martes, 24 de julio de 2012

DE LO PROHIBIDO A LO IMPOSIBLE

       Tenerte aquí, corazón que latiste entre mis dientes larguísimos.


     VICENTE ALEIXANDRE, Noche cerrada


     Ella tenía dieciséis años, ni uno más ni uno menos. Él cuarenta y nueve. Él estaba enamorado y ella jugaba a enamorarse, aunque eso no lo sabía todavía.
      La chica desnuda, adolescente en edad pero no de cuerpo ni de mente, tumbada en la cama fumando un cigarro, se llamaba Clara, pero él la llamaba Dopamina. Y a ella le encantaba ese apodo. Era algo por lo que sentirse especial. Hija de un profesor, había conocido al hombre que tumbado en la cama, desnudo, no paraba de mirarla, porque era compañero de su padre en el instituto. Su profesor de Biología.
     Ángel, que bajaba con la punta de los dedos por la espalda de Clara una vez ésta había apagado el cigarro y se había colocado boca abajo, rozando sus nalgas ligeramente, no se había pedido explicaciones a sí mismo. Nunca había hecho nada parecido, aunque se mentiría si no se reconociera que antes también se le había pasado por la cabeza. Y no tan sólo con Clara. Tal vez tuvo un par de alumnas en sus inicios como profesor con las que no le hubiera importado que sucediera algo similar. Pero en aquellos pensamientos únicamente había sexo y casi no se había permitido explorarlos a fondo al no sentirse bien con ello. Y no porque estuviera infelizmente casado. Eso nada tenía que ver. Pero la edad pasa y la imagen sobre uno mismo se distorsiona y empieza a dar igual. No hay remilgos, ¿para qué?, se decía.
     No era la primera vez que alquilaban la habitación de aquel hotel. La primera vez fue algo dulce, suave, desorientador para él; tenue, distinto, distante, para ella. Tras esa primera vez él tuvo miedo de la reacción que la chica pudiera tener, no sabía de su madurez y la entereza y la distancia fría, calculada, con que llevaba esa relación le resultó desconcertante. Hasta él notó que evaluaba académicamente de forma distinta, al principio por miedo a verse delatado, en las últimas semanas por temor a perderla.
    —Me voy a ir todo el verano a trabajar al restaurante de mi tío, en la costa —dijo ella mientras sujetaba el miembro flácido de Ángel.
     Ángel no dijo nada. La echaría de menos, pero era el adulto y debería darle igual. 
     Se colocó encima de ella en una postura más cómoda y comenzó a besarla en la nuca. Lamió su oreja. Ella se dejaba hacer.
     —Me voy los tres meses.
     —¿Te preocupa? 
     —Me siento triste —apuntó, sincera.
   Él estaba consolidando su erección. Comenzó a masturbarla. Clara flexionó su pierna derecha, arqueándola ligeramente hacia fuera.
     —Nos queda el año que viene. 
     —¿Y tu mujer?
     —En casa.
     Ella mezcló un gemido con el principio de una carcajada en un suspiro de placer. Mordió la almohada. Él se colocó el preservativo con manos expertas. La penetró.
     —Me voy a correr —dijo a los pocos minutos.
     —Córrete en mi culo, en mi espalda.
     Así lo hizo. Quiso que ella también terminara, pero Clara le detuvo. Le limpió la espalda, ella se dio la vuelta y se besaron.
     —El tiempo tiene que pasar —replicó él ante la mirada acuciante de ella.
     Ésa fue la última frase con sentido que pronunciaron mientras estuvieron juntos ese día, anterior a las vacaciones de verano. Lo demás fueron lugares comunes y una despedida fugaz. 
     Y el tiempo pasó. Significó más para él, que vio como Clara se distanciaba a medida que pasaban las semanas. Como dejaba de contestar a sus llamadas y como a él, de forma impensable, poco a poco, se le esfumaban las ganas de llamar. Hasta que al final nada quedó. Tal vez un ataque de cordura el de él, un arrebato de madurez el de ella. 
     Al final del verano Ángel pidió el traslado a otro instituto y se lo concedieron, en la misma ciudad. Clara volvió a sus clases sabiendo que su profesor de Biología sería distinto. Con el paso de los años ambos quedaron transformados en un susurro en el oído del otro. En un rumor remoto y distante. Una brisa suave, a veces refrescante. Para ella en un recuerdo rebelde, que contaría en más de una ocasión a sus amigas íntimas una vez fue a la Universidad. Ángel, sin embargo, lamió sus heridas despacio, con la experiencia de los años. Para él Clara nunca llegó a ser pasado, se transformó en un presente continuo al que volvía en su imaginación en las épocas en las que su matrimonio no iba bien. 
     Se reencontraron en una ocasión. Clara iba con su padre y Ángel con su mujer. Se saludaron. Él no paró de mirarla y ella de dejarse mirar. Sin embargo los dos fueron conscientes que lo prohibido había, al menos en parte, dejado de serlo y que la realidad aplastante, representada en sus respectivos acompañantes, impedía también cualquier atisbo de retomar el susurro que ululaba entre ellos y transformarlo en algo real. 



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