viernes, 24 de febrero de 2012

EL ÚLTIMO INVIERNO EN EL COTO DE CAZA

      Sabía que su vida había acabado, pero no entendía el final.

      MICHEL HOUELLEBECQ, Las partículas elementales.


     Únicamente había niños en el parque. Era una fría tarde de invierno y sólo los más jóvenes se atrevían a jugar a la pelota o en los columpios. Sus padres les esperaban, algunos más vigilantes que otros, en las cafeterías y bares cercanos.  El Gran Parque estaba lleno de toboganes y balancines y los niños jugaban allí en grandes grupos. Sudaban, pese al frío. Sus rostros colorados sonreían mientras jugueteaban a cogerse unos a otros. Había niños de todas las edades, de ocho a los trece o catorce años. El Gran Parque era muy conocido en aquella zona de la ciudad, porque al estar rodeado de cafeterías cuyas cristaleras daban hacia él, era fácil que los padres charlaran despreocupados de sus cosas mientras sus hijos se divertían rodeados de gente adulta, responsable.
     Eran las seis de la tarde de un sábado y sin embargo era ya noche cerrada. Con una sensación térmica de menos diez grados apenas había gente por las calles. El Gran Parque era un hervidero de sonidos, de risas y gritos, todos ellos aplacados dentro del bar por el parloteo constante.
     Un tanto alejado del Gran Parque, había otro más pequeño, destartalado, donde otros chicos, cuyos padres no solían bajar con ellos, jugaban a la pelota disparando a una vieja portería que casi no se sostenía en pie. Elena y Alberto estaban jugando allí. A sus doce años, casi trece, les gustaba estar solos, el uno con el otro, sí, pero alejados del resto. No sabían todavía a ciencia cierta el por qué, pero disfrutaban de la presencia del otro y una marabunta atravesaba su cuerpo de pies a cabeza si sus miradas se cruzaban más tiempo del habitual. Y luego una sonrisa tímida, inocente, cruzaba brevemente sus rostros. Todavía no lo entendían, pero disfrutaban de ello como sólo a esa edad puede hacerse.
     Iban a clase juntos y como estaban de vacaciones habían quedado para jugar al fútbol. A ella le encantaba, más incluso que a él, que ya estaba haciendo sus pinitos como delantero en el equipo del colegio. Y con cierto éxito. Ella también estuvo a punto de jugar en el equipo femenino, pero finalmente se tuvo que prescindir de éste porque no había dinero para dos, y en el masculino había muchos más niños. Por mucho que lo intentó, no la dejaron jugar con los chicos. Pero Elena seguía entrenando y era muy buena. Guapa, con ojos color miel y tez pálida, con alguna peca, solía ser el centro de muchas miradas. Alberto, alto para su edad, moreno, hijo de padres separados, con un hermano mayor bastante conflictivo, del que se defendía a diario a base golpes, tenía un carácter fuerte, demasiado definido para su corta edad. Mediocre en las notas, era un niño respetado en su clase. Estigmatizado por los profesores, había ido aprobando casi todo a la primera, raspando el cinco. 
     Se les veía felices allí, quitándose la pelota el uno al otro. Ahora era él quien, en una actitud arrogante, retaba a Elena a quitarle el balón. Ella, parada, no quiso caer en la trampa. Así que Alberto se acercó y probó a regatearla. No lo consiguió y entre risas ambos cayeron al suelo. El balón fue a parar al banco más alejado del parque, situado bajo una farola medio estropeada que apenas daba luz suficiente, donde un hombre de unos cuarenta años, que estaba sentado, observando, paró la pelota con ambas manos y la colocó sobre su regazo.
     Fermín bajaba todas las tardes al parque. Casi siempre paseaba disimuladamente alrededor de los columpios, o se sentaba en un banco a leer si hacía buen tiempo. No siempre iba a ese parque, pero desde que vivía en esa ciudad, tan  sólo hacía unos meses, era su recorrido más habitual. No vivía cerca de allí, pero el paseo valía la pena. Le encantaba fijarse en una niña, seguirla con la mirada, para luego llegar a casa y masturbarse pensando en ella. En ocasiones lo hacía con algún niño, pero tan sólo si parecía una niña.
     Se movía bastante de una ciudad a otra y jamás había regresado a su pueblo natal. Se fue de allí siendo joven, perseguido por un escándalo del que salió airoso gracias a las influencias de su padre, exitoso empresario. Poco después su padre murió y sus negocios fueron a para a sus manos. Lo vendió todo, obtuvo el dinero suficiente como para mantener a su madre y para vivir él, holgadamente, el resto de su vida. Había visitado muchas ciudades y vivido, de temporada en temporada, en distintos municipios. Sabiendo que era lo que tenía que hacer para no buscarse problemas. Y es que algo bloqueaba su mente cuando pasaba cerca de un parque o de un colegio. Unas ganas irresistibles de mirar, de imaginar, de tocar. No en muchas ocasiones se había presentado la ocasión de hacer esto último, pero había aprovechado las que había tenido. Como la última, aquella niña de raza negra, de ojos grandes y trenzas en el pelo. Había conseguido apartarla del resto de sus amigos viendo que se levantaba para ir al quiosco. Le había comprado algo y se había sentado en un banco muy apartado, convenciéndola de que si volvía con el botín en forma de golosinas que él le acababa de regalar, sus amigos la dejarían sin nada. Empezó a acariciarla y comenzó a sudar, como siempre, como cuando se tocaba estando solo. La besó en el cuello mientras le introducía el pulgar en la boca. Después  bajó sus manos hasta el pecho mientras él se acariciaba con la otra mano sudada, la entrepierna. La niña no reaccionaba y él disfrutaba de una erección descomunal. Todo aquello duró al menos un par de minutos, hasta que un vecino de la zona pasó por delante del parque y le sorprendió en esa actitud. Se quedó mirándolo fijamente y él, sofocado, sin salida, salió corriendo. No había vuelto a esa ciudad, pero antes y después había habido más niñas.
