viernes, 1 de julio de 2011

LA EXTRAÑA PAREJA

        Pero ¿cuándo voy a comprender algo sobre algo?

DANIEL PENNAC, La felicidad de los ogros

Estaba sentado en el bordillo de la acera fumando un cigarrillo, a tan solo diez minutos de mi casa en un barrio a las afueras de la ciudad. Sentado bajo la luz de una farola alta. Eran las tres de la mañana y me preguntaba por qué un amigo mío era capaz de distinguir si el pecho de una mujer era o no natural.
     Yo le había enseñado un vídeo de una actriz que se dedicaba a la pornografía. Le había jurado y perjurado que no estaba aperada, que era así de perfecta. Él lo ponía en duda, sin darle mayor importancia. Cretino, pensé. Tú qué sabrás. Dos días después llegó a mi correo electrónico un enlace en el que se podía ver a esa misma actriz sin operar, apenas sin pecho. La misma cara, los mismos labios, la misma mirada lasciva. Pero sin pecho, casi plana. En el correo mi amigo se pavoneaba de saber distinguir a la perfección un pecho operado de otro que no lo estaba, tanto a la vista como al tacto. Y es a raíz de este comentario de donde surgió mi pregunta: ¿A cuántas mujeres con el pecho operado se había trajinado mi amigo? Yo a ninguna. Ni era probable que lo hiciese. Las mujeres con las que yo había estado formaban parte de una clase social en la que entre las principales preocupaciones no estaba el aumentarse el pecho para lucirlo. Desde luego a muchas no les hacía falta, eran perfectas tal y como estaban. A otras sí, y tal vez lo desearan, pero había otras necesidades que cubrir: las más básicas. Sin embargo mi amigo, del que no tenía por qué dudar, pues nunca le había pillado en una mentira, presumía de que sí había estado con alguna con el pecho operado. Pero claro, mi amigo pertenecía a otra clase social.
En estas divagaciones me encontraba sumergido cuando un perro se tumbó frente a mí. Era un pastor alemán. Viejo y cansado. No era la primera vez que nos veíamos, su dueña era una mujer mayor que lo sacaba a pasear muy a menudo mientras le gritaba cosas. Daba cierta grima verles. El pobre chucho cada vez renqueaba más al caminar y la anciana le hablaba como si fuera una persona, como si el animal entendiese todo lo que ella decía.
—Se tumba cerca de quien necesita compañía —comentó la mujer mientras se acercaba despacio—, o cariño.
Era una noche de verano, por lo que no me sorprendió demasiado encontrarme con la pareja a esas horas. Durante el día hacía demasiado calor como para salir a la calle.
—¿Tienes un cigarro? —preguntó.
Tardé en contestar. Di una calada al mío, mire al perro y leí en sus ojos suplicantes la necesidad de permanecer allí tumbado, descansando. Yo no estaba muy seguro de querer compañía, y menos esa, pero tampoco estaba seguro de lo contrario. Le di el cigarro después de encenderlo.
—Gracias —dijo sentándose a mi lado.
La luz de la farola caía desde muy arriba, llegando al suelo en forma de un amplio óvalo que nos abarcaba a los tres.
—¿Te gustan los perros? 
—No especialmente —contesté—. ¿Cómo se llama?
—No tiene nombre. Al menos no tiene el mismo todos los días. Al principio sí lo tenía, cuando era un cachorro. Pero ya no me acuerdo de cuál era. Es un perro viejo. Le caes bien.
A lo lejos se oía la fiesta del barrio de al lado. De ahí venía yo. Había estado con algunos compañeros de trabajo y amigos tomando algo y viendo la actuación de un grupo del que nos habían recomendado el directo.
—Bueno, nos vamos a casa —dijo la mujer mientras se levantaba—. Vámonos —le dijo al perro.
Pero el perro no se movía. Se estiraba en el suelo y no parecía querer levantarse. Su dueña insistió una y otra vez, pero no hubo manera de moverlo.
—Parece que se ha encariñado contigo. Si no te importa, vivo justo allí —explicó mientras señalaba una casa baja, a unos cincuenta metros—. La casa blanca, la anteúltima. Cuando te vayas, ¿te importa acercar al perro hasta allí? Dejaré la puerta abierta.
      —¿Y si no quiere moverse?
—Se moverá. 
Y allí me dejó al perro, que ni siquiera giró la cabeza para ver cómo su dueña se marchaba. Me quedé mirándole unos segundos. No se estaba mal allí, con esa compañía silenciosa, vigilante.
Saqué otro cigarro y apoyé la espalda contra la farola. No había sido un mal día, pensé. Me había sentido como un fideo balanceándose en una sopa. Las cosas habían fluido con naturalidad, bajo lo previsto. Un poco de trabajo, ni bien ni mal hecho, simplemente trabajo. Y un poco de diversión, sin pretensiones, sin expectativas. 
Seguí allí recostado un rato más, tal vez media hora, hasta que el perro se incorporó de repente, giró sobre sí mismo y comenzó a ladrar a una figura lejana que caminaba entre farolas por la calle paralela a la nuestra. Apenas pude distinguir la figura a lo lejos, la calle que conectaba las dos paralelas era estrecha y la figura no tardó en pasar ni dos segundos. Imposible decir si era un niño, un hombre, o una anciana. Sin embargo el perro sí parecía reconocer a aquella persona, que debido a la insistencia de los ladridos, se acercaba ya hasta donde yo estaba.
Me incorporé de nuevo, atento. Escudriñando la oscuridad, pendiente de los pasos que se acercaban. El perro ya no ladraba, se había vuelto a tumbar satisfecho por el deber cumplido.
Cuando llegó a mi altura y la reconocí, no podía explicármelo. Era una amiga mía: María. Realmente había sido algo más que una amiga, durante un breve periodo de tiempo. Hacía meses que no la veía.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Iba ya para casa. ¿Y tú?
—Mi hermana se ha mudado hace poco aquí cerca. Iba a buscar un taxi para volver a casa.
—¿Te sientas conmigo un rato? 
—Claro ¿Me das un cigarrito?
Saqué el cigarro, lo encendí y se lo di. Me quedé unos segundos pensando en lo que ella había significado para mí, y ella, por su silencio, debía estar dándole también vueltas a lo mismo. Una gran chica. Y guapa. Graciosa, inteligente. Callada. Pequeñita, con una buena esencia, como un buen veneno. Nunca me había quedado claro en qué momento y por qué motivos nos habíamos dejado de ver.
—¿Es tuyo el perro?
—Ahora mismo… —dudé— Ahora mismo tampoco.
—¿Cómo se llama? 
—Alcahuete —Contesté mirándole a los ojos.
En ese preciso instante se levantó y se fue caminando despacio hasta la puerta de su casa. La empujó y entró. Sin mirar atrás. Sin darse importancia.
—¿Vives por aquí cerca verdad? —preguntó María como si estuviera invitándome a mi propia casa
—Sí. Te invito a una cerveza si quieres.
Nos levantamos y nos encaminamos hacia mi portal. Ella se agarró de mi brazo. Me miró para decirme lo que quería que ocurriese esa noche. Yo sonreí.
—¿Tú no tienes las tetas operadas verdad?

* Publicado, con algunas modificaciones, en Revista Narrativas en julio de 2014

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