martes, 14 de junio de 2011

EL FINAL DE LA NOCHE

     El camino al infierno estaría lleno de compañía, pero aún era tremendamente solitario.

CHARLES BUKOWSKI, Hijo de Satanás

     Roberto entró al bar, eran las tres de la mañana y todavía no había matado a nadie. No es que fuera un asesino, pero el día había sido horrible para él y se extrañaba de no haber pagado el pato con cualquier persona que se hubiera cruzado en su camino.
     La música estaba muy alta y había bastante gente. Sonaba rock nacional, como casi siempre. Sólo de vez en cuando ponían música de grupos extranjeros. El dueño era amigo de Roberto desde que tenían catorce años y él lo frecuentaba asiduamente desde que lo abrió, hacía unos cuatro o cinco años. Los camareros le conocían y uno de ellos la estaba señalando un sitio en la barra donde poder acodarse. 
     —¿Qué tal? —saludó Roberto—. Mucho jaleo hoy.
     —Sí, se han terminado los exámenes, ya sabes… —contestó el camarero. —¿Lo de siempre?
     —Lo de siempre.
     Lo de siempre era un copazo de güisqui – cola bien cargado. Mientras se lo ponían echó un vistazo: no había mal ambiente, aunque demasiado recargado para su gusto. Mucho borracho universitario, imberbes, exagerados en sus gestos, nerviosos o demostrando una falsa seguridad ante su grupo de amigos. Y de amigas. Si no fuera por esta barriga y por mis treinta y tantos años otro gallo me cantaría, pensó Roberto agarrando el vaso y guiñando el ojo al camarero en señal de agradecimiento. Y es que él había sido un verdadero “killer” nocturno, así le habían apodado sus amigos. Cuando estaba en forma y seguro de sí mismo, no había una noche que se fuera solo a casa. Aún así, tras esa buena época, no eran pocos los éxitos que había ido cosechando noche tras noche, aunque en menor medida. Para aquellas que buscaban alguien más maduro que esos universitarios granudos o barbudos, todo dependía de si acababan de empezar la carrera o la estaban terminando, él estaba ahí.
     Pero esa noche no iba a ser la noche. O así lo presentía. Le había tocado trabajar ese sábado en la librería y estaba absolutamente derrotado. Además, su jefe le había encargado entre semana revisar pedidos y ordenar el almacén, pero a él se le había olvidado y lo tuvo que hacer una vez terminó su turno. Por lo que se había pasado las últimas cinco o seis horas entre libros polvorientos de autores que si hubieran tenido que ordenar sus propios libros no los habrían escrito.
     Así que nada, una y para casa, se dijo.
     —¿Me has dicho algo? —preguntó una chica morena que estaba a su lado, en un grupo.
     —Me parece que no.
    —¿Te parece? —dijo echándose a reír— ¿Me has dicho algo o no?
     Roberto la miró despacio, como le habían enseñado los años. Sin ninguna prisa. Ella se ruborizó. A Roberto le gustaba lo que veía. Desde luego era guapa: nariz pequeña, ojos claros, sonrisa pícara. De su misma estatura, alta para ser mujer, ni demasiado delgada ni todo lo contrario.
     —Venga, sí, por ejemplo: ¿estáis de celebración? —preguntó Roberto entregando toda su atención a aquella chica.
     —Sí, hemos terminado los exámenes —contestó risueña.
     —¿Qué estudiáis? 
     —Quinto de Biología.
     Estupendo, a engrosar las listas del paro, pensó mientras sonreía.
     —¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
     —Yo ya trabajo. Tengo una librería.
     —¿Tienes? ¿Es tuya?
     —A medias —mintió—. Tengo un socio.
     —La verdad es que estoy un poco borracha ya… Mira, te voy a presentar a mis amigos —dijo sonriente mientras se daba la vuelta para llamar la atención al resto.
     —No… —le dio tiempo a decir a Roberto. 
    Lo que menos le apetecía era un grupo de exaltados con diez años menos que él contándole sus problemas entre mares de alcohol
     —¡Éste es…! —anunció ella.
     —Roberto. 
     —¡Eso! ¡Este es Roberto! Mira: María, Diego, Alberto, Pedro y yo. Me llamo Olga.
     Al instante ya se había olvidado de todos los nombres. Sólo se acordaba de uno: el de Olga.
     Los chicos tenían barba y el pelo medianamente largo, los tres. Por lo que suponía que debían estar en séptimo de carrera o más, pero aún así eran unos cuantos años más jóvenes que él. Olga y su amiga sí parecían ir con su curso, o al menos Roberto no las echaba más de veintitrés o veinticuatro años.
     Después de saludar a todos uno por uno volvió a su lugar en la barra. Pero al contrario de lo que él pretendía, que era alejar al grupo y quedarse hablando sólo con la chica, produjo el efecto contrario: todos se acercaron mientras Olga iba al servicio con su amiga. Así que no le quedó otra que entablar conversación.
     —¿De celebración?
     —Ya ves… —contestó uno de los tres con cierto tono despectivo.
     —Sí, hemos terminado los exámenes —respondió otro.
     —¿Y tú?
