sábado, 28 de enero de 2012

EL RELOJ QUE NO DEJABA PASAR EL TIEMPO

      Él, como un animal herido, quería volver al hogar que ya no sabía dónde quedaba. Ella, como un animal herido, sólo quería seguir embistiendo hasta la muerte.


JOSÉ CARLOS CARMONA, Sabor a chocolate


Alejandra se incorporó y se sentó en la cama. Estaba desnuda. Cuando apoyó los pies en el suelo notó que pisaba algo líquido, viscoso. Y también cristales. Al dar la luz comprobó que lo que había bajo sus pies era parte del resultado de la parranda de esa misma noche, junto a su dolor de cabeza y el moratón en el ojo. No pudo menos que escupir en el suelo para ahuyentar aquel sabor pastoso a alcohol. Tenía un calor de mil demonios y unas ganas de vomitar enormes. 
—Joder… —susurró.
—¿Dices algo? —preguntó una voz a su lado.
Alejandra se sobresaltó, no sabía que no estaba sola.
—¿Y tú quién cojones eres?
—Ayer nos conocimos a última hora, y bueno, me trajiste a tu casa.
Se levantó como pudo y echó un vistazo al tipo con quien compartía cama: blanquito, gordo y calvo; igual que ella excepto por lo último. Fue corriendo a vomitar al baño. Se pasó sus buenos diez minutos sin poder parar de vomitar. Los vasos sanguíneos de su cara reventaban, ella lo notaba. Cuando terminó esperó sentada un rato y tiró de la cadena.
—¿Todavía sigues aquí? —preguntó cuando entró a la habitación.
—¿Te encuentras bien?
—¿Cómo te dije que me llamaba y dónde están mis bragas?
—Te llamas… Rebeca y… no lo sé.
—Bueno, pues Rebeca te dice que te vayas a tomar por culo. Y llévate todo lo que sea tuyo.
Alejandra se puso a buscar sus bragas debajo de las mantas mientras aquel hombre se vestía para irse. Después de revolver un poco la habitación las encontró, se las puso y también se puso su camisón. 
—¿Me invitas a un café?
—No. Vete.
Se palpó la muñeca, un gesto que hacía muy a menudo para tranquilizarse, pero no notó nada. Nerviosa se puso a buscar por la mesilla y por el suelo. Levantó sábanas, incluso se agachó a mirar bajo la cama. Nada. 
—Espera —dijo justo cuando oía abrir la puerta de su casa al hombre que ya se iba—. ¿Y mi reloj?
—Y yo que sé.
—Enséñame las muñecas.
—¿Qué?
Alejandra se acercó y le cogió de las manos. Le palpó los bolsillos de los pantalones.
—¿No lo tienes?
—Ya te he dicho que no sé nada de ningún reloj.
Lo miró fijamente. Parecía sincero.
—¡Joder! ¿Dónde nos vimos ayer?
—¿Dónde?
—Que sí joder, piensa.
—En el “Malas”
—En el “Malas”… ¿Llevaba reloj?
—Y yo que coño sé tarada de mierda —protestó él mientras cerraba la puerta y se iba.
Cuando se quedó sola se sentó en el borde de la cama y buscó una botella. Encontró una de ron a medio terminar. Le pegó un trago. Así estuvo más de media hora, mirando fijamente la pared, hasta que terminó la botella y con un impulso, de súbito, se puso unos pantalones y una camiseta y salió de casa: despeinada, con un ojo morado y  dispuesta a mover cielo e infierno para encontrar ese reloj.
Llegó al “Malas” media hora después. Entró y se fue directa al camarero.
—¿Me recuerda? —preguntó.
—Claro… ¿Remedios?
—No, Rebeca.
—Eso, Rebeca.
—¿Ha visto un reloj? Perdido quiero decir. Que si alguien le ha entregado un reloj que se haya encontrado, vaya —preguntó nerviosa.
—No sé nada de un reloj.
—Es una baratija, no vale nada, si lo tiene…
—No sé de qué me estás hablando.
También parecía sincero. Pidió una cerveza y se fue al baño. Allí se dio cuenta de que no sabía la hora que era. Bien podían ser las diez de la mañana o las cinco de la tarde. Al menos era de día, por lo que más allá de las ocho no podían ser.
Cuando salió del servicio miró un reloj de pared: las cinco de la tarde. Debería comer algo, pensó.
—Ponme también un pincho de estos —pidió señalando unas croquetas.
Comió rápidamente, pagó y antes de irse preguntó al camarero si sabía de que bar venía. Él le dijo que del “Recuerdos” y que allí, según entendió, se había pegado con alguien.
