viernes, 30 de diciembre de 2011

VIDA PARA DOS

      Está demás decirte que a esta altura
no creo en predicadores ni en generales
ni en las nalgas de miss universo
ni en el arrepentimiento de los verdugos
ni en el catecismo del confort
ni en el flaco perdón de dios
a esta altura del partido
      creo en los ojos y las manos del pueblo
      en general
      y en tus ojos y en tus manos 
      en particular.

MARIO BENEDETTI, El amor, las mujeres y la vida


Transcurría el año 2051 y no demasiadas cosas habían cambiado, o eso pensaba Alberto mientras sorbía una taza de café caliente mirando por la ventana las gotas estrellándose contra el asfalto. Llovía. El agua caía de forma violenta, las gotas de lluvia parecían querer estrellarse, inmolarse, cuanto antes mejor, contra el suelo ya mojado. Las luz del día se había retirado apenas una hora antes y parecía estar vigilante, agazapada, tras la débil oscuridad que se había instalado y que pronto se haría fuerte.
A sus casi setenta años y tras una larga carrera como profesor de instituto, se podía decir que había visto de todo y que todo, según él, seguía igual. Era cierto que había habido avances tecnológicos inimaginables décadas atrás; nuevas generaciones con valores diferentes, con distintas formas de entender y de vivir la vida; guerras nuevas; nuevos gobiernos y alianzas; viejos rencores. Pero al fin y al cabo las nuevas tecnologías servían siempre para lo mismo: para buscar información y para relacionarse con los demás, daba igual si lo hacías marcando un número de teléfono, buscando en una enciclopedia o hablando en voz alta a un programa que te obedecía “ipso facto”. De las nuevas generaciones siempre había quejas, casi nunca entendimiento. Y había pasado con todas, la suya incluida. Las guerras, como se solía decir, siempre eran la misma, aunque en cada nueva guerra morían miles de personas que no habían muerto nunca, y la mayoría no lo merecían. De los nuevos gobiernos, se sabía ya que eran generaciones repetidas de generaciones anteriores, y los resultados no solían variar en exceso. Y los viejos rencores, seguían como nuevos.
En eso pensaba mientras sorbía despacio el café, viendo pasar coches bajo su ventana y personas escondidas en grandes paraguas. Y pensaba en sus hijos. Uno casado y viviendo apenas a unas decenas de kilómetros. El otro soltero, hasta donde él sabía, y en otro país. Con ambos mantenía buena relación, constante, asidua. Muy familiar pese a las distancias. No tenía nietos, pero uno ya estaba encargado y llegaría en breve. También se acordaba de su hermana, tan linda de joven, que se fue a casar con el tipo ese que la dejó embarazada y soltera, casi a la vez. Pero lo había sabido encajar, se había recompuesto y ahora era una madre feliz. No se había vuelto a casar, aunque amoríos nunca le faltaban.
El café seguía caliente en sus manos y la lluvia fija en sus ojos. Como una cortinilla. Parecía algo seguro, pese a ser eminentemente efímero. Entre tantos recuerdos nunca pudo olvidar, era perfectamente imposible, a aquella chica uruguaya con la que, entre otras muchas cosas vividas, había estudiado magisterio. Cómo le encandilaron sus ojos, cómo le cautivó su acento. Pero había más. O él, y muchos otros, descubrieron mucho más en aquella montevideana de piel clara y ojos glaucos. De mirada constante, de palabra precisa, de sonrisa perfecta; como el “Ojalá” de Silvio. Pero había más y ambos lo supieron encontrar. Y jamás lo perdieron desde entonces. Claro que hubo cambios, con el tiempo, a la hora de palpar al otro, incluso en el entendimiento mutuo. A peor a veces, a mejor otras. Pero siempre hubo respeto, y se llegaron a interiorizar tanto, en eso sí se parecían, que nunca se sentían separados, incluso cuando el precipicio ya había quedado arriba y los kilómetros de la caída los habían distanciado cientos de metros. Eran dos, no uno. Claro que ella era más guapa y además estaba loca. Pero su locura era suave, una brisa. Un aliento. Él era callado y refunfuñón. Menos al principio. Al principio era tímido, pero era imposible la timidez ante ese río de virtudes desbordándose allí, allí delante. Le echó valor y sacó lo mejor de sí. Y ella lo vio y se lo quedó. 
El café ya estaba tibio, lo suficientemente caliente como para beberlo y que no te abrasara, lejos todavía de estar frío. A unos minutos del frío. Maldita uruguaya, que le había pegado su acento, sus manías, su vocabulario. Maldito Montevideo y su bahía. Maldito Montevideo y su interminable rambla. Qué nostalgia de algo que no era suyo, y todo por culpa de aquella loca de remate que sabía mejor que nadie vivir la vida y que había elegido vivirla con él. Ese mimo dulce, ese carácter intratable en los días malos. Esa inteligencia sensible y esa maldad punzante. La caricia cautivante y todo el desprecio en un gesto. El entendimiento conseguido con los años, la complicidad de toda una vida.
El café ya se había terminado. La lluvia perdía fuerza. Entre tanta gente cubierta le sorprendió ver a una viejita más o menos de su edad, sin paraguas, sin capucha, dando saltos frente a su ventana y gritando algo ininteligible. Esa loca.
—¿Qué quieres? —gritó Albertó después da abrir la ventana de su tercer piso y taparse la cabeza con un periódico.
—¡Bajá! —gritó ella.
—¡Llueve!
—Ya sé. Me estoy mojando.
—Pues sube.
—¿Y qué hay arriba?
—Calor y café.
—No me convencés. Me quedo acá.
—¡Te vas a poner enferma!
—Acá te espero.
—No pienso salir.
—Claro que saldrás, ¿o vas dejar que me moje?
Alberto cerró la ventana. Así había sido casi toda su vida. Cuando él pensaba que estaba en la gloria, tranquilo, a gusto, llegaba ella y revolvía su mundo desde cualquier vértice, sin excusa y sin razón. Y siempre para mejor. Claro que iba a bajar. Nunca dejaría de bajar. Quería bajar.


