miércoles, 28 de septiembre de 2011

BARRIO SUR

      La rabia. La rabia de ir perdiendo desde el principio, y no por jugar peor sino porque nos han dado menos cartas.

BELÉN GOPEGUI, El lado frío de la almohada

La rutina de Rubén tan sólo cambiaba durante los fines de semana, los días de diario hacía siempre lo mismo. Se levantaba para trabajar en la frutería de su barrio, trabajo que había conseguido porque él había nacido en ese lugar, y eso, allí, pesaba más que cualquier otra cosa en el currículum. Terminaba a eso de las tres de la tarde e iba a comer a su casa, un piso pequeño que antes había sido de su abuela, y que él, con suerte, había heredado. Después de una siesta bajaba al parque donde se reunía con Juanillo, Iñaki, Verónica, Chuchi, Alfonso y Sandra. Cada uno iba llegando a su hora, él siempre era el primero. En el mismo sitio del mismo parque día tras día. Sus bancos, los de siempre, los que nunca cambiarían: desconchados, viejos, cojos. Cuando cada uno terminaba sus obligaciones, que en un barrio como ése, antes llamado obrero, ahora, no llamado “en paro”, eran muchas y variadas  y nadie se metía en los asuntos del otro salvo que hubiera confianza suficiente, de lo contrario la curiosidad podía matar al gato; bajaban al parque a pasar la tarde, que era gratis.
Ese día los demás tardaban en bajar pero a Rubén no le preocupaba. Sabía que siendo martes lo más probable es que tan sólo estuvieran los de siempre, y en un barrio como aquél, decir los de siempre quería decir los de toda la vida, aquellos con los que has ido al colegio y al instituto, con los que has jugado siempre y con los que, sobre todo, te has metido en problemas desde que eras un adolescente. Sacó un filtro, papel de liar, el tabaco, y se hizo un cigarro. Lo encendió tranquilamente, mirando a la gente pasar. El verano estaba a punto de llegar y todavía se podía estar al sol a esas horas sin abrasarte de calor. Era reconfortante.
El primero en llegar ese día fue Chuchi, compañero de pupitre hasta los dieciséis años, edad a la que ambos dejaron el instituto por ganar dinero fácil sirviendo de ayudante de lo que fuera necesario. Ahora él estaba en paro, le habían echado hacía poco del supermercado del barrio. Eso sí, con derecho a paro ocho meses, de los que ya habían pasado casi la mitad. Como era habitual no se saludaron, se conocían de memoria. Rubén consideraba a Chuchi su amigo, tal vez su único amigo de verdad. Era callado, atento. Jamás hablaba más de la cuenta, ni tan siquiera cuando estaba bajo los efectos de la droga. De cualquier droga que hubieran probado juntos.
—He ido a pillar donde los moritos —dijo después de darle una calada al cigarro que Rubén le acababa de ofrecer. 
—¿Y? 
     —Lo han subido, los cabrones. A seis Euros. 
     —¿Me has traído?
     —Sí, pero poco.
     Vieron de lejos a Juanillo, al que ninguno de los dos esperaba esa tarde. Era martes y debía de estar en Proyecto Hombre. Llegaba medio cojo, rascándose la nariz con la mano. Sonriendo. Era cinco años mayor que ellos, lo conocían porque había trabajado en un bar del barrio de al lado, sirviendo copas. Pero se pasó de la raya y el dueño lo echó. Después de eso anduvo un tiempo con algunos negocios, hasta que desapareció. Volvió meses después casi como estaba ahora: fatigado, consumido, extremadamente delgado.
     —Buenas tardes —saludó—. Hace calor, ¿eh?
     Justo en ese momento llegaron por detrás del banco Iñaki y Alfonso. 
     —¿Cómo tú por aquí? —preguntó Iñaki.
     —Cosas mías —contestó Juanillo.
     Nadie hizo intención de preguntar nada más. Alfonso y Iñaki eran hermanos, prácticamente de la misma edad. El único de los dos que había salido del barrio había sido Iñaki, que había pasado los veranos trabajando en un bar en un pueblo de Gipuzkoa. De esos tiempos había adquirido su conciencia política, habiéndose convertido en un defensor a ultranza del independentismo Vasco, fuera como fuese. 
     Ambos, Alfonso y él, habían heredado el kiosco de su padre, con lo que sobrevivían viviendo juntos en un pequeño piso. Algunas tardes contrataban a algún chaval del barrio para poder descansar, ese día era uno de esos. 
     Mientras Iñaki era un exaltado que a la mínima sacaba los puños a pasear, Alfonso era el más tranquilo del grupo. Si bien Rubén tenía la certeza de que su amigo no intervenía más en las conversaciones porque no terminaba de entenderlas.
     —¿Y Vero? —preguntó Alfonso, mirando a Rubén.
    —Y yo que cojones sé —contestó éste malhumorado.
     —Viene luego con Sandra —respondió Chuchi.
     Y es que a Rubén no le gustaba que le preguntaran por Verónica. Si bien era cierto que habían estado juntos, ya no lo estaban, a pesar de que de vez en cuando tuvieran algún encuentro en privado. Además Rubén sospechaba que Alfonso estaba detrás de ella, y eso era algo que no le hacía demasiada gracia. No era celoso ni tenía por qué serlo. Simplemente pensaba que entre colegas esas cosas no se podían hacer.
     Rubén, Chuchi y Juanillo estaban sentados en el banco. Los dos hermanos se situaron de pie, frente a ellos.
     —Hazte un porro —le dijo Iñaki a Juanillo, pasándole todo lo necesario —. Venimos de escuchar la que se está montando en Madrid por lo de BILDU. Qué hijos de puta. No me jodas. ¿Qué prefieren, bombas? Pues a bombazo limpio entraba yo en Madrid. Y a tomar por culo. Ojala España fuera un Donuts, así Madrid no existiría.
     —No empieces con esa mierda otra vez —protestó Rubén.
     —¿La lucha del pueblo Vasco es una mierda? —preguntó Iñaki, desafiante.
     —Lo que sale de tu boca es pura mierda —contestó Rubén mirándole por primera vez directamente a los ojos.
     Iñaki apartó la vista y no replicó. Sabía que Rubén no había tenido una buena semana, que llevaba un tiempo bastante malhumorado. Y además conocía los motivos. Y tampoco era la persona indicada a la que molestar en ningún caso.
     En ese momento llegaron Verónica y Sandra. Verónica trabajaba en una peluquería en el turno de mañana, mientras que Sandra vivía en casa de sus padres desde que la echaron de último trabajo, limpiando portales. El resto del tiempo lo ocupaba en cuidar a su hijo. El padre del chico había sido el alcohol, o eso decía ella cuando le preguntaban. Las dos siempre llevaban mechas en el pelo y era habitual, sobre todo en Verónica, verlas con un cigarro en la boca.
     —¿Qué pasa? —preguntó Sandra a modo de saludo sentándose al lado de Chuchi, pasándole un cigarro.
     Rubén se percató de que desde hacía tiempo tanto Chuchi como Sandra daban muestras de una confianza fuera de lo normal. Más allá de la que habían mostrado nunca. Deseó que su amigo no se metiera en ese jardín: sin trabajo ninguno de los dos y con un crío de por medio.
     —El otro día han entrado a robar en la tienda de mi tío —comentó Verónica, que se había colocado al lado de Alfonso, entre éste y su hermano.
     —¿Quién? —preguntó Iñaki.
