domingo, 24 de agosto de 2014

ABRIENDO FUEGO

     

     «Es poeta, es terriblemente ingenioso. No sé cómo se le ocurren esas cosas…», intentaba explicar el chico sentado a su lado, mientras sus ojos nerviosos reflejaban la necesidad de expresar admiración.
     «El poeta», sentado a su izquierda, había compuesto una suerte de media sonrisa con la que quería transmitir un doble mensaje: que se avergonzaba de lo que el chico decía; y que desde luego el chico tenía toda la razón. Comenzó entonces a hablar sobre lugares comunes en relación a la poesía, su música (esto es suyo) y las diferencias y posibilidades frente a la prosa. Terminó por citar a cuatro poetas conocidos y a uno que solo debía conocer él, en un discurso previamente preparado, o bien aprendido de memoria de tanto repetirlo.
     Yo sabía quién era él. Carlos, el dueño de la librería donde estaba presentando el poemario «Todo para… ti», era mi amigo desde la infancia y me había confesado que su padre le había pedido un favor: que dejara a un escritor presentar un libro allí. En un principio no tuvo problema, pero siendo un profesional como era, decidió leer el manuscrito antes de la presentación (lo leímos juntos porque me llamó cuando terminó de leer las primeras perlas) y a punto estuvo de telefonear a su padre para negarle el favor. No pudo hacerlo, pues con el dinero y esfuerzo de su familia (y el suyo propio) había levantado la librería, negarle aquello sería alta traición. A cambio había decidido traicionar el buen nombre de la librería y vender su alma al diablo para dejar que un tipejo como ése presentara allí su libro (esta dramática idea es de mi amigo). 
     Habíamos estado indagando y resultaba que «el poeta» era hijo de un reputado médico de la ciudad, primo de una poetisa, hija de un prestigioso abogado. «Una puta mierda es lo que son», me había dicho para desahogarse. «Los putos pijos que tocan un instrumentos y ya son músicos, escriben cuatro palabras juntas y ya son escritores, garabatean cualquier estupidez en un papel y son artistas… Mientras que el resto de los mortales si hacemos eso mismo como mucho se traduce en una afición personal, o en un talento reconocido solamente en los círculos más cercanos. Pero casi nunca, salvo honradísimas excepciones, nos podemos considerar profesionales porque nuestra profesión es otra, y no nos deja tiempo para transformar esa afición en un trabajo, en un medio con el que ganarnos la vida. Hay quienes no tenemos derecho a llamarnos artistas porque papá no tiene los contactos pertinentes ni vivimos en la urbanización mental de todos estos chulos prepotentes, que llegan alto a base de construir ellos mismos los altares desde donde hablan al resto de la humanidad vertiendo sus opiniones como si fueran dogma de fe; que se complacen los unos a los otros y anuncian que se conocen entre ellos como si conocer a un cretino de su calaña debiera significar algo importante para el resto del universo. 
     Créeme, esto me va a hundir en la puta miseria moral. Me estoy asesinando a mí mismo».
    A estas alturas no resulta difícil adivinar la ira y la frustración que sentía mi amigo. Este discurso lo había soltado minutos antes de que el literato entrara por la puerta, sonriendo y con un becario de la editorial donde se había autopublicado el libro a su lado. Y es que mi amigo había llegado allí desde muy abajo, comiéndose la suela de los zapatos de tipos como ése durante el ascenso. Sabía lo que costaba levantar un negocio y también había conocido los sinsabores de llamar puerta por puerta a las editoriales recibiendo continuas negativas ante una buena propuesta. Hasta que alguna pequeña editorial le había planteado una tirada mínima con la que colmar su ego: esa oruga que todos tenemos y que de vez en cuando escarba de dentro para fuera (esta frase es de mi amigo también).
    Durante la presentación del libro Carlos se había dedicado a ordenar los estantes del fondo de la librería. «Sí, me habré condenado», me había dicho, «pero no pienso colaborar más de lo necesario en esta pantomima». Para eso, claro, ya estaba yo. Me había encargado de colocar las sillas (la librería nunca había estado tan llena), hacer las presentaciones oportunas, e ir preparando los aperitivos para después: queso y algo de vino, que el «el poeta» en persona había encargado para la ocasión.
    Cuando hube terminado de colocar me quedé prendado, sujeto sintiéndome levitar, amarrado, a la cara de una chica sentada en primera fila. Temí que pudiera ser la novia de «el poeta», con esa celosía que se siente cuando tienes cerca la promesa de algo que temes que ya sea de otro, pero lo descarté al decir él mismo que era una lástima que su chica (su musa, dijo) no hubiera podido estar presente para vivir aquellos momentos junto a él. Descubrí poco después que era su hermana.
    Al terminar de presentar el libro, tras recitar mejor de lo que estaban escritos algunos versos, me acerqué a ella con una copa de vino e inmediatamente nos pusimos a charlar. Yo embelesado y ella encantada de embelesarme sin el menor esfuerzo. A mí no me gustaba el vino, así que desentonaba un poco a su lado con la botella de agua, pero supongo que era una buena representación de quién tenía el poder en el aquel momento. Quién estaba entre sus semejantes y quién merodeaba torpemente entre seres condescendientes con personas como yo.
     Resultó ser una chica dulce, agradable al trato y con una conversación más allá de convencionalismos. Atractiva, pero sin alardear, y sin pretender resultar inteligente pareciendo estúpida. Mucho más de lo que cabía esperarme en aquellas circunstancias y siendo familia de quien era.
    Todo iba bien, hasta que de repente todo comenzó a ir mal (suele ser así). Vi, por el rabillo del ojo, como alguien caía al suelo llevándose una mesa por delante. A la vez, otra persona a mi derecha se tocaba el estómago y se apoyaba contra la pared. Fruncí el ceño sin llegar a entender nada, hasta que noté la mano de la hermana de «el poeta» apoyada sobre mi pecho. Demasiado pronto, pensé. Y así era, la chica cayó delante de mí, suave, de la única forma en la que una chica como ella podía caer: permitiendo que la gravedad hiciera su trabajo, pero habiendo pactado previamente una caída indolora y sin daños para su rostro.
     Miré a mi alrededor y al noventa por ciento de los asistentes les ocurría lo mismo, las copas de vino se estrellaban contra el suelo y la gente comenzaba a desmoronase de las formas más extrañas, cada uno a su estilo. Ahí fue cuando caí en la cuenta: las copas de vino. Un conjunto de ideas y hechos encadenados me llevaron a esa conclusión: supongo que ahora será mi turno, pero me encuentro bien, otro al suelo, sigo en perfecto estado, se han roto un montón de copas de vino, yo no tengo una copa de vino ergo el vino tiene algo malo… Busqué con la mirada a Carlos con el tiempo justo para ver cómo se llevaba a su padre de allí y lo montaba en el coche. Su padre también parecía afectado por lo que luego resultó ser una intoxicación alimentaria (causada por un potente laxante). Cruzamos una mirada fugaz y allí quedé con el entuerto. Alguien debió llamar a urgencias porque las ambulancias no tardaron en llegar. Nadie supo qué pudo ocurrir exactamente, nadie menos yo, que al dirigirme a la bandeja que tenía todavía algunas copas de vino vi un ejemplar del libro de mi amigo: «Abriendo fuego». 