Desde la ventana un chico se sorprendió de que dos personas mayores hablaran a gritos, aunque no pudo escuchar lo que se decían. Ella no llevaba paraguas y se estaba mojando. Finalmente, él bajó, paraguas en mano. Se besaron y ella rechazó el cobijo que él le ofrecía. Pero él la agarró y la metió bajo el paraguas. Y juntos se fueron caminando, sin saber muy bien a donde.

jueves, 22 de diciembre de 2011

UN CHALADO, UN ROBO Y LA SUERTE

       Dicen que quien contempla el mundo desde las alturas ve a sus congéneres cual si fueran hormigas y que esta ilusión óptica hace sentirse omnipotente al que la experimenta, en vez de sentirse, como manda la lógica, horrorizado al descubrir que es el último ser normal en un universo de insectos repulsivos.

     EDUARDO MENDOZA, El laberinto de las aceitunas


     Estaba yo en mi mejor momento (lleno de barro, sin los cordones de las zapatillas y cantando a pleno pulmón, bajo la lluvia y a las dos de la mañana, el “Wish you were here” en versión libérrima) cuando me encontré por la calle con mi exnovia y su nuevo novio.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó ella con los ojos fuera de sus órbitas.
     —No sabría decirte (no mentí del todo).
     —¿Qué quieres decir con no sabría decirte?
     —Pues tampoco sabría decirte (tampoco mentí).
     Se hicieron unos segundos de silencio, que pasé hurgándome entre el pelo con la sana intención de quitarme las pulgas y piojos que pudieran haberse instalado allí.
     —Te presento a… Enrique, mi novio —dijo, atorada.
    —Un placer (ahí sí mentí). Es muy guapo —dije mirándola a ella (y mintiendo de nuevo)—. Decía que eres guapísimo —comenté, esta vez mirándolo a él fijamente, para que me entendiera bien.
     Como no sentía la obligación de decir nada más, callé. Al ver, extrañado, que ellos tampoco hablaban me quedé mirándoles, un poco incómodo, he de reconocerlo. 
     —Nosotros… nos vamos a casa —dijo mi exnovia.
     —A pasarlo bien —les dije mientras me daba la vuelta.
     Creo sinceramente que conseguí mantener el tipo, pasar desapercibido dejando un poso de nostalgia en su memoria. Estoy completamente convencido de que esa noche no hubo sexo entre ellos. Sólo dolor.
   Continué mi camino hacia casa, escondiéndome detrás de cara farola encendida, como era mi costumbre. Agachándome al intentar levantar cada alcantarilla, sin éxito, como casi siempre. Y es que no habría llegado a estar en esa maravillosa situación de no ser por lo que los demás denominan como “mis extrañas taras”.



