sábado, 11 de enero de 2014

A PEDAZOS

      Se daba perfecta cuenta del lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se había quedado en el rincón y seguía cantando, creyendo que aún duraba la madrugada.


GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Ojos de perro azul.


“El tiempo pasa demasiado rápido y yo he salido casi desnudo de casa, para este viaje sin memoria voy a necesitar mucha tinta, la soledad existe y no”, son algunas de las perlas que escribí en mi móvil la noche que, borracho como nunca, crucé la puerta del bar donde no esperaba encontrarte y sin embargo estabas. Donde no esperaba besarte y dormimos juntos.
Ocho años desde la última vez que te vi. Habías cambiado, y yo también había cambiado. Pero para mí el tiempo había transcurrido enlatado entre mi torpeza para avanzar por el sendero y la comodidad de la jaula que había encontrado; entre cuyos barrotes, bien decorados, veía pasar mi vida abandonándola a su suerte. 
Esa noche me escupía verdades a la cara y reconocía haberme acomodado, calentito, bajo un nórdico en un buen colchón de plumas. Atenazado por el miedo e invadido por la ausencia de problemas que resolver: si me levantaba, me partía en dos.


“Vivo fuera y tengo frío, el viaje sabe amargo, el presente es solo aquí”, esas frases venían a mi cabeza mientras escuchaba el discurso alcohólico de una de mis amigas, la noche en la que mantenía caliente la esperanza de verte y te vi. Las ganas de tenerte  y te tuve.
Muchos años desde la última vez. Un poco más calvo, pero más sosegado, más tranquilo. Igual de cálido. Y yo preocupada por no ser capaz de recordar tu pasado, arañada la cara de huir. 


“Quiero pegar en los árboles las hojas que el otoño ha derramado”, eso pensé al despedirme de ti, tras ese beso sin lengua en el umbral de mi puerta. Una noche repleta de recuerdos en carne y hueso, de rastros de huellas en forma de saliva y semen. 
Yo tan cerca. Tú tan lejos. 


“Hay libros que no conocen su final”, me decía a mí misma mientras entraba en casa de mis padres con los ojos perdidos entre tus sábanas. Abrazos y gemidos, besos y palabras.
      Tú tan aquí. Yo en ningún lugar.


“Reiniciar la piel, chocar las letras, saltar en marcha”, pensaba mientras tomábamos café. Había arrugas en tus ojos y entrañas en las historias que contabas. Había marcas en tus manos, sabor en tu boca.


“Leer las palabras, paz en las balas, ojos de perro azul”, escribí en una servilleta mientras ibas al servicio. Mientras hablabas, soñaba con la cafetería, con tus palabras, con tus largos silencios de escucha atenta. Ahora estaban allí, eran intensamente reales. 


“Acariciar heridas”, dije en voz baja mientras nos quedábamos dormidos.


“Abrir todas las puertas”, susurré cuando te miraba dormir.


“Ahora nosotros”.


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