     —No se sabe, la tienda estaba cerrada. Reventaron el cristal y se llevaron comida y lo poco que había en la caja. 
     —Fijo que eran inmigrantes. Panchitos de ésos. Están muertos de hambre —dijo Juanillo mientras daba una calada al porro y se lo pasaba a Iñaki.
     —¿Y tú no estás muerto de hambre? —preguntó Iñaki.
     —Puede ser, pero yo no robo en mi propio barrio, joder.
     —Éste no es tu barrio —replicó Alfonso.
     —Como si lo fuera.
     Rubén se levantó sin decir nada, mientras escuchaba, lejano, el murmullo de la conversación a la que no estaba prestando demasiada atención. Cuando te ves con tus colegas todos los días, la realidad, la vida, avanza muy despacio, pensaba.
     Subió a su casa, cogió al perro, un Rottwieller, y  algo de dinero. En el quiosco de la entrada del parque compró unas cervezas frías y cuando llegó al banco las repartió. Dejó al perro campar a sus anchas. Era perfectamente consciente de que a la mayoría de los allí presentes no les sobraba el dinero, y no le importaba tener algún detalle de vez en cuando. En el momento en que se disponía a abrir su cerveza, disimuladamente Chuchi golpeó su rodilla con la pierna. Rubén levantó la vista y la vio. Justo en ese momento estaba pasando por delante del banco la Macorina: cubana, mulata,  ojos enormes y una sonrisa inmensa. Llevaba puesto, siempre que hacía buen tiempo, vestidos de flores, ligeros, alborotados, perfectos para insinuar las curvas de un cuerpo que bien podía compararse con una carretera de montaña. Había llegado al barrio el verano anterior con su madre. Su padre seguía en Cuba. Cumplió los dieciocho años ese mismo verano, así que era aproximadamente diez años menor que Rubén. Pese a la diferencia de edad, no había podido evitar prendarse de ella desde el primer momento en que la vio. A su manera: ruda, hosca, distante. Al fin y al cabo hacía las cosas tal y como su experiencia le había enseñado. Solía ir al gimnasio tres días a la semana y tenía un cuerpo bastante musculado, la cabeza rapada y un pendiente en una oreja. Eso, y una forma de comportarse ligeramente diferente a la que se acostumbraba en ese barrio, tal vez más distante, más tranquila, habían dado como resultado numerosas conquistas, entre ellas la de la ya mencionada Verónica. Pero con la Macorina no había sido suficiente. Sin embargo no era eso lo que le traía por la calle de la amargura últimamente. Lo que no podía soportar era que ella se hubiera ido a fijar en un tipejo que era guardia de seguridad de una sede bancaria. Todos en el barrio conocían a aquel tipo y a la mayoría de sus amigos, pues habían sido muchas las veces que se habían visto perjudicados por esa banda de violentos, entre los que no faltaban guardias civiles y algún policía nacional. Intocables, por tanto. Temidos por aquellas personas que tenían menos que perder que cualquier otra, pero que aún conservaban algún reducto de su vida con el que se encontraban a gusto. Ese guardia de seguridad conocía esos detalles y también los trapos sucios, pues parte de su adolescencia la había pasado en ese barrio al igual que alguno de sus otros amigos, y amenazaban con destrozar lo poco que tenían aquellas gentes. Desde siempre se habían sentido superiores, y la autoridad que habían conseguido multiplicaba exponencialmente aquellas sensaciones. Hacía mucho tiempo que no causaban problemas, el último de ellos había sido incriminar en una redada antidroga a dos chavales del barrio que habían osado burlarse del guardia de seguridad. Buenos chavales, legales, trabajadores. Que sin embargo habían presenciado, perplejos, como en su casa aparecían un par de kilos de heroína, cantidad que ni en sueños hubieran podido poseer. 
     —¿Te interesa currar este sábado Chuchi? —preguntó Iñaki, interrumpiendo la atención de Rubén.
     —¿En qué?
     —En el bar de un amigo nuestro, en el centro. Necesitan un camarero porque van a organizar una fiesta de no sé qué.
     —Sin contrato sí me interesa. 
     —Sí, sí, sólo tiene contratados a los dos camareros de siempre. A ti te pagaría en negro.
     —Pues dile que sí.
     Sin darse cuenta la tarde se les fue echando encima, el día se marchaba y Juanillo fue el primero en abandonar el grupo. Sin despedirse, distante. Casi no había pronunciado palabra en las distintas conversaciones que se habían ido sucediendo, y eso era algo muy raro en él, parlanchín como el que más.
     Sandra también abandonó el grupo, era la hora de bañar a su hijo y le gustaba hacerlo a ella. Poco después de que se marchara, en un extremo del parque aparecieron el guardia de seguridad y la Macorina. Ella intentaba zafarse de la mano que aprisionaba su brazo. Se la veía angustiada. Rubén y los demás se dieron cuenta de lo que sucedía y permanecieron atentos a la escena. Lo siguiente que contemplaron sus ojos fue como aquella chica, apenas una adolescente, recibía un tortazo en la cara que la hacía trastabillar y caer de espaldas. Él la miraba erguido, enorgulleciéndose al saberse superior físicamente. A continuación, como para poner la guinda al pastel, la escupió.
     Mientras esto sucedía, en el banco Rubén no movía un dedo. Daba caladas tranquilas al enésimo cigarro mientras contemplaba el suceso, con los ojos fijos, sosegado. Aquello había ocurrido a escasos veinte metros de donde ellos estaban, siendo testigos de excepción. Fue Iñaki, sin embargo, el que tuvo el impulso de ir a encararse con el guardia, pero una orden de Rubén le detuvo. 
     —Ni se te ocurra —le dijo.
     Todos se quedaron perplejos, hasta el propio Chuchi había pensado hacer algo, y esperaba que su amigo fuera el primero en batirse el cobre ante aquella aberración. Sin embargo no fue así. Rubén seguía fumando, tranquilo.
     —¿No vamos hacer nada? —preguntó Iñaki.
     —No. Que cada uno arregle sus asuntos —contestó éste sin apartar la vista del guardia.
     Tras esta frase hubo sucesivos cruces de miradas en el grupo. Nadie se explicaba nada. Todos sabían lo que Rubén empezaba a sentir por aquella chica, confesado por él mismo en alguna borrachera de fin de semana, cuando su lengua se desataba un poco y dejaba entrever al Rubén más íntimo. Incluso a Verónica, celosa como ninguna, le sorprendía esa actitud. El único que supo que su amigo estaba tramando algo fue Chuchi, porque fue el único que entendió la última frase de Rubén. Ese no era asunto de Iñaki. Era asunto suyo.
Después de que la Macorina se hubiese ido corriendo, llorando, asustada, el guardia pasó por delante del grupo que ya se preparaba para irse. Había desafío en sus ojos, una altivez insultante. A todos les costó contenerse, menos a Rubén, que era un témpano de hielo. 
     Se despidieron sin mediar palabra. Rubén llamó a su perro y subió a casa. Estuvo fumando y bebiendo a oscuras en el salón, tras una cena ligera. Cuando consideró oportuno se levantó, cogió lo que necesitaba y salió a la calle.