sábado, 2 de agosto de 2014

LA CLAVE ESTÁ EN EL PENE



     Lo mismo le daba en medio del mar que en mitad de un desierto; en una isla aún por descubrir que en medio del barrio más concurrido de una gran ciudad; a través de Internet o dando vueltas en la plaza del pueblo: buscaba a alguien con quien poder hablar. Necesitaba a alguien con quien entenderse, con quien sentirse multiplicado exponencialmente hasta tener la sensación de llegar a deshacerse en partículas. En su caso, partículas muy pequeñas o pocas partículas muy grandes: era enano.
    Acondroplasia, un metro con cuarenta y un centímetros de estatura: de los más altos entre las personas que padecían el mismo defecto genético. Y normalmente el más bajo en cualquier lugar. Enano, la palabra había crecido con él, pero de unos años a esa parte había desaparecido como desaparece una mujer desnuda entre cien mujeres desnudas. Más cerca de los cuarenta años que de los treinta y con más cuero cabelludo visible que pelo en su cabeza, había aprendido a ignorar las mofas de los indeseables o borrachos de turno con el mismo desprecio que las olas ignoran la orilla. Él ponía el límite en el que se detonaba su enfado y hacía muchos años que no se sentía realmente molesto.
     Y allí estaba, charlando con un grupo de amigos en el barrio con más ambiente de la ciudad. Cientos de personas, riadas de hombres y mujeres caminando por la calle, a su alrededor, junto a la terraza en la que estaban sentados durante esa agradable noche de verano. La conversación había variado de los previsibles lugares comunes o asuntos de trabajo de cada cual hasta anécdotas personales un tanto salidas de tono que el alcohol hacía surgir convenientemente cuando todos estaban ya un tanto ebrios. Todos menos él, que no bebía. A la mesa dos parejas y tres hombres adultos sin compromiso, o lo que la sociedad llamaba «solteros», con ese tono que variaba entre la piedad y la repugnancia al entender que «Algo raro le pasa» era la contestación a la pregunta «¿Por qué no tendrá novia?». En su caso particular: noventa y cinco por ciento de lo primero y cinco por ciento de lo segundo, aderezado con unos ojos tristes y unos labios ostensiblemente sacados hacia fuera cuando le preguntaban afirmando: «¿Soltero?». Lo que no sabían es que había mantenido varias relaciones duraderas y que dos de las tres habían terminado porque él así lo había querido. La tercera no terminaría nunca, siempre hay una que no termina; eso lo tenía asumido.
     Una de las parejas se disculpó arguyendo que debían madrugar al día siguiente. Una mentira que se hubiera creído si una de las veces que había ido al cuarto de baño no se hubiera fijado en las manos de ambos por debajo de la mesa: la de ella masajeando su miembro y la de él desparecida dentro de su falda. «Buenas noches», deseó sonriendo mientras los veía marchar agarrados por la cintura. 
     Así uno a uno se fueron retirando hasta que se quedó él solo, sobrio y con un zumo de piña aún por terminar. Se había guardado para sí un trozo de pastel de marihuana de elaboración propia con el THC necesario para que sus pensamientos fluyeran por cauces inexistentes en cualquier otro estado: como el agua encuentra caminos por los que siendo hielo nunca podría llegar a transitar.
     —¡Hola! —saludó animadamente una chica con un pene en la cabeza que se acababa de sentar a su lado.
     —Buenas noches —respondió sereno, mientras se metía un trocito de pastel en la boca esperando el discurrir de los acontecimientos.
    —Te he visto y he dicho… ¡Qué chico tan guapo! —dijo, claramente afectada por una ingesta de alcohol muy superior a la recomendable.