     No eran ni las ocho de la mañana y ya estaba en la calle: afeitado y desayunado. Esperando a mi nuevo socio para llevar a cabo un negocio del que poco sabía. Era una lástima que fuera tan extraordinariamente puntual, porque me estaba empapando hasta los huesos bajo una lluvia torrencial, pues en los alrededores no había sitio para guarecerme. La suerte decidió olvidarme del todo cuando en esas circunstancias pasaron, bajo el paraguas y muy acaramelados, mi exnovia y su nuevo novio, a los que me encontraría también esa misma noche, en las circunstancias anteriormente descritas. Ellos no me vieron, pero yo sí pude distinguir sus rostros: sonrientes, enamorados, sonrojados. Asquerosos.
     Isidro, mi socio, llegó veinte minutos tarde, para entonces yo ya estaba condenado a una muerte por pulmonía. Me monté en el coche, ni nos saludamos. No me caía bien ni yo a él tampoco. Pero era lo que había.
     —¿De que se trata?
     —¡No me agobies!
     En este punto he de decir que Isidro era un hombre fácilmente irritable.
     —¡Todo el día con preguntas! ¡Cagüendios! 
    —Te quiero (mentí).
     Pasaron unos veinte minutos hasta que mi primo (no es mi primo, pero de ahora en adelante he decidido llamarlo así) se rebajó a mi nivel y decidió dirigirme la palabra.
—Vamos a robar a un hijo de puta.
—Me gusta robar a hijos de puta (es verdad).
—Su padre estuvo conmigo en la cárcel y me libró un par de veces de que otros hijos de puta me metieran la mierda para dentro. Las otras veces nada pudo hacer.
Amago de carcajada. Me mira y me pongo serio.
—Continúa, por favor —digo, muy profesional.
—Pues eso. El caso es que el padre del hijo de puta al que vamos a robar se está demenciando. En realidad ya no reconoce ni a su hijo, lo que éste ha aprovechado para poner a su nombre todas las tierras de su padre: granjas, fincas, mucho ganado… Y lo ha vendido todo, quedándose con todo el dinero.
—Bueno, es su hijo…
—“Bueno, es su hijo…” —comentó en tono burlón —. ¡Yo era como un hijo para él! Parte de esos terrenos iban a ser para mí. Pero su hijo, el muy cabrón, le ha hecho cambiar el testamento. Y me ha dejado sin nada, sin futuro…
—No future.
—¡Qué cojones dices! El caso es que tu hermano me sopló que querías autodestruirte después de que tu novia, a la que tanto querías, pusiera el culito para que otro se la metiera. Así que si te quieres jugar la vida, hoy es el día. Vamos a medias…
No había terminado de decirlo todo, en realidad yo me había quedado en la palabra “culito”, cuando cogí el volante con una mano, hice girar el coche y nos comimos un contenedor. Lástima que fuera tan despacio como para no habernos matado, pensé.
—¡Estás como una puta cabra! ¡Me has abollado el coche! ¡Nos podíamos haber matado! —gritó una vez fuera, mirando los daños.
—Ya sabes con quien te estás jugando los cuartos.
No dije nada más. Ni hizo falta. Arrancamos y en media hora estábamos llegando, por la puerta de atrás, a la granja en la que el hijo de puta tenía guardado el dinero.
Desde donde estábamos, en lo alto de una pequeña colina, podíamos ver que no estaba sólo: había tres tipos más, grandes, fuertes, musculados, que parecían vigilar el lugar. Por lo que me contó mi primo mientras vigilábamos, el hijo de puta había vendido los terrenos emulando la firma de su padre, al igual que había cambiado el testamento, pues el viejo estaba verdaderamente en las últimas y ni escribir sabía ya. Por eso estaban allí encerrados, tenían muchos enemigos y el resto de pertenencias que no había podido vender no serían suyas hasta que su padre muriese.
—¿Entramos ya? —pregunté mientras me ponía un pasamontañas.
—Sí, pero hay que tener cuidado —contestó mi primo mientras sacaba su pistola, momento que yo aproveché para sacar mi arma.
—¿Un tirachinas? ¿Te has vuelto loco?