     Eran más de la una de la mañana cuando el guardia se fue a la cama. El encuentro con la Macorina le había dejado un amargo sabor de boca. Si hubiera sabido controlar sus ganas, pensaba, tal vez a esas horas ella estaría en su cama, exhausta y amoratada, como le gustaba dejar a la mayoría de la mujeres con las que se acostaba. Pero la muy puta se puso remolona cuando la invitó a subir  y se asustó cuando la intentó forzar. Era rápida y fuerte, pero ya llegaría su momento. Al guardia no le cabía ninguna duda. Se alegraba de que nadie le hubiera visto, tan sólo aquellos chicos del banco, demasiado asustados para mover un dedo. Basura, pensaba.
     Se metió en la cama y se puso un par de tapones para dormir, contento por tener algo que contar a sus amigos al día siguiente. De repente se sintió excitado, el tortazo le vino a la cabeza como una exhalación. La imagen del vestido de flores moviéndose ágil alrededor del cuerpo de aquella chica mientras caía al suelo. No pudo evitarlo y comenzó a masturbarse. Al principio suavemente, después con  súbita violencia, a medida que las imágenes que su cabeza inventaba se volvían más violentas, hasta llegar a matar a la chica, cosa que nunca había hecho en la realidad pero cuya idea le excitaba enormemente. No tuvo tiempo sin embargo para llegar al clímax. Justo cuando parecía que lo iba a alcanzar un cuchillo atravesó su garganta. Casi diez centímetros de acero quedaron incrustados en su faringe. Murió apenas unos segundos después, entre gorgoritos, ahogado en su propia sangre. Y es que no había oído como el asesino  habría la puerta con la ayuda de una tarjeta, ni como entraba en su cuarto, ni como sostenía, atónito, un cuchillo en la manos enfundadas en guantes. Tampoco pudo ver como se marchaba, no sin antes hacer el amago de escupir sobre el cadáver, para retenerse después con la idea de no dejar ninguna posible pista.



