sábado, 4 de junio de 2011

TRABAJOS MANUALES

     Pobre desdichado con tinta en los dedos. 

     WOODY ALLEN, Pura anarquía

Nunca se hubiera pensado a sí mismo como escritor, y sin embargo allí estaba: sentado delante de una máquina de escribir, ensangrentado, con la obligación de terminar la novela que aquel recién galardonado con el premio novel de literatura había dejado sin acabar. Claro, que si él no lo hubiera matado…
Ignacio no se encontraba nada bien. Se daba cuenta de su situación. Movía inquieto sus ojos saltones concentrado en la pantalla, tratando de leer aquella novela corta lo más rápido posible, pues ese texto se había convertido en su autopista hacia la libertad. 
   Cómo cambia la vida, pensaba. Dios, cómo cambia la vida, se repetía a sí mismo después de pensarlo. Y es que él había pasado de ser un chapuzas a ser un asesino en un abrir y cerrar de ojos, tal cual. Su hermana le había conseguido aquel trabajo, y él a cambio borraba del mapa a la mano que les daba de comer a ambos.
    Qué cagada, pensaba. Dios, qué cagada, se repetía a sí mismo. Su querida hermana, que trabaja limpiando en la casa del famoso escritor, le había conseguido el empleo. Nada difícil de hacer, pues de lo contrario él no hubiera sido el hombre indicado. Simplemente tenía que ir, limpiar la piscina de hojas, echar cloro y cortar el césped, todo eso antes de que el señor escritor se levantara de la cama. Al llegar a la casa, abrió con las llaves que su hermana le había prestado. Estuvo cuchicheando un poco de aquí para allá, intentando no hacer ruido para no despertar a la eminencia literaria. Abrió cajones, armarios  y revisó bolsillos de abrigos, con la esperanza de encontrar algún billete gordo, pero tan sólo pudo hacerse con uno de cinco Euros. Como todavía le sobraba tiempo, se sentó en un sofá y de tan cómodo que estaba se quedó dormido. No debieron pasar más de cinco minutos cuando se despertó al grito de un hombre  mayor, con el pelo canoso y unos kilos de más, que se dirigía hacia él con un bate de béisbol en la mano. No hubo tiempo para explicaciones, tuvo que apartarse de un salto evitando la arremetida del hombre enajenado, que, por lo visto, le había confundido con un ladrón. Lo siguiente que recordaba era un forcejeo, con el bate en alto, un intento de explicación, y un empujón que terminó con la vida de aquel hombre al golpearse la cabeza contra su escritorio. Y es que todo había sucedido hacía apenas cuarenta minutos. Durante los diez siguientes se quedó consternado observando el cadáver tumbado en el suelo, sin mover ni un solo músculo. Petrificado. 
    Cuando pudo reaccionar miles de ideas le pasaron por la cabeza: llamar a su hermana (descartada, temía matarla del disgusto), llamar a la policía (pero no quería ir a la cárcel), a una ambulancia (pero el hombre ya estaba muerto y no quería ir a la cárcel), esconder el cadáver y salir huyendo (pero no tenía valor para mover  a un hombre muerto y además creía en Dios y estaba casi seguro de que eso constituía algún tipo de pecado y no quería más problemas de los que ya tenía con el Todopoderoso). En estas tribulaciones estaba cuando sonó el teléfono. Su primer impulso fue cogerlo, pero trastabilló con el surco que se había formado en la alfombra que cubría el suelo del amplio salón y se golpeó la cabeza contra un armario de cristal, rompiendo el armario y haciendo que miles de pequeños trozos se le clavaran en la espalda y en la cabeza. Eso le salvó, pensó, de que la voz que estaba al otro lado del teléfono escuchara la suya e inconscientemente se delatara por el simple hecho de contestar al teléfono. Sin embargo sí pudo escuchar el mensaje: “Querido maestro, soy su editora, perdone que le moleste. Sólo le llamo para recordarle que hoy debe mandarme el final de su espléndida, aunque por otro lado escueta, novela. Como siempre ha cumplido usted con lo prometido, la espero en mi nueva dirección de correo electrónico: meforrocontigo@hotmail.com. En caso de no haberla recibido a las once, mandaré a alguien de inmediato a recogerla, pues ya estoy salivando con el pastizal que me voy a sacar, y estoy ansiosa. Un afectuoso saludo. ¡Ah! Si requiere de nuevo los servicios del chico que anoche durmió en su casa, no se preocupe, todo gasto corre a cargo de la editorial.”
    Un plan surcó la mente de Ignacio, demasiado rápido, porque al instante ya se le había olvidado. Se levantó meditabundo y se quedó ensimismado mirando la pantalla del ordenador. De repente la idea que momentos antes le había asaltado regresó para socorrerle: sí, mandaría la novela, limpiaría sus huellas y se iría a casa, como si nada hubiera ocurrido. La culpa se la echarían al chico que había pasado allí la noche. 
