente para ganarse la vida, gracias a las aportaciones de todos, pudieron casarse y formar un hogar, en el mismo domicilio donde vivían sus padres, reservando un espacio en la casa para la nueva familia. 
A los nueve meses nació Ernesto y todo marchó bien. Tuvo unos primeros años de infancia feliz rodeado de sus abuelos tanto maternos como paternos. Y su padre y su madre también estaban presentes pese a las muchas horas que dedicaban a su trabajo.
La llegada al mundo de María coincidió con una mala noticia. La multinacional cerraba la explotación debido a que el gobierno había decidido proteger esa zona de posibles abusos medioambientales. La empresa se llevó un gran pellizco en forma de indemnización y los trabajadores otro, pero mucho más pequeño. Además de éste sólo se beneficiaban los contratados legalmente, es decir: el tío, el padre de Tamia y su marido. Se echaron cuentas pasado cierto tiempo y con el dinero recibido y retomando el negocio de la fruta, los padres de Tamia tenían dinero suficiente para sobrevivir pero no para mantener a toda la familia. Tras largas discusiones y deliberaciones y de mucho buscar trabajo sin encontrarlo se llegó a la conclusión de que debían aprovechar parte del dinero que les quedaba para reiniciar su vida en otro país con más futuro. España.
La marcha fue dura porque no sabían cuándo podrían regresar y la incógnita de lo que encontrarían al llegar no les hacía más fácil la partida. Los primeros meses no fueron fáciles como tampoco lo fue el tiempo que vino después. El dinero que traían ahorrado se mostró insuficiente y apenas les llegó para sobrevivir en una casa de treinta metros cuadrados los primeros dos meses. 
Tamia se encontró en una situación realmente preocupante: dos hijos, por aquel entonces Ernesto tenía seis años y María tres; un marido que no encontraba trabajo y comenzaba a desesperarse; un dinero que se terminaba; y  ningún apoyo, aparte de algunas organizaciones sociales en las que encontraban cierto refugio. Fue Tamia quien decidió entonces comenzar a trabajar, aunque fuera sin contrato legal como empleada en domicilios. Era un trabajo duro y mal pagado. Además exigía un horario flexible, en muchas ocasiones condicionado al capricho mal disimulado de los patrones, que tan pronto necesitaban que Tamia sacara a la abuela a pasear como que se quedara por la noche cuidando a sus hijos. 
Esta época hubiera sido más llevadera si su marido no hubiera empezado a tener problemas con el alcohol. Al principio fueron cambios difíciles de percibir: llegaba a casa más tarde, tenía un comportamiento más distante y su aliento a veces olía demasiado fuerte. Todo estalló cuando Tamia llegó a casa  después de una larga jornada de trabajo, que había incluido hacer la noche fuera, y se encontró a los niños despiertos sin haber cenado y a su marido tirado en el sofá, borracho. Esta situación dio lugar a una dura discusión en la que su marido terminó llorando abrazado a Tamia, admitiendo no saber llevar su nueva condición. 
Pasó el tiempo y las cosas parecieron volver a su cauce. Su marido encontró un trabajo por horas como repartidor de correo comercial y ella continuaba trabajando como empleada en dos domicilios. Su situación no era boyante, pero podían llegar a fin de mes y enviar algo de dinero a su familia en Perú. La situación en su país natal había empeorado, el negocio de la venta de fruta había sido absorbido por varias empresas dejando fuera a los pequeños comerciantes. El dinero de la indemnización se terminaba y cada mes era más difícil llegar al último día. Hacía ya más de año y medio que no veía a su familia y eso se reflejaba en la mirada triste de Tamia, cuando cada mañana se plantaba ante el espejo para pintarse. Habían hecho amigos en su ya no tan nuevo destino, pero la familia y la añoranza de su tierra tiraban de ella con una fuerza tan pesada como constante. 
Su situación se torció de forma irreversible cuando su marido, tras ser despedido, según la empresa tan solo de forma temporal, no apareció por casa durante tres días. Tamia pasó los peores tres días desde que pisó España, hasta que una tarde él apreció por casa, abatido, borracho y reconociendo haberse gastado parte del poco dinero ahorrado en un prostíbulo. Tamia no pudo más, quería a su marido, pero eso fue demasiado pare ella. No podía permitirse debilidades a su alrededor, no con dos niños que alimentar en un país todavía desconocido y en muchas ocasiones hostil. Lo echó de casa, cortó el cordón que los unía y le pidió que no volviera nunca más. Y así ocurrió. Cuando los niños preguntaban por su padre, Tamia les explicaba que había tenido que volver a Perú por trabajo.
