miércoles, 30 de octubre de 2013

EL ASCENSO

        Periodista
Sí, esta vez me ha convencido.

Loco

Hasta me he convencido a mí mismo.


DARÍO FO, Muerte accidental de un anarquista.



Si las noches fueran todas así, no encontraría en ninguna un motivo para sentirme aburrido, pensé, recuerdo, poco antes de que me partieran la nariz con una llave inglesa.

Hacía un calor terrible y no paraba de sudar, debía, además, tener la tensión por las nubes y no tan sólo por haber comido siempre con mucha sal, también influía que estaba muy nervioso, dadas las circunstancias. Sin embargo no todo eran malas noticias, mi compañero de faena ya había fallecido. Y esto era bueno porque, por un lado él no sufriría más, y por otro significaba que me necesitaban vivo para salir de allí. Pobre hombre.


El hombre de la llave inglesa volvió y me preguntó, ahora a mí, por la contraseña. Había escuchado los golpes en la habitación de al lado y cómo finalmente uno de ellos comentaba que mi compañero había muerto. Estando atado y amordazo todavía no había tenido tiempo de hablar, si lo hubiera podido hacer hubiera cantado como un ruiseñor. El golpe en la nariz fue, como dijo aquel mastodonte, para que me pensara bien lo que iba a decir cuando me quitasen la mordaza. 

Todavía tardaron un rato en volver, no sé en qué estarían pensando. El estúpido de mi compañero era nuevo en esto de la seguridad privada y estaba dispuesto a cumplir con su deber hasta la muerte por los escasos mil euros que cobraba. Yo no. Además no tenían otra salida, estábamos encerrados en aquella gran joyería, que era como una caja fuerte gigante. Los dueños habían decidido que preferían personas y cámaras de seguridad en vez de alarmas, al final la policía llegaba tarde y los ladrones siempre escapaban con parte del botín. Y volvían con el tiempo, que era lo peor. Yo había empezado en esto porque quería ser detective privado, pero me quedé en este nivel por ser mucho más estimulante. Más estimulante que estudiar, quiero decir.
Desde que vi que un coche a gran velocidad enfilaba el cristal de la joyería pensé que estábamos en problemas. Siempre tuve un sexto, tal vez séptimo sentido para saber cuando estaba en peligro. Mi compañero insistió en que uno de los dos diera aviso a la policía, por lo que pudiera pasar, tal y como dictaba el manual, pero decidí darles el beneficio de la duda: podía ser un accidente, sin más. Con la porra en la mano me acerqué al coche del que inmediatamente salieron los cinco tipos. Uno de ellos llevaba una pistola con silenciador y fue el que disparó a mi compañero. Una bala debe doler, pensé por cómo se retorcía en el suelo sujetándose la rodilla. A mí la porra se me cayó de las manos en seguida y no tuve más remedio que hacer lo que me decían, lamentándome de no haber tomado otras decisiones. Pero a veces hay que decidir en décimas de segundo, y no siempre se acierta. No podemos echarnos la culpa por todo.
La tienda debía tener un tercer sistema de seguridad, al margen de las cámaras y nosotros, pues en cuanto tocaron uno de los paneles donde estaban los anillos unas verjas bajaron del techo y encerraron allí a los ladrones, y a nosotros con ellos.
La policía debería estar al llegar y ellos cada estaban más nerviosos. Por fin vinieron tres de ellos.
     —Siete, cinco, tres, nueve, once —sollocé, despacio, sin dejarles decir ni 
mú nada más que me retiraron la mordaza—. Nomematéisporfavornooshevistolacara. ¡Cabrones! ¡Cabrones!
Aún ahora no recuerdo por qué les insulté, pero les hizo mucha gracia. Llorica, me llamaron. Y pichacorta. Ya ves, que machotes ellos.
Resulta que no les di bien el código. Me confundí en un número y la verja no se abrió. Me volvieron a preguntar, esta vez más tranquilos, porque yo estaba un poco nervioso. Balbuceé el mismo número y volvieron a marcarlo. Nada. Ahí se cabrearon un poquito. Volvieron a tirar de llave inglesa, pero la policía ya estaba entrando en la joyería, con gases lacrimógenos y demás armamento. La mayoría de los asaltantes murieron,  y yo perdí el conocimiento.


Y aquí estoy ahora, escribiendo mis memorias. Me han dicho que escriba la verdad, que la editorial ya se encargará de hacer los retoques pertinentes. Cuando salí del hospital me condecoraron, estuve todo el tiempo que pude de baja psicológica y ahora me han ascendido a un puesto mucho más tranquilo, soy yo el que recibo los avisos de las joyerías en la centralita y organizo los operativos de seguridad además de iniciar los protocolos de actuación. Una de las lucecitas lleva encendida un buen rato, será que está estropeada. O algo.



      

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