      —Muchas gracias, ¿de cena de empresa? —preguntó sonriendo y señalando el pene con lucecitas que la chica llevaba sobre la cabeza.
      —No, de despedida de… Ah… ¡Qué gracioso! —gritó en medio de una sonora carcajada.
     Vaya cuadro, dijo para sí mismo.
    En ese momento una amiga la llamó en la distancia y ella contestó que luego hablaban, que había encontrado a un amigo.
    —He dicho amigo —comenzó a confesarle en voz baja—, porque si saben que no te conozco no me hubieran dejado quedarme aquí contigo.
      —Por lo que a mí respecta ya somos amigos.
     Pasaron unos segundos en silencio, por lo que supuso que enseguida se marcharía. Miraba para todos los lados en un estado de embriaguez de manual. 
    Él decidió continuar con su pastel, poco a poco, calculando la edad de la chica: unos veinticinco años. 
     —¿Qué comes? —preguntó alargando mucho la ese final.
     —Pastel de marihuana.
     —¡Qué rico! Dame un poco —pidió poniendo ojos de gata triste.
     —Creo que ya llevas suficiente droga en el cuerpo.
     —No me he metido nada. 
     —Ya. Quieres que te cuente una cosa…
     —¡Sí por favor! —interrumpió, gritando de nuevo.
     —Toda esta gente que está a nuestro alrededor, solo vive aquí, en este mundo.
     —No te entiendo.
     —Solo saben estar entre estas cuatro paredes —quiso hacer énfasis en la frase y señaló a su alrededor—. Están encerrados en la realidad que pueden tocar. Se han acostumbrado tanto a la seguridad que les proporciona no sentir, si es que alguna vez llegaron a sentir algo, que incluso preferirían caminar sobre granito que sobre arena. Si pudieran pintarían el aire para saber a ciencia cierta que está ahí para ellos, incluso apuntalarían el cielo para asegurarse de que no se les caerá encima. 
     —Qué bien hablas…
   Guardó el pastel dispuesto a marcharse a casa, su audiencia esa noche no era todo lo ágil que él hubiera deseado.
     —Te diré otro secreto —dejó un espacio de tiempo para que lo que iba a decir a continuación surtiera más efecto—. Soy enano.
     La chica abrió mucho los ojos, sorprendida. Se levantó torpemente y retiró la mesa.
     —Ya te veía yo algo raro…
    Él sonrió seguro de que la despedida llegaría de un momento a otro. Sin embargo la chica se sentó sobre él y comenzó a besarle apasionadamente. Sentía su lengua ansiosa dentro de la boca y como con manos torpes intentaba desnudarle. Empezó a tener una fuerte erección. 
     —¿Vamos a casa? —preguntó aprovechando el momento.
   —Qué pasada —dijo ella justo antes de abrir los ojos mucho e inflar los carrillos con el vómito que instantes después le entraría a él por la boca manchando por completo su cara, pelo y camisa. El resto quedó en sus pantalones. 
    En un intento desesperado hizo lo que pudo para quitársela de encima pero no fue capaz, con lo que no solo cayó sobre él el resultado de la primera arcada sino que también el contenido de la segunda. Con todas sus fuerzas la tiró al suelo y comenzó a vomitar. En un acceso incontrolable de ira se dio la vuelta y una de sus arcadas la vertió sobre la chica, adrede, aunque solo acertó a salpicarle los tobillos. 
    Cuando todo hubo pasado y la chica se había alejado tambaleándose, algunos borrachos pasaron junto a él riéndose desproporcionadamente, mientras jaleaban: «¡Un enano vomitado, un enano vomitado!». El resto de las mesas se habían apartado ante el grotesco espectáculo y los camareros del bar salían apresurados con bayetas y fregonas. Esa noche, mientras regresaba a su casa, pegajoso y maloliente, aprendió una valiosa lección: buscar una mujer que nunca haya llevado un pene en la cabeza.



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