sábado, 31 de agosto de 2013

LIBRE DE REMATE

          Es como si en cada hombre hubiera otro que estuviera más allá de la cordura y la locura, y que mirara los actos cuerdos y los locos de ese hombre con el mismo horror y el mismo asombro.


      WILLIAM FAULKNER, Mientras agonizo.


Agustín salió a la calle cuando más llovía. La ciudad en verano resultaba insoportable, el calor abrasaba las aceras, derretía los árboles; aplacaba el espíritu y las ganas.  La tormenta había llegado justo a tiempo, no sólo porque el ambiente resultara irrespirable, asfixiante, sino porque Agustín había decidido poner en práctica, en juego, la última de sus reflexiones. Mientras veía como el resto de la gente se resguardaba bajo los soportales o abría sus paraguas, él caminaba con cierta parsimonia y una gran sonrisa en la boca dejando que la lluvia le empapara el cuerpo.
Siempre había sido una persona tímida, introvertida, incluso huraña. Seguramente este último término era el más usado por quienes lo conocían. Aunque también tenía sus épocas en las que sentía cierta predisposición a relacionarse con los demás. Sin duda vivía en una de esas épocas desde hacía unos días. 
No sabría decir cuándo había empezado a sentir de esa manera, pero desde que en su habitación llegó a la conclusión, mediante sesudas cavilaciones, de que la mayoría de los actos, tal vez todos, no tenían consecuencias, su vida estaba resultando mucho más fácil. Y estaba viviendo un ejemplo allí mismo, bajo la lluvia: sí, se estaba mojando, tal vez, aunque no necesariamente, pudiera acatarrarse, pero el acto en sí, el hecho de mojarse cuando llueve, de hacerlo adrede, no tenía más consecuencia que ésa. Podía sentir, tanto con este acto como con cualquier otro, que estaba rompiendo una barrera, que abría camino donde otros no veían posibilidad alguna. 
No sólo fue en esta ocasión cuando rompió esa “cuarta pared”. El día anterior había pasado por una pastelería y había robado una magdalena del mostrador. Le dio un mordisco delante de la dependienta y salió corriendo… Nada más ocurrió. Escuchó gritar a la dependienta pero no miró atrás. Cuando le apeteció, paró y terminó de comerse la magdalena: le supo mejor que ninguna otra que hubiera comido en su vida. A continuación, para compensar ese acto que desde un punto de vista moral, ético, podría censurarse, entró en otro establecimiento y dejó en el mostrador dos euros. Y se fue. El dependiente era asiático, por lo que dedujo que era posible que se hubiera metido en un “todo a cien”. Cuando salió, sin correr, escuchó una voz que pronto cesó. Y tampoco pasó nada. 
    La vida le parecía, viviéndola de ese modo, transparente, cristalina. Todos esos actos limpiaban su mente, barrían el polvo y activaban sus neuronas. 
     Cuando dejó de llover  compró un paraguas. Entró empapado a la tienda y pidió uno, el más feo. Blanco con grandes lunares rojos. Mango amarillo chillón. El dependiente le miró extrañado  mientras le cobraba. Agustín no sabía si por el color del paraguas, porque ya había dejado de llover o porque estaba empapado.
     —Es por si saliera el sol. Me gusta mi piel blanca —le espetó al dependiente con una sonrisa de oreja a oreja. 
     El sol había salido tímidamente así que caminó entre la gente con el paraguas abierto. Sonreía al verse como le veían los demás. Y a la vez sentía cierta pena hacia el resto del mundo. Tan siniestros, todos iguales.
     —¡Agustín! —escuchó como alguien le llamaba unos metros por detrás de él.
     Se paró, seguía sonriendo.
     —¿Éste es? —preguntó el policía.
     —Sí  —contestó otro, el que la había llamado, de bata blanca—. Vaya susto nos has dado.
     —Estoy muy bien.
     —Ya lo sé Agustín, pero ahora debes volver a la residencia. Recuerda tu enfermedad, lo hemos hablado muchas veces. Estás en fase de euforia, te acaban de cambiar la medicación, el litio, y no deben haber acertado. Tienes que intentar darte cuenta de tus cambios, y consultar si tienes dudas.

martes, 20 de agosto de 2013

MANADA DE HAIKUS IV

           
                Los alrededores de la vida.


            JOSÉ LUIS CUERDA, Si amaestras una cabra, llevas mucho adelantado.


            Pasa la vida.
            De su significado,
            no tengo idea. 


¿Qué es trascendente?
Nada tiene permiso,
en estos tiempos.


            Indescifrable:
            esta vida en colores,
            para el daltónico.


La tregua, andamios.
La borra del café,
vivir adrede.


            Días perdidos:
            vendo los que me queden,
            compro emociones.


Herida abierta.
Tu voz, tu risa azul:
tirita puesta.


            La noche llena,
            por las calles sin sueño,
            de luz tus ojos.


Vive la vida,
porque no hay, esperándote,
ninguna más.


            Hueles a lluvia.
            Te dejas hacer. Tiemblas.
            Sabes a sal.


Lo ignoro todo.
Del futuro del que hablan,
no tengo avisos.


            La noche trae,
            a la memoria pájaros.
           ¿Morir?, no saben.

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