—Es un tirachinas enorme, mira que piedras puedo lanzar —me metí una en la boca, para ver si era de calidad —. Ésta por ejemplo.
Apunté y disparé. Uno de los tíos musculosos que vigilaba la puerta de atrás cayó de golpe al suelo. La piedra le había dado en la cabeza. De lleno.
—¿Ves?
Mi primo no salía de su asombro, me miraba con los ojos desorbitados, creo que pensaba que estaba loco.
—Nos van a matar… Ya no hay vuelta atrás ¡A por ellos!
Y así, sin pensarlo dos veces, se fue corriendo colina abajo, disparando a diestro y siniestro. Los guardias musculosos estaban prevenidos, habían visto caer al que había derribado. Yo mientras tanto cargaba los bolsillos de piedras y me incorporaba. Me di cuenta, nada más empezar a correr, que mis pantalones se caían y me los tenía que ir subiendo, por lo que el tirachinas no me servía de nada. Me quité los pantalones, arto de no poder contribuir a la escabechina, pero claro, las piedras estaban en los bolsillos. Paré en seco y decidí ponérmelos de nuevo. Para aquel entonces a mi primo lo estaban moliendo a palos entre dos de esos hombres musculados, por lo poco que pude ver antes de desmayarme de un golpe, producido, seguramente, por un bate de béisbol que pude ver de refilón  mientras me daba la vuelta dispuesto a dar mi vida en aquella temeraria empresa.
Cuando desperté estaba de barro hasta las orejas, no había parado de llover en todo el día. Pero el barro ya estaba casi seco, por lo que calculé que debía llevar atado a la silla en la que estaba sentado unas cuantas horas. Además, tenía muchísima hambre y ya había oscurecido. Intenté desatarme, pero me fue imposible, la cuerda era muy gruesa y el nudo estaba bien hecho. Y mi tirachinas muy lejos. 
La puerta se abrió y yo cerré los ojos. Pasaron decenas de segundos y no escuché ningún ruido. Los abrí y pude ver frente a mí la cara de unos de esos tipos mirándome fijamente, muy de cerca.
—¡Satanás! —grité como un poseso— ¡Es el puto Satán! ¡Satanás!
Al tipo le cambió la cara cuando empecé a moverme como si estuviera sufriendo un ataque epiléptico. Di vueltas con la silla, babeé todo lo que pude y más, e intenté que mis ojos salieran de sus órbitas.
De repente, paré.
—¿Pero qué dices? —preguntó.
—Detrás de ti, joder —contesté, exhausto.
El hombre se dio la vuelta y yo me lancé a morder su musculoso culo con todas mis fuerzas. Por suerte agarré carne. El tipo gritaba como un verdadero cochinillo e intentaba tirarme del pelo para desengancharme. Una vez hube parado, él se arrodilló, llorando, momento que aproveché para saltar sobre él con tan buena suerte que fue a dar con su cabeza en una esquina de otra silla y cayó desmayado. A quien quiero engañar: murió. Murió con un dolor de culo espantoso y con el último recuerdo de ver a alguien como yo gritando que había visto a Satanás. 
Después de cantarme el cumpleaños feliz cuatro veces y escupir hacia arriba tumbado en el suelo hasta darme en la cara (esto último me trae suerte,  lo de cantarme el cumpleaños fue por los nervios) pude soltarme gracias a un cuchillo que aquel hombre llevaba encima. 
     Guardé mi tirachinas en un bolsillo del pantalón, a buen recaudo, pues era un recuerdo de una tienda de chinos, y me quité los cordones de los zapatos: me servirían como arma en caso de que algo saliera mal. Tenía ganas de cuerpo a cuerpo.
     Por suerte para mí nadie había oído los chillidos, lo que quería decir que nadie había en la casa. Excepto el cadáver de mi primo, que yacía tirado en el salón, ensangrentado, como una alfombra. Pero con mucha sangre.
     Como me importaba bien poco, ya he dicho que me caía muy mal, me puse a buscar el dinero, que era para lo que estábamos allí. Encontré la caja fuerte detrás de un cuadro y tiré de la palanca sin demasiadas esperanzas, sin embargo se abrió. Imbéciles. Cuando me disponía a sacar todo el dinero oí llegar un coche y me escondí detrás de un gran sofá que había en el espacioso salón. Desde ahí pude escuchar y ver todo lo que iba sucediendo.