    Como consideró que era una buena idea se dispuso a llevarla a cabo, pero antes la apuntó en un papel, no fuera a ser que se le olvidara de repente, otra vez. También apuntó algunas cosas que debía hacer cuando llegara a casa: limpiarse la sangre y tirar la ropa que llevaba puesta, y sobre todo llamar por teléfono y dejar un mensaje en el contestador de difunto diciendo que no había podido ir esa mañana, que lo sentía mucho. ¡Ah! Y más importante aún, preguntarle si podía pasarse al día siguiente para hacer el trabajo, así no levantaría ningún tipo de sospecha. Pero antes de todo eso debía hacer lo más difícil, debía terminar la novela. Y algo más difícil todavía, leerla. No se acordaba de cuando había leído un libro, en el instituto tal vez, hacía ya más de quince años.
    Por suerte el ordenador estaba encendido y el texto abierto en la pantalla, sin duda el literato había estado escribiendo toda la noche. Sí, tan sólo le faltaba el último párrafo, y la novela, además, sólo tenía sesenta páginas. Resulta que aquel tipo había escrito todo aquello, si se fiaba de la línea donde ponía “fecha de comienzo”, en dos días. Y antes de terminar la novela había escrito: “Con esto te vas a forrar. Recuerda: véndelo cómo el relato atormentado de un escritor que mientras le practican sexo oral, escribe, cómo, con los años, ha sufrido una metamorfosis para terminar transformado en un fascista recalcitrante”. También se encontró con otra nota en la que ponía: “Importante,  el momento del orgasmo debe fundirse con el reconocimiento de sus errores, como un momento de lucidez, su último momento, pues morirá justo al poner el punto y final.”
    Vaya tela, pensó Ignacio cuando terminó de leer la novela. No sabía cómo terminarla, ni siquiera se había enterado muy bien de qué iba. Recuerdos salteados de militancias políticas y manifestaciones. De tríos amorosos en el que los tres eran hombres, liberación sexual y drogas alucinógenas. Crisis de identidad y crisis religiosa, relaciones sexuales con adolescentes japonesas, sadomasoquismo, crisis existenciales, problemas económicos, y por fin, un falso matrimonio con una prima lejana y un divorcio. El último párrafo, a partir del cual él debía terminar la novela, decía: “Y cuando estaba a punto de correrse, se avergonzó del rostro que le miraba entre las palabras que él mismo escribía en la pantalla del ordenador, y éstas fueron las últimas palabras antes de su último y agónico aliento:” 
    A Ignacio no se le ocurría nada. Y ya casi era la hora de entrega. Por suerte para él, el correo electrónico de aquel maestro de las letras estaba abierto y únicamente tenía que terminar aquella frase. ¿Pero cómo hacer algo que al propio escritor le había resultado imposible? Estaba claro que no había sabido cómo terminarla y por eso lo había dejado para el día siguiente. Si a un Dios de la palabra no se le había ocurrido la forma de terminar esa obra, ¿de dónde iba a sacar él la inspiración? La solución se hizo paso entre los amasijos de neuronas muertas que Ignacio tenía por cerebro: debía masturbarse. ¿Cómo si no empatizar con el personaje? ¿Qué forma más directa podría existir? Dejando a un lado, por supuesto, el placer del momento. Un alivio, en momentos de tensión como ese, no debía dejarse pasar. 
    Una vez hubo tomado la decisión en firme, siguió su ritual paso a paso: escogió una foto, en este caso como tenía Internet no hubo problema; se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos y se sentó al borde de la silla, con los testículos colgando; se quedó mirando la foto fijamente durante más de un minuto, sin pestañear; apretó fuertemente los testículos con la mano izquierda, previo masaje; y se empezó a masturbar compulsivamente gritando: ¡Salir cabrones! ¡Salir hijos de puta! ¡Salir cabrones! ¡Salir hijos de puta!... Cada vez más alto. Cuando estaba llegando al clímax, escribió el final de la novela: “… y éstas fueron las últimas palabras antes de su último y agónico aliento: bnwh5ttgh3qnrqqnqrnqanqannnrqnnqrnnqan n ngngfngng”. Después, como solía, perdió el conocimiento.
Abrió los ojos sintiendo un gran dolor en las muñecas atadas a su espalda, por algo duro, metálico: ¡Unas esposas! Enseguida intentó incorporarse, pero un policía le agarró de los hombros para que permaneciera sentado. En la habitación había por lo menos cuatro personas, el policía que estaba a su espalda, otros dos más, y un hombre vestido de traje y corbata, que por lo visto en las películas debía ser el mandamás de turno.
—Esto es asqueroso —decía el más elegante de todos los presentes mirando el televisor —. No tengo palabras. 
Ignacio desvió la mirada a la pantalla, y se vio a sí mismo masturbándose y gritando como un loco. Se quedó blanco, sin palabras.
—¿No sabías que había cámaras, imbécil? ¿O lo sabías depravado de mierda? —preguntó el único policía al que no podía ver.
Vaya cagada pensó. Vaya cagada, dijo en voz alta.



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