En el momento en el que sus hijos jugaban con las canicas en el parque, Tamia llevaba casi un año viviendo sola, sin su marido. Sabía de su familia únicamente mediante cartas y alguna llamada de teléfono. Efectivamente su marido había vuelto a Perú, abatido, confuso. Jamás volvería a ser el mismo. La única buena noticia en todo el último año había sido la legalización de su contrato, pasando a estar dada de alta a jornada completa como auxiliar de ayuda a domicilio gracias a unos cursos recibidos. Una jornada de cuarenta hora semanales por un sueldo que no llegaba a los novecientos Euros para mantener a sus dos hijos y a ella misma era lo mejor que había podido conseguir tras cuatro años en ese país. A cambio había hipotecado su vida a cualquier asunto que no fuera ella misma, perdido a su familia incluido su marido, y arrastraba una tristeza que ya no sólo se reflejaba en sus ojos, ahora también su entereza y sus nervios se veían machacados día a día. Y el cansancio era ya eterno.
Así como podríamos haber hablado del presente de Tamia antes incluso de escribir sobre su adolescencia en Iquitos, porque ya sabíamos lo que acontecería, podemos hacer este ejercicio con sus hijos, que no quedarán retratados únicamente como niños que se divierten jugando a las canicas atendiendo ahora a la llamada de su madre para volver a casa. Estos niños tienen un futuro que irán desgranando poco a poco, día a día, reciclándolo en un presente cada vez más preciso y más pesado.
     Ernesto tendrá una infancia más o menos feliz, ensombrecida por la desaparición repentina de su padre y por las largas horas que pasaba solo todos los días. Su adolescencia llegó antes de tiempo y eso se reflejó en sus notas escolares. No siendo un alumno brillante había conseguido aprobar todo, pero en el momento en el que las instituciones pedían más esfuerzo a los alumnos, él no tenía los medios necesarios. Y Tamia tampoco. No tenía tiempo material para ayudar a su hijo en las tareas del colegio y tampoco hubiera sabido en caso de haber dispuesto de él. Las clases particulares eran un privilegio que no se podían permitir y las clases gratuitas de apoyo que se daban desde el instituto se habían suspendido debido a los últimos recortes presupuestarios. Además a esas alturas Ernesto ya no seguía el ritmo del resto de los niños, se sentaba en las últimas filas, sus amigos cambiaron, comenzó a fumar, a no ir a clase, hasta que dejó el instituto a los dieciséis años. Reprochándole a su madre la separación de su padre, decidió irse de casa a trabajar a la costa durante un verano y desde entonces únicamente regresaba a casa una vez al año, para ver a su hermana y saludar a su madre. Con el paso de los años la relación se fue recobrando y Ernesto volvió a la ciudad donde todavía vivían su hermana y Tamia. Encontró un trabajo en la construcción y tuvo su segundo hijo con su segunda mujer.
     María resultó ser una joven risueña e inteligente. Afrontó desde muy pequeña su vida tal y como intuía que debía vivirla, conociendo los límites,  intentando alejarlos cada día un poco más. Terminó el instituto con unas notas aceptables y comenzó un módulo de grado superior. Allí conoció al chico con el que ahora mantenía una relación y ambos encontraron trabajos en la misma ciudad donde residían. No eran trabajos estables ni bien pagados, pero sí se dedicaron a lo que habían estudiado y ya vivían felices en su propia casa. Estaban a punto de decirle a su madre que se iban a casar.
     Y a todo esto Tamia envejeció. El día que cumplió cincuenta años sus dos hijos le regalaron un vestido, que a ella le pareció el más bonito del mundo. Continuaba trabajando como auxiliar de ayuda a domicilio, cada día más cansada. Hacía mucho que había regularizado su situación en España y sus padres estaban a punto de visitarla de nuevo. En los últimos veintitrés años habían podido verse cinco veces y tan sólo una de ellas Tamia regresó a Perú con su hija. Pero sus padres, ya muy mayores, venían a España para quedarse, siempre que las leyes se lo permitiesen.
     Tamia ahora estaba sentada en el parque, viendo como el único nieto al que conocía jugaba solo con unas canicas. Las chocaba y salían disparadas por todos los lados, parecía no aburrirse nunca. Tamia sonrió, pese a todo: estaba donde debía estar.


LICENCIA

Licencia de Creative Commons
Cunetas secundarias by Cunetas secundarias is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 3.0 Unported License.
Creado a partir de la obra en cunetassecundarias.blogspot.com.