     Tres tipos entraron, dos de ellos musculosos sólo un poco. El menos musculoso me era jodidamente familiar, el hijo de puta. Pero no pude acordarme hasta minutos después.
     —¿Pero qué cojones habéis hecho? —preguntó el menos musculoso, que parecía el jefe, señalando el cadáver de mi primo.
     —Ya te lo hemos dicho, jefe (esto me dio la pista definitiva para saber quien era la cabeza pensante). Dos chalados bajaron colina abajo, uno pegando tiros al aire y el otro con un tirachinas.
     —¿Un tirachinas?
     —Sí, un tirachinas.
     —¿Y dónde están?
     —Pues uno está muerto, ahí donde lo ves. Lo molimos a palos y se nos fue de las manos, la verdad.
     —¿Y el otro?
     —Atado a una silla.
     Los cojones, pensé.
     —¿Quieres verlo?
     —No, no quiero ver a nadie. No quiero implicarme en nada de esto. Quiero que limpiéis la sangre, os deshagáis de los cadáveres y queméis la casa. Eso sí, el dinero sacarlo antes.
     —¿Entonces quiere que matemos al otro y quememos su casa?
     —Lo de la casa es lo de menos. Es de mi padre y es vieja. Ya tengo su dinero. Y al que está encerrado torturarle, para ver si canta.
     Tu puta madre, cabrón. 
     —Nos vemos mañana, que he quedado para cenar —dijo mientras habría la puerta—. No me falléis.
     Una vez se hubo ido los dos musculitos comenzaron a limpiar la sangre de mi primo y sacaron el cadáver de la casa. Llamaron un par de veces a su tercer compañero, al que yo me había cargado sin querer y al ver que no contestaba dieron por hecho que se había quedado dormido.
     —Me llevo a este fuera. Que habrá que enterrarlo lejos de aquí —dijo mientras sacaba el cuerpo el que todavía no había abierto la boca.
     Mientras cargaba con él fuera de la casa me acerqué furtivamente al que quedó dentro, que estaba situado de espaldas a mí limpiando la sangre del suelo. Pude haberle dado un golpe o usado mi tirachinas, pero no, quería VENGANZA. Así que sujeté fuertemente uno de los cordones de mi zapato con ambas manos y comencé a estrangularle. Tan bien se me dio que a los cinco minutos ya estaba muerto. Por si las moscas le bajé los pantalones y empecé a meterle un trozo de madera por la boca, mientras cantaba “duérmete niño, duérmete ya, que viene…”, pero en ese momento fui sorprendido por el otro, que por su cara de sorpresa, no esperaba una escena así. Rápido y veloz traté de acercarme a él para ahorcarle, aunque fuera por delante, pero me propició tal patada en las costillas que me sentó en el sillón tras el que había permanecido escondido. Su error fue intentar acercarse a mí, ya que en cuanto estuvo a la distancia adecuada le di una buena patada en sus partes pudendas. No pudo menos y se arrojó al suelo, gritando. Entonces sí, le rodeé el cuello con el otro cordón del otro zapato que tenía en el bolsillo convenientemente guardado y apreté hasta matarlo.
     Una vez hube terminado con el ritual que utilizaba para asegurarme de que estuvieran muertos (lo repetí de nuevo con el primero que me cargué y también con el segundo), me dirigí a coger el dinero. Fue en ese momento cuando pasé por delante de un retrato del jefe de los musculitos, el que se había ido y del cual he dicho anteriormente que me sonaba la cara. Pues bien, desde ahora lo llamaré el nuevo novio de mi novia. Era él, no había duda alguna. 
     Tras dar varios saltos de alegría y llorar de la emoción, como si España hubiera vuelto a ganar un Mundial de fútbol, enterré el dinero muy lejos de la casa, metí todos los cadáveres dentro y le prendí fuego. 
     Y salí corriendo.

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