     —Tomando algo, ya ves… —contestó al segundo mirando fijamente al primero.
     Los chicos se pusieron a hablar entre ellos, lo que a Roberto le pareció magnífico. Él se quedó mirando el panorama, apoyado en la barra hasta que las chicas regresaron del cuarto de baño. 
Olga se acercó a decirle algo al oído.
     —¿Te han dicho algo estos pesados?
     —No demasiado.
     —Es que… bueno, estuve con uno de ellos un tiempo, y se pone muy tonto cuando conozco a alguien.
     —¿Pero ya no estás con él?
     —No —contestó mientras negaba con la cabeza y le miraba fijamente a los ojos, con sus ojos claros.
     El resto de la noche en ese bar pasó a cámara rápida. Los universitarios cada vez estaban más borrachos y él también, además, como bebía más rápido pronto se puso a su altura.
     En un momento de la noche, y con cierto recelo por parte de los dos amigos que se quedaron con Olga, el otro chico y la chica se habían marchado a casa, eran pareja; le invitaron a un bar en el que conocían a los camareros y muchas veces, mientras cerraban, les invitaban a unas cervezas para terminar la noche. Él aceptó, ya estaba borracho y ella parecía receptiva, aunque su ex - novio estaba ojo avizor. Por el camino fueron hablando alegremente, incluso ella le agarró por la cintura en un momento dado y también se dejó agarrar.
     Una vez estuvieron en el nuevo bar, al que Alfonso no había entrado nunca, ni sabía de su existencia, ella se sentó entre su amigo y él, y enfrente de su amigo celoso. Había más gente a la mesa, algunos camareros y otros clientes que parecían habituales. El bar estaba cerrado y sin música, momento que algunos aprovecharon para hacerse unos porros o para empolvarse la nariz en el baño con idea de seguir la fiesta más tarde.
     En un momento dado de la noche entabló conversación con uno de los camareros, resulta que los dos eran de la ciudad y tenían algunos conocidos en común. Pero esta distracción le costó cara: Olga se levantó de la mesa y se dirigió al cuarto de baño, que quedaba enfrente de donde estaba sentado Roberto. Su ex – novio se levantó “ipso facto” y antes de que ella cerrara la puerta, entró. Al cabo de unos minutos Roberto se dio cuenta de la ausencia de la chica y también se percató de que el chico no estaba. Se cagó mentalmente en su puta madre por haber estado tan distraído. Se levantó y fue al baño, haciendo caso omiso al intento de distracción del tercer amigo que les había acompañado durante toda la noche, preguntándole sobre un libro que no encontraba en ningún sitio. 
     El baño tenía un lavabo tras la primera puerta, a la derecha estaba el baño para hombres, en cuya puerta ponía “Caballos”, y a la izquierda el de mujeres, en la que ponía, convenientemente, “Yeguas”. Probó en el de hombres pero estaba vacío, así que abrió el de mujeres. Y allí estaban la pareja, magreándose, sin, todavía, haber llegado más lejos. Ella se detuvo al verlo y él, poco después, también. Los miró durante un par de segundos, el tiempo que tardó en reconocerse a sí mismo el papel que había jugado a lo largo de la noche: habían jugado con él.
     —¡Mierda! —gritó indignado mientras cerraba de un portazo la puerta del baño de mujeres y se disponía a salir de nuevo al bar.
     Justo en ese momento entraba el amigo de la pareja, dispuesto a intervenir si hacía falta. Roberto lo empujó para salir y ante la protesta en forma de insulto de éste, Roberto le propinó un puñetazo que hizo que de la nariz del chico brotara un gran reguero de sangre. Al ver que se quedaba en el suelo con las manos en la cara, le sacudió tres patadas a la altura del pecho, enrabietado. 
     —¿Quién es el viejo ahora? —gritaba cuando terminaba de darle la última.
     En el bar se armó un gran revuelo y la pareja que estaba en el baño salió inmediatamente para ver qué ocurría. Las cosas se habrían complicado mucho para Roberto si no hubiera salido inmediatamente del local, tambaleándose entre borracho y furioso. Cuando al cabo de poco tiempo algunos quisieron salir detrás de él, ya habían perdido su rastro.
     El cabreo se le fue pasando a medida que volvía a su casa. Incluso se arrepentía de haber pegado al chico. También hacía repaso mental, por si en algún momento dado había dicho dónde trabaja o vivía. Y no, no lo había hecho, ni tan siquiera a su conocido, con el que sólo había hablado por encima de algunas personas que tenían, o habían tenido en común hacía ya muchos años.
     Llegó a su portal, en bastante buen estado para lo que había bebido. Entró en su habitación a oscuras, se quitó la ropa despacio y la dejó caer sobre una silla, encima de un par de sujetadores. Se metió en la cama en calzoncillos y como siempre hacía para poder quedarse dormido, abrazó a su mujer y colocó una pierna ligeramente encima de su cadera. Apretándola fuerte.





