sábado, 2 de agosto de 2014

LA CLAVE ESTÁ EN EL PENE



     Lo mismo le daba en medio del mar que en mitad de un desierto; en una isla aún por descubrir que en medio del barrio más concurrido de una gran ciudad; a través de Internet o dando vueltas en la plaza del pueblo: buscaba a alguien con quien poder hablar. Necesitaba a alguien con quien entenderse, con quien sentirse multiplicado exponencialmente hasta tener la sensación de llegar a deshacerse en partículas. En su caso, partículas muy pequeñas o pocas partículas muy grandes: era enano.
    Acondroplasia, un metro con cuarenta y un centímetros de estatura: de los más altos entre las personas que padecían el mismo defecto genético. Y normalmente el más bajo en cualquier lugar. Enano, la palabra había crecido con él, pero de unos años a esa parte había desaparecido como desaparece una mujer desnuda entre cien mujeres desnudas. Más cerca de los cuarenta años que de los treinta y con más cuero cabelludo visible que pelo en su cabeza, había aprendido a ignorar las mofas de los indeseables o borrachos de turno con el mismo desprecio que las olas ignoran la orilla. Él ponía el límite en el que se detonaba su enfado y hacía muchos años que no se sentía realmente molesto.
     Y allí estaba, charlando con un grupo de amigos en el barrio con más ambiente de la ciudad. Cientos de personas, riadas de hombres y mujeres caminando por la calle, a su alrededor, junto a la terraza en la que estaban sentados durante esa agradable noche de verano. La conversación había variado de los previsibles lugares comunes o asuntos de trabajo de cada cual hasta anécdotas personales un tanto salidas de tono que el alcohol hacía surgir convenientemente cuando todos estaban ya un tanto ebrios. Todos menos él, que no bebía. A la mesa dos parejas y tres hombres adultos sin compromiso, o lo que la sociedad llamaba «solteros», con ese tono que variaba entre la piedad y la repugnancia al entender que «Algo raro le pasa» era la contestación a la pregunta «¿Por qué no tendrá novia?». En su caso particular: noventa y cinco por ciento de lo primero y cinco por ciento de lo segundo, aderezado con unos ojos tristes y unos labios ostensiblemente sacados hacia fuera cuando le preguntaban afirmando: «¿Soltero?». Lo que no sabían es que había mantenido varias relaciones duraderas y que dos de las tres habían terminado porque él así lo había querido. La tercera no terminaría nunca, siempre hay una que no termina; eso lo tenía asumido.
     Una de las parejas se disculpó arguyendo que debían madrugar al día siguiente. Una mentira que se hubiera creído si una de las veces que había ido al cuarto de baño no se hubiera fijado en las manos de ambos por debajo de la mesa: la de ella masajeando su miembro y la de él desparecida dentro de su falda. «Buenas noches», deseó sonriendo mientras los veía marchar agarrados por la cintura. 
     Así uno a uno se fueron retirando hasta que se quedó él solo, sobrio y con un zumo de piña aún por terminar. Se había guardado para sí un trozo de pastel de marihuana de elaboración propia con el THC necesario para que sus pensamientos fluyeran por cauces inexistentes en cualquier otro estado: como el agua encuentra caminos por los que siendo hielo nunca podría llegar a transitar.
     —¡Hola! —saludó animadamente una chica con un pene en la cabeza que se acababa de sentar a su lado.
     —Buenas noches —respondió sereno, mientras se metía un trocito de pastel en la boca esperando el discurrir de los acontecimientos.
    —Te he visto y he dicho… ¡Qué chico tan guapo! —dijo, claramente afectada por una ingesta de alcohol muy superior a la recomendable.
      —Muchas gracias, ¿de cena de empresa? —preguntó sonriendo y señalando el pene con lucecitas que la chica llevaba sobre la cabeza.
      —No, de despedida de… Ah… ¡Qué gracioso! —gritó en medio de una sonora carcajada.
     Vaya cuadro, dijo para sí mismo.
    En ese momento una amiga la llamó en la distancia y ella contestó que luego hablaban, que había encontrado a un amigo.
    —He dicho amigo —comenzó a confesarle en voz baja—, porque si saben que no te conozco no me hubieran dejado quedarme aquí contigo.
      —Por lo que a mí respecta ya somos amigos.
     Pasaron unos segundos en silencio, por lo que supuso que enseguida se marcharía. Miraba para todos los lados en un estado de embriaguez de manual. 
    Él decidió continuar con su pastel, poco a poco, calculando la edad de la chica: unos veinticinco años. 
     —¿Qué comes? —preguntó alargando mucho la ese final.
     —Pastel de marihuana.
     —¡Qué rico! Dame un poco —pidió poniendo ojos de gata triste.
     —Creo que ya llevas suficiente droga en el cuerpo.
     —No me he metido nada. 
     —Ya. Quieres que te cuente una cosa…
     —¡Sí por favor! —interrumpió, gritando de nuevo.
     —Toda esta gente que está a nuestro alrededor, solo vive aquí, en este mundo.
     —No te entiendo.
     —Solo saben estar entre estas cuatro paredes —quiso hacer énfasis en la frase y señaló a su alrededor—. Están encerrados en la realidad que pueden tocar. Se han acostumbrado tanto a la seguridad que les proporciona no sentir, si es que alguna vez llegaron a sentir algo, que incluso preferirían caminar sobre granito que sobre arena. Si pudieran pintarían el aire para saber a ciencia cierta que está ahí para ellos, incluso apuntalarían el cielo para asegurarse de que no se les caerá encima. 
     —Qué bien hablas…
   Guardó el pastel dispuesto a marcharse a casa, su audiencia esa noche no era todo lo ágil que él hubiera deseado.
     —Te diré otro secreto —dejó un espacio de tiempo para que lo que iba a decir a continuación surtiera más efecto—. Soy enano.
     La chica abrió mucho los ojos, sorprendida. Se levantó torpemente y retiró la mesa.
     —Ya te veía yo algo raro…
    Él sonrió seguro de que la despedida llegaría de un momento a otro. Sin embargo la chica se sentó sobre él y comenzó a besarle apasionadamente. Sentía su lengua ansiosa dentro de la boca y como con manos torpes intentaba desnudarle. Empezó a tener una fuerte erección. 
     —¿Vamos a casa? —preguntó aprovechando el momento.
   —Qué pasada —dijo ella justo antes de abrir los ojos mucho e inflar los carrillos con el vómito que instantes después le entraría a él por la boca manchando por completo su cara, pelo y camisa. El resto quedó en sus pantalones. 
    En un intento desesperado hizo lo que pudo para quitársela de encima pero no fue capaz, con lo que no solo cayó sobre él el resultado de la primera arcada sino que también el contenido de la segunda. Con todas sus fuerzas la tiró al suelo y comenzó a vomitar. En un acceso incontrolable de ira se dio la vuelta y una de sus arcadas la vertió sobre la chica, adrede, aunque solo acertó a salpicarle los tobillos. 
    Cuando todo hubo pasado y la chica se había alejado tambaleándose, algunos borrachos pasaron junto a él riéndose desproporcionadamente, mientras jaleaban: «¡Un enano vomitado, un enano vomitado!». El resto de las mesas se habían apartado ante el grotesco espectáculo y los camareros del bar salían apresurados con bayetas y fregonas. Esa noche, mientras regresaba a su casa, pegajoso y maloliente, aprendió una valiosa lección: buscar una mujer que nunca haya llevado un pene en la cabeza.



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