domingo, 20 de abril de 2014

INEVITABLE

       Tendemos a pensar que nuestras decisiones se basan en criterios perfectamente meditados. Yo opino que primero se mueven nuestras emociones, que actúan como palanca invisible de nuestras razones.


ALBERT SÁNCHEZ PIÑOL, Pandora en el Congo.


Se sorprendió al ver luz entrando por la ventana, como quien se levanta un domingo de invierno asumiendo otro mal día para descubrir que el tiempo otorga una tregua.  También se hubiera sorprendido si en vez de luz hubiera visto lluvia. O nieve. O una persiana bajada, o la noche. Porque no fue el hecho de presenciar un día climatológicamente acogedor lo que le causó cierto asombro, sino la idea de seguir vivo, porque, sin saber de dónde provenía exactamente, le invadía la convicción de tener que estar muerto. Su presencia allí, en lo que había reconocido como una habitación de hospital, le parecía una incoherencia incompatible con la propia vida.




Pablo se levantó a su hora habitual para ir a trabajar. Al mirarse en el espejo del cuarto de baño se dio cuenta de que no se había afeitado y necesitaba hacerlo para estar presentable. Era un día importante: hoy saldría en los periódicos como el hombre que había asesinado a su jefe instantes después de haber sido despedido. 
Vivía solo desde que se separó hacía ya tres años. Al principio tuvo la sensación de separarse de su mujer y de sí mismo, pues se le había olvidado cómo era su vida antes de conocerla. Sin embargo con el paso del tiempo se acostumbró a la situación, llegando a disfrutar de su nueva condición. Pasó de estar casado a estar separado para terminar arrejuntándose de nuevo consigo mismo. 


Amancio no se despertó hasta las nueve. No había dormido bien, sueños agitados, violentos. Llevaba toda la semana igual y decidió darse un descanso esa mañana, la del último día de dar malas noticias a sus empleados: reducciones de jornada, de salario, despidos…  No era sencillo para él mirar a los ojos a uno de sus empleados y decirle que no contaba más con sus servicios, que lo sentía mucho, que si por él fuera…


Entró a las ocho en punto y se sentó en su cubículo. Tres paredes le aislaban del resto de sus compañeros y también le protegían de miradas indiscretas. Guardó un cuchillo, el que llevaba a la espalda, en el cajón del escritorio. El otro lo dejó donde estaba, entre el calcetín y su tobillo. Supuso que le llamarían a recursos humanos para que su jefe le diera el discurso y lo mandara a la calle, pero contempló también la posibilidad de que fuera allí mismo, en su puesto de trabajo. Cada vez se respetaban menos las formas.


Amancio no llegó a la oficina hasta las once de la mañana. No quería ir, pero aún tenía que despedir a un empleado más, ya el último. Pensó en dejarlo en manos del subdirector, pero luego pensó que eso no era lo correcto, él era el jefe y eso iba con el cargo y el sueldo. 
Nada más entrar mandó a su secretaría que fuera a buscar al empleado y lo llevara a recursos humanos. Dejó su maletín, cogió los papeles necesarios y saludó al jefe de personal. No habían terminado de saludarse cuando llamaron a la puerta. «El último y te vas a casa, que te lo has ganado», pensó mientras se sentaba.


Escuchó pasos en el pasillo que se dirigían hacia su puesto de trabajo. Era una mujer, llevaba tacones. No podía ser otra que la secretaria. Había ensayado mentalmente esa escena más de cien veces en los últimos días y eso es lo que hizo de nuevo, ensayarla mentalmente entre sudores fríos. Cuando ya se estaba levantando y caminaba hacia recursos humanos se dio cuenta que el segundo cuchillo se había quedado en el cajón. «Una única oportunidad», se dijo a sí mismo.


El hombre que entró en el despacho lo hizo sudando y respirando con dificultad. No sabía dónde colocar sus manos cuando se sentó, ni tan siquiera quiso estrecharle la suya cuando se la tendió. Había despedido a más de quince personas en las últimas dos semanas y esas reacciones, de haberlas habido, fueron siempre posteriores. 


Cuando se sentó colocó sus manos abiertas sobre las rodillas. Le sudaban y no quería que el cuchillo se le resbalara de las manos. Dudó un segundo, ¿en que tobillo lo tenía? Sintió el frío metal en su pierna izquierda. Dejó que su jefe empezara a hablar, aunque apenas lo escuchaba.


En medio de su discurso el hombre  se había agachado para hacer algo. Juraría que estaba atándose los cordones de un zapato porque tardaba demasiado. Le preguntó si se encontraba bien. No obtuvo respuesta. Cuando emergió de nuevo tenía un cuchillo en su mano derecha.


En el momento en el que se puso a hurgar en el calcetín para coger el arma no estaba del todo decidido a hacerlo. Se quedó agazapado, respirando de forma agitada. Cuando se puso de pie su jefe y el director de recursos humanos ya habían saltado de sus sillas y apoyaban la espalda junto a la ventana que tenían detrás. Sus caras reflejaban un miedo intenso, pero él no se sentía más poderoso por ello.




Cuando Pablo despertó en el hospital le dolía el estómago y lo sentía vendado. Lo último que recordaba era haberse mareado y sentir el cuchillo perforando su estómago al caer sobre él en el suelo. Vio varios papeles sobre su estómago, torpemente cogió uno de ellos: la carta de despido.

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