sábado, 4 de junio de 2011

TRABAJOS MANUALES

     Pobre desdichado con tinta en los dedos. 

     WOODY ALLEN, Pura anarquía

Nunca se hubiera pensado a sí mismo como escritor, y sin embargo allí estaba: sentado delante de una máquina de escribir, ensangrentado, con la obligación de terminar la novela que aquel recién galardonado con el premio novel de literatura había dejado sin acabar. Claro, que si él no lo hubiera matado…
Ignacio no se encontraba nada bien. Se daba cuenta de su situación. Movía inquieto sus ojos saltones concentrado en la pantalla, tratando de leer aquella novela corta lo más rápido posible, pues ese texto se había convertido en su autopista hacia la libertad. 
   Cómo cambia la vida, pensaba. Dios, cómo cambia la vida, se repetía a sí mismo después de pensarlo. Y es que él había pasado de ser un chapuzas a ser un asesino en un abrir y cerrar de ojos, tal cual. Su hermana le había conseguido aquel trabajo, y él a cambio borraba del mapa a la mano que les daba de comer a ambos.
    Qué cagada, pensaba. Dios, qué cagada, se repetía a sí mismo. Su querida hermana, que trabaja limpiando en la casa del famoso escritor, le había conseguido el empleo. Nada difícil de hacer, pues de lo contrario él no hubiera sido el hombre indicado. Simplemente tenía que ir, limpiar la piscina de hojas, echar cloro y cortar el césped, todo eso antes de que el señor escritor se levantara de la cama. Al llegar a la casa, abrió con las llaves que su hermana le había prestado. Estuvo cuchicheando un poco de aquí para allá, intentando no hacer ruido para no despertar a la eminencia literaria. Abrió cajones, armarios  y revisó bolsillos de abrigos, con la esperanza de encontrar algún billete gordo, pero tan sólo pudo hacerse con uno de cinco Euros. Como todavía le sobraba tiempo, se sentó en un sofá y de tan cómodo que estaba se quedó dormido. No debieron pasar más de cinco minutos cuando se despertó al grito de un hombre  mayor, con el pelo canoso y unos kilos de más, que se dirigía hacia él con un bate de béisbol en la mano. No hubo tiempo para explicaciones, tuvo que apartarse de un salto evitando la arremetida del hombre enajenado, que, por lo visto, le había confundido con un ladrón. Lo siguiente que recordaba era un forcejeo, con el bate en alto, un intento de explicación, y un empujón que terminó con la vida de aquel hombre al golpearse la cabeza contra su escritorio. Y es que todo había sucedido hacía apenas cuarenta minutos. Durante los diez siguientes se quedó consternado observando el cadáver tumbado en el suelo, sin mover ni un solo músculo. Petrificado. 
    Cuando pudo reaccionar miles de ideas le pasaron por la cabeza: llamar a su hermana (descartada, temía matarla del disgusto), llamar a la policía (pero no quería ir a la cárcel), a una ambulancia (pero el hombre ya estaba muerto y no quería ir a la cárcel), esconder el cadáver y salir huyendo (pero no tenía valor para mover  a un hombre muerto y además creía en Dios y estaba casi seguro de que eso constituía algún tipo de pecado y no quería más problemas de los que ya tenía con el Todopoderoso). En estas tribulaciones estaba cuando sonó el teléfono. Su primer impulso fue cogerlo, pero trastabilló con el surco que se había formado en la alfombra que cubría el suelo del amplio