martes, 1 de julio de 2014

CENIZA


     Mira la hoguera como si la estuviera haciendo arder. En sus ojos, muy abiertos, parece grabado el reflejo del fuego, encendido gracias al sacrificio de unos cuantos muebles viejos. Sus manos entrelazadas alrededor de las rodillas dobladas y la barbilla apoyada en ellas, pueden hacer creer a cualquier observador despistado que se encuentra en una actitud relajada. Sin embargo, al detenerte un poco más, si prestas la suficiente atención a su rictus, puedes deducir fácilmente que se halla concentrada, ensimismada adrede en la pira improvisada.
     No es la noche de San Juan, pero eso el fuego ni lo sabe, ni lo respeta; ajeno a cualquier ceremonia que no sea destruir lo que toca. Yo soy como el fuego, lo fui en nuestra relación. Quemé hasta el último puente que tendiste y ya no puedo regresar a ningún lugar que no seas tú. 
      Por eso te sigo, o te persigo; ya no me excuso. Por ese motivo llamo a tu casa y cuelgo, pese a que tu madre, con la que volviste después de nuestro último desencuentro, sabe perfectamente quién soy y me insulta antes de que me dé tiempo a colgar el teléfono. Pegué a ese novio tuyo por la misma razón, aunque todavía hoy nadie sepa por qué un encapuchado le partió las piernas. Yo sé que tú sospechas porque la policía me hizo algunas preguntas, pero esa noche estaba trabajando, lejos del lugar donde a tu novio le golpearon pensando en hacerte daño solo a ti. Como confirmó mi compañero, también vigilante de seguridad, al que podría engañar un niño y desvalijar lo que quiera que esté vigilando: me encontraba de guardia con él, y no, no me perdió de vista en toda la noche. Tampoco quiso confesar que se había quedado dormido por obra y gracia del somnífero que metí en su botella de agua. 
    Estoy frente a ti, pero no me has visto aún. Delante de mí hay dos personas de pie, te observo sentado, mirando entre las piernas de una de ellas. Creo que intuyes que he sido yo quien ha quemado los muebles que ahora arden entre nosotros, estropeando el rastrillo que teníais preparado desde la asociación del barrio. Debía hacerte salir de tu guarida y ahora estás a la intemperie esperando el cuchillo que atravesará tu frágil garganta.
     Te voy a matar porque no quiero hacerte sufrir. Odio el impulso que me lleva a tu casa de noche, aborrezco el ansia de volver a correrme dentro de ti mientras te agarro el cuello con las dos manos, cada vez más fuerte. Después de poner fin a tu vida me suicidaré, no sin antes detenerme a observar tu cuerpo inerte, y tal vez reposar a tu lado unos minutos, abrazados, como antes. Como nos iremos al más allá. Lo haré en tu misma calle, en tu portal. Justo cuando creas sentirte a salvo, dejaré que te cerciores de que soy yo el que decide si vives o mueres, para que tus ojos asustados averigüen quién acaba con tu vida infringiéndote el último dolor que podrás llegar a sentir.



     Adiós al rastrillo solidario. Mañana solo quedarán cenizas. Rabia es la palabra que crepita en el fuego. 
     Todo comenzó como una distracción después de una muy mala etapa. Pero cada vez fui encontrando más apoyo en esta asociación de barrio que hace unos meses ni tan siquiera sabía que existía. Este era mi primer proyecto: primero la idea, después el proceso de plasmarlo en papel, presupuestarlo, llevarlo al Ayuntamiento, rellenar la solicitud con los permisos, darle difusión, notas de prensa a los medios de comunicación… Todo el trabajo se quema delante de mí. 
     Los compañeros me han dado su pésame y me han dicho que habrá más oportunidades. Las habrá, supongo. «El poli», mi primo, me ha dicho que lo investigarán. «El poli» no es policía ni es mi primo, es un quinqui del barrio que trapichea con todo lo que se puede vender y comprar, pero somos amigos de la infancia y me aprecia. 
      La hoguera se vacía y no quiero ser la última en retirarme. Hace calor pese a que ya está avanzado el atardecer. Me he despido de los vecinos con una mueca y me doy cuenta que no soy capaz de levantar la mirada del suelo mientras camino hacia mi portal a paso lento. Mis padres me esperan en casa para darme un abrazo de consuelo. Otro más.
     No creo que lleguen a dármelo, al menos hoy no. Noto el acero de la culata entre el pantalón y mi cadera. No sabe que lo he visto y tampoco que sé lo que se propone. Quiero que me vea empuñando el arma, que sepa que la bala llegará a su estómago antes de que sea capaz de acuchillarme. Cuando caiga al suelo dejaré que se desangre despacio mientras se muere sabiendo que soy yo la que permanezco en pie después de todo.


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