—Pues al “Recuerdos” —dijo para sí según salía.
En unos veinte minutos estaba entrando en el bar. Allí había ido muchas veces, le gustaba el ambiente. A veces podía resultar deprimente, mucho viejo, pero la rumba que sonaba por los altavoces y las copas baratas rápidamente desataban lo mejor que había en ella. 
Varios recuerdos vinieron a su cabeza, el más nítido el de la pelea. Una mujer menuda, pero rápida, la había empezado a increpar porque tardaba mucho en salir del servicio. Y no había nada que la jodiera más. Así que nada más salir le pegó un trompazo con el brazo que la hizo trastabillar. La enana, como la llamaba mientras se reía, se levantó rápido y le dio una patada en sus partes íntimas que la dejó doblada unos instantes, lo que la otra aprovechó para asestarle un puñetazo en el ojo y largarse corriendo.
—¿Has visto mi reloj? —preguntó al camarero.
—El de…
—Ése.
—No, pero ahora que lo dices ayer no lo tenías. ¿Estás ya recuperada de la pelea? Menuda preparaste.
—Más o menos. Y lo siento, hubiera preferido que pasase en cualquier otro bar. ¿De dónde venía?
—Del “Milagro”, creo. 
Asintió con la cabeza a modo de agradecimiento, el camarero era más que un viejo conocido, y se dispuso a salir. Al abrir la puerta se topó de golpe con la enana que le había hinchado el ojo. Más rápida de reflejos, lo cual no era ningún mérito pues la otra parecía estar colocada, la agarró del peló y le dio un golpe con la cabeza haciéndola sangrar a borbotones por la nariz. Sin mirar atrás se alejó de la puerta del bar en busca del “Milagro”, mientras la otra mujer quedaba tendida en el suelo, sin saber muy bien lo que le acababa de suceder.
En el “Milagro” apenas había gente, pero ya estaba anocheciendo y no tardaría en llenarse. Como era también clienta habitual, entró a preguntar directamente al camarero, pues empezaba ya a desesperarse, sabiendo como sabía, que siempre empezaba sus noches en este bar. Por lo que si no encontraba allí el reloj, lo más probable es que lo hubiera perdido por la calle y en ese caso ya lo podía dar por desaparecido.
—¿Has visto mi reloj?
—No.
—¿Lo llevaba puesto ayer?
—Sí.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me estuviste contando la misma historia de siempre. ¿Te la cuento yo a ti? Me la sé de memoria
—No hace falta. Es que lo he perdido —explicó triste, sentándose en un taburete.
—No lo llevabas al salir.
—¿No? —dijo levantándose de un salto.
—Cuando me aburrí de ti, vi que ibas al baño a meterte la mierda que traías. Ibas gritando que había que olvidar el pasado y que eso ibas a hacer.
Se fue corriendo al cuarto de baño de mujeres. Iba pensando que por muy borracha y puesta que fuese la noche anterior no era posible que lo hubiera destruido. No después de tantos años con él en la muñeca, no después de ser el único recuerdo de un pasado real, sólido. De una época pasada que perduraba en el recuerdo dura como el cemento, transparente como el cristal. Aquel reloj que hacía tiempo que sólo acertaba la hora una vez al día y que por lo tanto no había dejado pasar el tiempo.
Se volvió loca buscándolo, pero no encontró nada. Ni por el suelo, ni en el váter. Entró en el baño de hombres pero tampoco allí estaba. De repente tuvo un “flashback” y se vio a sí misma introduciéndolo en la cadena del váter, justo encima del respaldo. Volvió rápidamente al cuarto de baño de mujeres y levantó la tapa. Allí estaba, empapado, sucio, inservible. Lo limpió con un papel y leyó, ávida, la inscripción que muchos años atrás un hombre había mandado colocar allí para ella: “A mi borracha preferida”.
Más relajada salió del cuarto de baño. Un grupo de hombres y algunas mujeres habían entrado celebrando algo. Daba igual. Se sentó en su taburete y cuando el camarero se acercó le pidió una cerveza.




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