salón y se golpeó la cabeza contra un armario de cristal, rompiendo el armario y haciendo que miles de pequeños trozos se le clavaran en la espalda y en la cabeza. Eso le salvó, pensó, de que la voz que estaba al otro lado del teléfono escuchara la suya e inconscientemente se delatara por el simple hecho de contestar al teléfono. Sin embargo sí pudo escuchar el mensaje: “Querido maestro, soy su editora, perdone que le moleste. Sólo le llamo para recordarle que hoy debe mandarme el final de su espléndida, aunque por otro lado escueta, novela. Como siempre ha cumplido usted con lo prometido, la espero en mi nueva dirección de correo electrónico: meforrocontigo@hotmail.com. En caso de no haberla recibido a las once, mandaré a alguien de inmediato a recogerla, pues ya estoy salivando con el pastizal que me voy a sacar, y estoy ansiosa. Un afectuoso saludo. ¡Ah! Si requiere de nuevo los servicios del chico que anoche durmió en su casa, no se preocupe, todo gasto corre a cargo de la editorial.”
    Un plan surcó la mente de Ignacio, demasiado rápido, porque al instante ya se le había olvidado. Se levantó meditabundo y se quedó ensimismado mirando la pantalla del ordenador. De repente la idea que momentos antes le había asaltado regresó para socorrerle: sí, mandaría la novela, limpiaría sus huellas y se iría a casa, como si nada hubiera ocurrido. La culpa se la echarían al chico que había pasado allí la noche. 
    Como consideró que era una buena idea se dispuso a llevarla a cabo, pero antes la apuntó en un papel, no fuera a ser que se le olvidara de repente, otra vez. También apuntó algunas cosas que debía hacer cuando llegara a casa: limpiarse la sangre y tirar la ropa que llevaba puesta, y sobre todo llamar por teléfono y dejar un mensaje en el contestador de difunto diciendo que no había podido ir esa mañana, que lo sentía mucho. ¡Ah! Y más importante aún, preguntarle si podía pasarse al día siguiente para hacer el trabajo, así no levantaría ningún tipo de sospecha. Pero antes de todo eso debía hacer lo más difícil, debía terminar la novela. Y algo más difícil todavía, leerla. No se acordaba de cuando había leído un libro, en el instituto tal vez, hacía ya más de quince años.
    Por suerte el ordenador estaba encendido y el texto abierto en la pantalla, sin duda el literato había estado escribiendo toda la noche. Sí, tan sólo le faltaba el último párrafo, y la novela, además, sólo tenía sesenta páginas. Resulta que aquel tipo había escrito todo aquello, si se fiaba de la línea donde ponía “fecha de comienzo”, en dos días. Y antes de terminar la novela había escrito: “Con esto te vas a forrar. Recuerda: véndelo cómo el relato atormentado de un escritor que mientras le practican sexo oral, escribe, cómo, con los años, ha sufrido una metamorfosis para terminar transformado en un fascista recalcitrante”. También se encontró con otra nota en la que ponía: “Importante,  el momento del orgasmo debe fundirse con el reconocimiento de sus errores, como un momento de lucidez, su último momento, pues morirá justo al poner el punto y final.”