     El balón seguía en su regazo. Él sonreía mientras se lo restregaba para consolidar la erección. Sonreía también para sí, regocijándose de su suerte. Contento por estar en esa situación, en ese instante. Ya no tenía dudas de que lo que deseaba era lo que debía intentar conseguir. El momento de cuestionarse a sí mismo había pasado, su juicio estaba completamente nublado y sólo había ya un objetivo: disfrutar con lo que le hacía gozar. Únicamente eso.
     Elena, viendo que el hombre no les devolvía el balón se lo pidió a voces, pero no obtuvo respuesta. Alberto aprovechó para atarse las zapatillas mientras ella se acercaba corriendo.
     —¿Me das el balón? —preguntó cuando llegó a la altura del banco, bajo la farola.
     Fermín levantó la vista, con media sonrisa dibujada en su rostro y sus ojos, dulces, atentos, solícitos, fijos en la muchacha.
     —Siéntate aquí conmigo.
     —¿Por qué?
     —Estoy tan sólo…
     —Es usted una persona mayor. 
     —Sí.
     —Muchas personas mayores están solas. 
     —¿Sabes algún juego con las manos que podamos hacer tú y yo aquí sentados? De esos de chocar y cantar algo.
     —…
     Alberto levantó la vista cuando terminó de atarse los cordones y viendo que Elena no volvía con la pelota decidió ir para ver qué ocurría.
     —¿Qué pasa? —preguntó al llegar colocándose al lado de Elena.
     —Me dice que si jugamos con él.
     —¿No eres muy mayor para jugar con nosotros? —preguntó Alberto, tenso, desconfiando de la mirada de aquel hombre, de su media sonrisa.
     —¿Y qué hay de malo? —preguntó Fermín, ya más serio, pero contento por poder estar ya jugando.
     —No queremos jugar —contestó Alberto, tajante.
     Fermín borró cualquier forma de sonrisa de su rostro y miró al muchacho, serio, amenazante. Se puso de pie, todavía con el balón a la altura de sus genitales, apretándolo fuerte.
     —¿No tienes padres?
     —Y a ti que te importa —respondió Elena.
     Fermín no esperaba tanta resistencia. Su erección iba a menos y la muchacha cada vez se alejaba un poco más, de forma casi imperceptible se había escondido detrás de su amigo.
   Alberto sabía que algo no olía bien allí. Había oído historias, le habían advertido acerca de los desconocidos. Y aunque éste no ofrecía caramelos, su aspecto y su forma de hablar, sobre todo su mirada, delataban sus intenciones. Miró a Elena, que parecía haberse dado cuenta antes que él de lo que podía estaba ocurriendo allí. 
     —Bueno, bueno, cómo os ponéis —dijo, sonriendo —¿Jugamos un partido de fútbol? 
     —Nos tenemos que ir —sentenció Elena, como última respuesta.
     El semblante de Fermín se oscureció, algo parecía retorcerse en su interior. Su deseo se estrellaba y no habría otra oportunidad. No con esa niña. Estaba preparado para correr detrás de ella. Le daría tiempo. Podría jugar un poco, incluso si la dejaba inconsciente tal vez podría llegar todo lo lejos que quería. Su erección volvió a precipitarse. Tiró el balón lejos, a su espalda. Sonrió y palpó su miembro sin ningún disimulo.
     —Tú no vas a ningún sitio, zorrita.
     Las palabras salieron de su boca envueltas en llamas. Rojas de ira, como si hubieran estado pegadas a sus labios y ahora las tuviera que escupir, abriendo mucho la boca para decirlas. Su deseo incontrolable hablaba a través de él, movía su cuerpo.
     Elena salió corriendo sin mirar atrás. Sabiendo que Alberto era más rápido, sólo debía preocuparse por ella misma. Corrió y corrió, aterrorizada. El Gran Parque no estaba excesivamente lejos, pero tenía el presentimiento de que no conseguiría llegar si el hombre era medianamente ágil. Corrió, zancada tras zancada, con todo el cuerpo en tensión. No sabía qué podía ocurrir, pero estaba dispuesta, si es que aquel hombre llegaba a alcanzarla, a resistirse a lo que quisiera hacerle, a pelear con uñas y dientes.
    Se sorprendió al no oír ruido tras ella. Ni voces ni pasos. Nada. Corrió un poco más antes de detenerse, para cerciorarse de que nadie se movía pisándole los talones. Paró. Paró y se dio media vuelta. El hombre estaba en el suelo, de medio lado, acurrucado en posición fetal. Alberto de pie, junto a él. Le miraba fijamente, el hombre en el suelo estaba asustado, sorprendido, dolorido. Se sujetaba con fuerza la entrepierna, lloraba. Elena no entendía nada, pero no se movió hasta que su amigo se separó del hombre y se fue acercando poco a poco hasta ella. Cuando llegó a su altura se miraron y ninguno de los dos reconoció del todo al otro. Algo había cambiado en ellos. Al llegar a casa tampoco serían los mismos. Ni para sus amigos, ni para sus familiares más cercanos. Los que volvieron a casa esa noche, temblando, ya no eran niños.



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