     Habían pasado dos semanas desde la muerte del guardia y salvo algunas preguntas por el barrio, no se había investigado nada más. No tenían ningún hilo del que tirar. La Macorina fue interrogada, así como los familiares de los que habían tenido problemas con el muerto, pero nada se había podido obtener. Quien hubiera cometido el crimen había sido listo: ni una huella, ni un instante de vacilación, según el forense. El cuchillo había entrado de forma contundente, matando al incauto en apenas unos segundos. Nadie lo había visto ni sabía nada. Y no, tal y como se dedujo de los interrogatorios, el guardia no había tenido problemas con nadie en las últimas semanas.
     Rubén y el resto seguían con su rutina diaria. Cuando se enteraron del asesinato no hubo comentarios, tan sólo Chuchi miró directamente a Rubén, que en ese momento miraba hacia otro lado, con un cigarro en la boca. Los demás agacharon la cabeza y si sospechaban algo, no lo dijeron.
     Tras recuperar la total normalidad, el barrio seguía con sus problemas, en una dinámica propia, ajeno al resto de la ciudad. Todos continuaban con sus vidas como hasta entonces, excepto Juanillo, del que no se había vuelto a saber nada. La mejor muestra de esa normalidad era Iñaki, que seguía con su discurso político día tras día. Incansable.
     —Me cago en su puta madre. Si es que no puede ser. Tanta paz y tanta polla… —decía mientras los demás guardaban silencio, bebiendo y fumando, pensando en sus cosas.
     Rubén, cansado del runrún estuvo a punto de explotar, pero entonces la vio. La Macorina pasó muy cerca del banco, exultante, vestida de flores. Recibiendo la mirada atenta de todos los hombres allí presentes y el vistazo displicente de las únicas dos chicas del grupo. Y entonces ella sonrió, mirando a Rubén. Únicamente a él. Y siguió su camino tras esa sonrisa que a él le supo a promesa.




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