    Vaya tela, pensó Ignacio cuando terminó de leer la novela. No sabía cómo terminarla, ni siquiera se había enterado muy bien de qué iba. Recuerdos salteados de militancias políticas y manifestaciones. De tríos amorosos en el que los tres eran hombres, liberación sexual y drogas alucinógenas. Crisis de identidad y crisis religiosa, relaciones sexuales con adolescentes japonesas, sadomasoquismo, crisis existenciales, problemas económicos, y por fin, un falso matrimonio con una prima lejana y un divorcio. El último párrafo, a partir del cual él debía terminar la novela, decía: “Y cuando estaba a punto de correrse, se avergonzó del rostro que le miraba entre las palabras que él mismo escribía en la pantalla del ordenador, y éstas fueron las últimas palabras antes de su último y agónico aliento:” 
    A Ignacio no se le ocurría nada. Y ya casi era la hora de entrega. Por suerte para él, el correo electrónico de aquel maestro de las letras estaba abierto y únicamente tenía que terminar aquella frase. ¿Pero cómo hacer algo que al propio escritor le había resultado imposible? Estaba claro que no había sabido cómo terminarla y por eso lo había dejado para el día siguiente. Si a un Dios de la palabra no se le había ocurrido la forma de terminar esa obra, ¿de dónde iba a sacar él la inspiración? La solución se hizo paso entre los amasijos de neuronas muertas que Ignacio tenía por cerebro: debía masturbarse. ¿Cómo si no empatizar con el personaje? ¿Qué forma más directa podría existir? Dejando a un lado, por supuesto, el placer del momento. Un alivio, en momentos de tensión como ese, no debía dejarse pasar. 
    Una vez hubo tomado la decisión en firme, siguió su ritual paso a paso: escogió una foto, en este caso como tenía Internet no hubo problema; se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos y se sentó al borde de la silla, con los testículos colgando; se quedó mirando la foto fijamente durante más de un minuto, sin pestañear; apretó fuertemente los testículos con la mano izquierda, previo masaje; y se empezó a masturbar compulsivamente gritando: ¡Salir cabrones! ¡Salir hijos de puta! ¡Salir cabrones! ¡Salir hijos de puta!... Cada vez más alto. Cuando estaba llegando al clímax, escribió el final de la novela: “… y éstas fueron las últimas palabras antes de su último y agónico aliento: bnwh5ttgh3qnrqqnqrnqanqannnrqnnqrnnqan n ngngfngng”. Después, como solía, perdió el conocimiento.
Abrió los ojos sintiendo un gran dolor en las muñecas atadas a su espalda, por algo duro, metálico: ¡Unas esposas! Enseguida intentó incorporarse, pero un policía le agarró de los hombros para que permaneciera sentado. En la habitación había por lo menos cuatro personas, el policía que estaba a su espalda, otros dos más, y un hombre vestido de traje y corbata, que por lo visto en las películas debía ser el mandamás de turno.
—Esto es asqueroso —decía el más elegante de todos los presentes mirando el televisor —. No tengo palabras. 
Ignacio desvió la mirada a la pantalla, y se vio a sí mismo masturbándose y gritando como un loco. Se quedó blanco, sin palabras.
—¿No sabías que había cámaras, imbécil? ¿O lo sabías depravado de mierda? —preguntó el único policía al que no podía ver.
Vaya cagada pensó. Vaya cagada, dijo en voz alta.



LICENCIA

Licencia de Creative Commons
Cunetas secundarias by Cunetas secundarias is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 3.0 Unported License.
Creado a partir de la obra en cunetassecundarias.blogspot.com.